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Hijos de la transición

ETHIC / Hijos de la transición
¿Por qué los españoles nacidos en democracia no presumimos de ser hijos de la transición antes que nietos de la Guerra Civil? En un contexto de fuerte polarización y avance de los populismos, solo una valoración justa del legado político que hemos recibido —sin haber luchado por él— nos permitirá defenderlo y agrandarlo. El cambio que se produjo en España tiene pocos parangones: no se me ocurren otros ejemplos de tránsito de una dictadura a una democracia avanzada con vocación social en tan poco tiempo. Mirado de cerca, incluso con sus miserias, errores y crueldades, que las hubo en abundancia, es un cambio alucinante que nos dejó en herencia un país con el que nuestros abuelos ni siquiera soñaban.

Si el olvido no se ceba antes con su historia, el proyecto de Podemos será estudiado como el auge y la caída más estrepitosos de la política española. Nunca una camarilla galopó tan confiada a lomos de las expectativas de tantos, para defraudarlas en tan poco tiempo y diluirse en la nada, tras dilapidar todo el capital político y social del que disponía la izquierda poscomunista, estabilizada en la organización de Izquierda Unida. Pocas veces se triunfa y se fracasa tan a lo grande y tan rápido: de controlar el Gobierno a servir cañas en un bar de Lavapiés en menos de un parpadeo. Pero el ruido de la fábula no debería llevarnos a formular una moraleja equivocada. Aunque sus actores y sus organizaciones se hayan derrumbado, algunos de sus dogmas se han convertido en moneda común. Como diría un politólogo, han ganado la batalla del relato en muchos aspectos esenciales de la discusión pública.

Por decirlo en términos gramscianos, tienen la hegemonía cultural. El concepto de hegemonía de Gramsci no es más que propaganda sofisticada recubierta de jerga filosófica. Con una mezcla de estrategias que aprobarían tanto Goebbels como Lenin, la hegemonía consiste en imponer una visión del mundo afín a los intereses de un grupo minoritario (o incluso muy minoritario, como la vanguardia revolucionaria). Mediante la repetición machacona y la intimidación se obtiene la imagen de una unanimidad entorno al tema elegido. No importa que tal unanimidad sea falsa o solo exista en la opinión pública controlada por la camarilla, pues la hegemonía se alcanza cuando se percibe como el discurso dominante. No es un ejercicio de persuasión, sino de imposición. Los que la cuestionan no son disidentes (eso significaría que tienen razón, pues un disidente lo es de un poder autoritario), sino idiotas, en el mejor de los casos, o agentes de poderes oscuros, en el peor. Desacreditar ad hominem a quien lleva la contraria es una táctica de este manual de guerra de guerrillas culturales. Es fundamental que el oponente no sea tomado en serio nunca, que se señale su agenda oculta, su servilismo a algún poder (aunque el acusador sea el propio gobierno) o se le ridiculice por cualquier cuestión. Cualquier cosa vale con tal de no discutir en serio, con calma y con respeto.

Si España no es una democracia, ¿cómo ha consentido el régimen que se le cuestione de una manera tan rotunda y desde su propio corazón?

Uno de los mitos que se han impuesto en la nueva hegemonía es el de la cultura de la transición (CT, según la manía militante de dar apariencia de verdad absoluta a las ocurrencias mediante siglas institucionales) o régimen del 78. Ninguno de los dos nació en Podemos, sino al calor de los debates del 15M de 2011 —el primero es obra de Guillem Martínez—, pero han constituido la espina dorsal del ideario de la nueva izquierda y han logrado imponerse como verdad aceptada en casi todo el espectro político. En resumen: la democracia española nunca ha sido demócrata, sino una plutocracia corrupta manejada por una mezcla de élites franquistas y traidores de la causa antifranquista. Todo se jodió alguna mañana de 1977, cuando Carrillo abrazó a Suárez, y lo remató Felipe en 1982.

La idea conquistó primero los debates de la izquierda alternativa y encontró aplausos en los poderosísimos medios nacionalistas de Cataluña y Euskadi, que llevaban mucho tiempo señalando la tiranía del Estado español. Los sucesos de octubre de 2017 y todo el procés fueron decisivos para que la cantinela se volviera dogma entre buena parte de la izquierda sociológica española, especialmente entre los menores de 40. Pero fue la asunción del discurso por Pedro Sánchez, que lo convirtió en línea maestra del pensamiento del PSOE, robándoselo a Podemos y a Sumar, lo que ha hecho que hoy sea una verdad oficial.

Reducir al absurdo los argumentos ha ahogado el debate, que lo ha banalizado en una dicotomía entre demócratas verdaderos y sicarios del régimen del 78
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Cuestionarla, en todo o en parte, conlleva riesgo de excomunión ideológica. Para obtener un pedigrí de izquierdas hay que abrazar esta ortodoxia. Quien no lo haga se condena al infierno de la fachosfera. Lo enuncio con naturalidad, sin dramatismos, pues en realidad no es tan terrible: esta doctrina de hegemonía gramsciana funciona en una sociedad abierta, plural y libre. Las sanciones para el discrepante son, pues, simbólicas, y su eficacia depende de lo anchas que tenga este las espaldas y de lo que le importe la aceptación del grupo o el reproche público (por desgracia, son muchos los que no soportan el rechazo o el señalamiento, de ellos se aprovechan). Quien aspira a la hegemonía exagera las consecuencias de la discrepancia para disuadir a los más temerosos, pero aquí no hay guardias rojos de Mao ni brigadas político-sociales de Franco: les apuesto lo que quieran a que publicar este artículo no impedirá que mañana me tome unas gambas en un bar con mis amigos, sin que nadie me detenga ni me manden un burofax con un despido. Porque la hegemonía es, en esencia, manejar un espejismo, mantener en el aire una ilusión óptica, hacer creer a todo el mundo que se libran batallas de violencia algo más que simbólica. Aquí está la primera fisura en el discurso: si España no es una democracia, ¿cómo ha consentido el régimen que se le cuestione de una manera tan rotunda y desde su propio corazón? ¿Qué dictadura es esta, que pone en el Parlamento, en el Gobierno y en los medios de comunicación a sus mayores críticos? No se me ocurre ningún otro caso de Estado autoritario cuyas instituciones estén dominadas por sus opositores. Estos suelen estar en la cárcel o en el exilio. O hechos pedacitos, como algunos periodistas de Arabia Saudí.

De acuerdo: en sus formulaciones más refinadas, la crítica es mucho más sutil y dibuja un Estado profundo dominado por empresas, jueces y medios de comunicación que torpedean el camino a las reformas democráticas. Toda conspiración tiende a complicarse con cada objeción que se le hace. Siempre habrá un poder oscuro, una mano negra, un titiritero a cargo de los hilos. Cuanto más sofisticado es el argumentario, más esotérico se vuelve. No es mi propósito desmontar aquí el chiringuito. Es más, me apena que el abuso propagandístico haya desactivado la crítica genuina y necesaria que traía en su origen. Lo que luego Martínez llamó CT era la expresión de un malestar lógico por males ciertos de la patria (por usar una expresión del regeneracionismo clásico) que enturbian la democracia. Era pertinente la crítica al sistema de partidos y a la corrupción política y administrativa que generó. Era pertinente denunciar la connivencia dependiente de algunos medios con el poder. Era pertinente señalar las inequidades sociales y el deterioro del Estado social. Buena parte del hartazgo que llevó a los entonces jóvenes a las plazas en mayo de 2011 era una respuesta valiente y razonada al agotamiento de una democracia que necesitaba un chorro de 3 en 1 en muchos de sus resortes prematuramente oxidados. Pero la enmienda absoluta, al reducir al absurdo los argumentos, ha ahogado el debate, que lo ha banalizado en una dicotomía entre demócratas verdaderos y sicarios del régimen del 78 que defienden (defendemos) privilegios.

La democracia exige abrazar la imperfección y la derrota y no tener miedo a traicionarse en una negociación eterna

En Un tal González, tomé prestada una frase de Miguel Aguilar en la que instaba a su generación (que es la mía, los nacidos a finales de la década de 1970) a dejar de considerarse nietos de la Guerra Civil y empezar a presumir de ser hijos de la democracia. Los acólitos de la CT han interpretado este deseo como una forma de conservadurismo e incluso de reaccionarismo. Puede que acierten en lo primero: somos conservadores en la medida en que la izquierda socialdemócrata (y buena parte de la alternativa) lo es hoy. En un contexto mundial de avance ultraderechista y de populismos antidemocráticos, un demócrata se ve obligado a adoptar una posición defensiva. Somos conservadores de los sistemas de libertades y progreso social en los que hemos crecido.

Los hijos de la democracia no hemos conocido la vida en dictadura. Pertenecemos a la primera generación de españoles que ha vivido toda su vida en un Estado de derecho con vocación social, y eso nos ha llevado a naturalizar como paisaje muchos aspectos que para nuestros padres y abuelos fueron conquistas dolorosas y avances insólitos. No es extraño que haya sido mi generación la que ha impuesto esa nueva hegemonía cultural de la CT, que ha triunfado en parte gracias a la incomprensión presentista del complejísimo contexto histórico en el que se produjo la transición democrática. Se juzga la letra de la Constitución sin sentir el espíritu de miedo y fatiga con que se escribió.

Vindicarse hijo de la democracia e intentar comprender las acciones de aquella generación de españoles que parieron una constitución moderna y casi de vanguardia cuando los franquistas aún tenían las llaves de la armería y el dedo tenso sobre el gatillo no supone caer en una idiocia acrítica. El reconocimiento del valor de aquella gente, que puso el bien nacional muy por encima de sus objetivos ideológicos y de sus ambiciones personales, no promueve el inmovilismo ni impide señalar las injusticias y fallas de la democracia. Al contrario: solo una valoración justa del legado que hemos recibido sin haber luchado por él nos permitirá defenderlo y agrandarlo. Un primer paso sería reconocer que muchas de las revisiones de la transición las han hecho intelectuales y artistas que deben su estatus al régimen del que abominan. Pondré solo un ejemplo: El año del descubrimiento, premiado documental de 2020, ganador de dos merecidísimos Premios Goya, un ejercicio de narración experimental que señala la desaparición de la clase obrera en las reconversiones industriales de los años 80. Su autor, el también escritor Luis López Carrasco (1981), es un típico hijo de la democracia, un joven murciano que jamás habría sido cineasta ni escritor de no haber crecido en el régimen del 78. Estudió cine en la ECAM de Madrid, una institución pública de élite que sería impensable sin la reforma universitaria del primer Gobierno de Felipe González. Carrasco también ha trabajado en una de las universidades públicas nacidas al calor de aquella reforma, que cimentó un sistema de becas que permitió a los hijos de las víctimas de la reconversión obtener un título académico. La producción, distribución y promoción de su documental, así como sus premios, fueron posibles también en el marco de unas políticas culturales creadas durante la transición y que han permitido a muchos autores de extracción obrera (como yo mismo) desarrollar carreras artísticas que antes solo estaban al alcance de los hijos de la oligarquía franquista.

Esto ha generado lo que algunos sociólogos llaman una sobreproducción de élites: la España democrática tiene mucha más gente formada de la que puede absorber un mercado laboral centrado en el turismo y con desempleo estructural. La frustración que esto ha causado en mi generación y en las posteriores es inmensa y, sin duda, uno de los problemas más serios a los que se enfrenta el país. Pocas cosas deberían importar más y de pocas se debate con más ligereza y menos eficacia legislativa. Pero una sociedad superpoblada de profesionales críticos capaces de articular debates y obras tan complejas como El año del descubrimiento está lejos de ser una democracia muerta o fracasada. Y si lo está, es por exceso de éxito. Hablando en términos de la generación Z, nos hemos pasado la pantalla de la democracia.

El cambio que se produjo en España entre la muerte de Franco y 1992 tiene pocos parangones. No se me ocurren otros ejemplos de tránsito de una dictadura sanguinaria nacida de una guerra civil a una democracia avanzada con vocación social en tan poco tiempo. Mirado de cerca, incluso con sus miserias, brutalidades, errores y crueldades, que las hubo en abundancia, es un cambio alucinante que nos dejó en herencia un país con el que nuestros abuelos ni siquiera soñaban. Ser consciente de ello es el primer paso para reaccionar ante las fuerzas poderosas que lo amenazan y para intervenir en aquellos aspectos más turbios y necesitados de reforma. Por eso es urgente que ignoremos el espejismo de la CT y nos concentremos en debatir los problemas reales. Como hicieron los de la generación de la transición, señorones llenos de defectos y tan enfermos de ideología como cualquier tribuno de hoy, pero que supieron analizar, parafraseando a Lenin, la realidad concreta de su tiempo, y asumieron que la democracia exige abrazar la imperfección y la derrota y no tener miedo a traicionarse en una negociación eterna.