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¿Qué hacemos con el acoso escolar?

Una menor de apenas 14 años se quitó la vida tras denunciar acoso escolar. Lo que le ocurrió no puede quedar como otra tragedia más que se comenta unos días y se olvida.

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30
octubre
2025

Ha muerto una niña. Y se dice pronto, pero es una tragedia brutal. Una menor de apenas 14 años se quitó la vida tras denunciar acoso escolar. Lo que le ocurrió no puede quedar como otra tragedia más que se comenta unos días y se olvida. Duele muchísimo. Y tiene que empujarnos a actuar. Porque esto no es solo una historia triste, es un síntoma de que algo está fallando en nuestros centros educativos y en nuestras instituciones.

Cuando un menor de edad sufre acoso, no hablamos de «cosas de niños», sino de una forma de violencia. A veces silenciosa, a veces evidente, pero siempre devastadora. La exclusión, las burlas, los comentarios hirientes, el aislamiento… eso va erosionando la autoestima, el ánimo, las ganas de seguir. Y si además el entorno no responde, el mensaje que recibe la víctima es claro: «estás sola». Y ahí empieza el verdadero infierno.

¿Por qué hay que actuar desde los centros y las instituciones? Porque la escuela es el escenario donde todo esto ocurre. No es un detalle sin importancia. Es el lugar donde niños y niñas pasan la mayor parte de su tiempo. Donde aprenden (o no) a convivir. Donde se construyen sus vínculos sociales. Si en ese entorno no hay seguridad, si cuando un alumno dice «me están machacando» nadie lo escucha o no se actúa con contundencia, estamos creando un espacio tóxico.

Cuando no se interviene ante una situación de acoso, quien acosa recibe el mensaje de que puede seguir haciéndolo sin consecuencias

Además, cuando no se interviene ante una situación de acoso, ocurren dos cosas nefastas. Por un lado, la víctima empieza a pensar que no hay salida, que no importa lo que diga, que nadie va a mover un dedo. Y por otro lado, quien acosa recibe el mensaje de que puede seguir haciéndolo sin consecuencias. El agresor se envalentona. La víctima se hunde. Y lo peor es que esto no siempre se ve desde fuera. Muchas veces no hay golpes ni insultos a gritos. A veces es simplemente la mirada apartada, el silencio cómplice, el aislamiento diario.

Los centros educativos deben tener protocolos, sí. Pero no basta con tenerlos escritos en un papel. Hay que activarlos. Usarlos bien. Formar al profesorado, al personal, a toda la comunidad escolar. Hay que enseñarles a detectar las señales, a intervenir a tiempo. Porque muchas veces el acoso no empieza como un huracán, sino como una brisa que va cogiendo fuerza: una broma que se repite, un apodo que se hace constante, una silla vacía en el comedor.

También es urgente incorporar recursos reales en los centros. Orientación psicológica, espacios seguros de escucha, formación en convivencia. No podemos seguir creyendo que todo se arregla con una charla una vez al año o con un cartel en el pasillo. La convivencia se trabaja cada día. La seguridad emocional de los alumnos no es un lujo, es una obligación.

Y las instituciones, por su parte, deben asegurarse de que los centros cumplen. No basta con dar indicaciones genéricas. Hay que supervisar. Evaluar. Sancionar si hace falta. Porque si no se garantiza la protección de los menores, el sistema falla. Y no es un fallo cualquiera: es un fallo que puede costar vidas.

¿Y qué más? Educar en emociones. Desde pequeños. Que los niños y niñas aprendan a identificar lo que sienten, a expresar lo que les pasa, a pedir ayuda sin miedo, a ponerse en el lugar del otro. Que sepan que si alguien les insulta, les ignora o les amenaza, eso no es normal. Que entiendan que no tienen por qué aguantar. Que hay adultos que les van a escuchar. Y que los que están a su alrededor también aprendan a no mirar hacia otro lado. Que entiendan que si callan, son parte del problema.

Es esencial que los colegios abran canales de comunicación reales, no solo burocráticos

Las familias también deben implicarse. No sirve de nada pensar que esto «a mi hijo no le pasa». A veces no lo vemos venir. A veces no nos lo cuentan. Por eso es esencial que los colegios abran canales de comunicación reales, no solo burocráticos. Que las familias sientan que forman parte de la comunidad educativa. Que sepan cómo actuar si sospechan que su hijo acosa, o si notan que su hija está cada vez más callada, más sola, más triste.

No podemos seguir confiando en la suerte. No podemos permitir que una niña tenga que saltar al vacío para que nos demos cuenta de que el sistema no está funcionando. Cada suicidio infantil por causas relacionadas con el acoso es una alarma que grita que llegamos tarde.

Esto va más allá de un centro concreto o de un caso concreto. Es un problema estructural. Y necesita una respuesta estructural. Coordinada. Rápida. Sin excusas.

Porque si logramos que un solo niño se sienta visto, si conseguimos que una sola víctima levante la mano y alguien la coja con fuerza, si evitamos que otra familia tenga que enterrar a su hija y preguntarse para siempre qué más podrían haber hecho… entonces ya estaremos haciendo algo. Pero no basta con casos aislados. Necesitamos un cambio profundo. De cultura. De prioridades. De compromiso político e institucional.

Lo que está en juego no es un boletín de notas ni una convivencia escolar ideal. Es la vida. Y no hay nada más importante.

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