Nietzsche contra la Ilustración
En su contienda contra el espíritu ilustrado, Nietzsche se presenta como un salvador dedicado a retirar máscaras. Su propuesta moral es un regalo, no una condena. Por paradójico que suene, con ella se cumple una de las principales pretensiones ilustradas: la autonomía.
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El siglo XVIII es apodado como el «Siglo de las Luces». El proyecto intelectual encarrilado en ciertos países europeos (a destacar, Francia) aspiró en ese momento a liberar al humano del yugo de la superstición y la ignorancia. La fe en las posibilidades de la razón –también de la educación– se convirtió en el nuevo credo y, con ella, la confianza ciega en el progreso de la ciencia y la moral. Immanuel Kant lo expresó célebremente al definir Ilustración como la salida de la humanidad de la «minoría de edad». Sé autónomo, piensa por ti mismo, busca los principios universales de la ética mediante la razón; esas son sus máximas.
Cien años más tarde un bigotudo intempestivo receló de ese legado. Lo escrutó sin titubeos hasta perfilar un diagnóstico tajante: detrás del brillo ilustrado se agazapa una sombra. Un nuevo dogmatismo que se reclama baluarte de la verdad objetiva. En realidad, sentencia Friedrich Nietzsche, una «moral de rebaño» revestida de racionalidad.
La Ilustración reemplaza los antiguos dioses por nuevas deidades: la Razón, el Conocimiento, la Ciencia, la Moral Universal. Si el punto de anclaje de los discursos de antaño reposaba sobre la evidencia de este o de aquel dios, ahora es la verdad alumbrada por la inteligencia la que ejerce de fundamento último.
La Ilustración reemplaza los antiguos dioses por nuevas deidades: la Razón, el Conocimiento, la Ciencia, la Moral Universal
En un pequeño opúsculo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche expresa con contundencia el gran problema del espíritu ilustrado: «¿Qué es entonces la verdad? Una banda en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que fueron realzadas, extrapoladas y ornamentadas poética y retóricamente y que, después de un uso prolongado, el pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones que se olvidó que lo son».
La verdad es una quimera, un concepto embustero empleado para persuadir al otro del punto de vista propio. Como se pone de relieve en la cita, la verdad no es otra cosa que una convención, aquello que el conjunto asume, normaliza y acata como tal.
En la raíz del problema, para Nietzsche es indudable que todas las personas están movidas por una voluntad propia. Lo que sin rodeos significa que en la conducta humana hay un trasfondo emotivo. Todo texto o comportamiento catalogado como «verdadero», «racional» o «correcto» manifiesta, en el fondo, un «yo quiero que». Una vez se ha eliminado a dios de la ecuación, no hay ningún punto de apoyo objetivo, universal, al que asirse. Y así, la gran pretensión del movimiento ilustrado –sustituir a dios por una verdad universal– oculta sus propios intereses.
Allí donde la religión prometía la salvación para unos pocos (los obedientes), la Ilustración garantiza el progreso siempre y cuando el sujeto actúe conforme a la moral. ¿Qué moral? La predicada desde los tiempos de Platón y reafirmada con otras palabras por el gran protagonista de la Ilustración, Immanuel Kant. Esa moral del deber, del sacrificio, de renuncia, del desdén hacia la naturaleza del propio cuerpo.
En su contienda contra el espíritu ilustrado, Nietzsche se presenta como un salvador dedicado a retirar máscaras. Su propuesta moral, si pudiera llamársele así, es un regalo, no una condena. Por paradójico que suene, con ella se cumple una de las principales pretensiones ilustradas: la autonomía.
Nietzsche reclama que el individuo desoiga los susurros de quienes le dictan cómo debe comportarse
Nietzsche reclama que el individuo tome el timón de su vida, que desoiga los susurros de quienes le dictan cómo debe comportarse. Que sea uno mismo quien asuma la responsabilidad de crear sus propios valores, sin someterse a ningún ideal abstracto, tramposo, ya se hable de un dios o de una razón humana general. La diatriba nietzscheana contra la Ilustración consiste en recordar que la existencia es demasiado rica, demasiado múltiple, demasiado divertida como para encajarla en moldes prefabricados.
Revaloricemos el instinto, la dimensión dionisíaca de la vida; confiemos en la libre creatividad de las personas. La vida no necesita de justificación externa, de moralinas procedentes fundamentalmente de señores recubiertos de polvo, como Nietzsche gustaba describir a Kant. El referente es el niño. El niño inocente, preguntón, irreverente, que no está anquilosado por las reglas, que quiere jugar, que acepta la vida riendo, que se mancha, que baila y que salta felizmente sobre la charca.
Muchos perciben aquí un tufo que desagrada. El del relativismo, el escepticismo o, peor aún, el del nihilismo. Es cierto que la propuesta incomoda al dejarnos desorientados, sin certezas que delineen el mundo. Ante esto, conviene reiterar algo: no hay nada más ilustrado que la crítica anti-ilustrada de Nietzsche. Al fin y al cabo, es él quien nos invita a sospechar del discurso que se presenta como definitivo, quien revisa los dogmas morales, por asentados que estén. El espíritu ilustrado nos insta a pensar autónomamente, y Nietzsche se lo tomó al pie de la letra.
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