¿Los años perdidos?
‘Los años nuevos’, la serie dirigida por Rodrigo Sorogoyen, disecciona los vaivenes de una relación de pareja mostrando los estragos de la adicción emocional y el miedo a la soledad.
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Los años nuevos, la serie de moda de la que todo el mundo habla, dirigida por el aclamado director Rodrigo Sorogoyen ha conseguido reflejar con un planteamiento original la historia de Ana y Óscar durante diez nocheviejas consecutivas diseccionando los vaivenes de una relación sentimental. No hay duda de que Sorogoyen se ha convertido en uno de los directores de nuestra generación con un estilo inconfundible, ofreciéndonos imágenes tan reales y naturales que nos permiten adentrarnos en la vida cotidiana de esta pareja, de su red de amigos y de su entorno familiar.
Una serie donde destaca el extraordinario trabajo de los actores protagonistas, Iria del Río y Francesco Carril, acompañado de una banda sonora acorde con el espacio temporal de la serie (Nacho Vegas, Rodrigo Cuevas, Pony Bravo, Silvia Pérez Cruz…) que sabe captar la atmósfera emocional de cada momento.
Hasta aquí todo bien. Entre idas y venidas, se nos muestra una radiografía melodramática de su generación (la trama se desarrolla de los 30 a los 40 tacos nada menos). Sus inquietudes, preocupaciones, desilusiones, dudas existenciales, desasosiego y todo ese halo de tristeza que tanto gusta a la audiencia porque, en definitiva, es más fácil estar en una continua tensión que da «vidilla», que afrontar con madurez y honestidad los cambios vitales y tomar decisiones.
Yo, inocente de mí, pensaba encontrarme el retrato y posterior decadencia de una relación de diez años que es cuando puede ser más comprensible, pero resulta que la relación llega al anticlímax en poco menos de dos años y el resto del tiempo son idas y venidas sin sentido que los sumerge en una espiral sin salida de desgaste psicológico e incluso físico, como bien refleja el director en esa soberbia escena final a cámara fija en una misma habitación.
Es más fácil estar en una continua tensión que da «vidilla», que afrontar con madurez y honestidad los cambios vitales y tomar decisiones
Y es en el episodio de Berlín donde estalla la crisis sentimental tras la experimentación de drogas en un club de tecno, donde hacen cola cual quinceañeros para supuestamente vivir la noche más guay de su vida, cuando empieza a surgir en mí lo que yo denomino «efecto Carlos Boyero», y todos los personajes empiezan a caerme mal: Ana porque se aburre y Óscar porque es aburrido.
Y así me debato entre dos personajes que empiezan a enervarme. Ana, por su espíritu contradictorio, porque se aburre no solo de Óscar sino de la vida en general (de sus amigas, de Madrid, de Francia, de su pareja francesa, del trabajo…). Ella misma es consciente de esa inmadurez emocional que la hace sentirse como una Peter Pan incluso en un momento vital clave como es la decisión de la maternidad, expresando que se siente en Lyon como si estuviera de Erasmus. Hay momentos en que la similitud con la protagonista de la película La peor persona del mundo se hacen inevitables.
Y Óscar, por ser buena gente eso sí, fiel a sus amigos, pero aburrido, inseguro, cómodo, conformista, desconfiado, con falta de decisión y personalidad y sin iniciativa ninguna ni siquiera para luchar por el amor de su vida (no nos queda claro si por desconfianza o porque entretiene más un amor imposible sin dar ningún paso).
Y es cuando percibo que en muchas películas y series actuales, en su afán por empoderar la figura femenina, en vez de lograr reflejar una relación de igual a igual, sana, de respeto, de admiración, de conexión intelectual y personal y de apoyo mutuo, se crea en la búsqueda de una nueva masculinidad un personaje como Óscar que acaba por no enfrentarse, poner límites y tomar las riendas de su vida, sucumbiendo a la comodidad de un gato por compañía, a las «carreritas» mañaneras para desconectar, a relaciones esporádicas y a grabar audios de sus pensamientos que se envía por WhatsApp como herramienta de autoayuda.
Así que se junta el hambre con las ganas de comer. Una pareja que folla mucho pero también discute mucho y que no posee ningún proyecto vital común. Mala combinación.
Y es cuando recuerdo a la pareja de esa gran obra maestra, Las verdes praderas (1979), de José Luis Garci. Ese matrimonio Rebolledo que sorprendentemente ¡se quiere! Y se ríen y desafían con sentido del humor los fracasos y retos de la vida, cosa que quizá le falta a esta pareja tan intensa. Porque, como dijo Michi Panero, «en esta vida se puede ser de todo, menos un coñazo». Y que con valentía derrotan las imposiciones sociales, destrozando sin temblarle el pulso ese sueño bucólico de casa de campo, reflejo de una supuesta felicidad pero que realmente concentra todas sus frustraciones vitales, y que curiosamente ejecuta su mujer, María Casanova. Inolvidable esa maravillosa escena final con la sonrisa «angelical» de ella rociando gasolina por toda la casa y la posterior admiración ensimismada de su marido ante el atrevimiento de su mujer.
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