Cultura

¿Por qué nos ponen los ‘losers’?

Sus actos no los conducen a ningún lugar, salvo al más estrepitoso de los desastres. Son depresivos, solitarios, inseguros, emocionalmente autodestructivos o con problemas de adicción. Y nos fascinan porque, a veces, los perdedores somos nosotros.

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27
marzo
2019

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El héroe, tan apuesto, tan fuerte, tan testarudo y tan del lado de la suerte. El héroe que siempre triunfa y que siempre acaba su historia con un final feliz digno de un banquete de perdices. Lo amamos porque nos recuerda que tal vez haya uno habitando en nosotros, esperando el momento preciso para manifestarse. Pero, ¿qué hay de los perdedores, los reyes de los fracasados, los parias, los náufragos vitales? ¿Acaso no sentimos por ellos una cierta compasión que nos invita a quererlos un poco más, como la madre atiende a la más débil de sus criaturas?

Sus actos no los conducen a ningún lugar, salvo al más estrepitoso de los desastres. Hay que esperar al Romanticismo, ese movimiento artístico –aún vigente– fascinado por el reverso de lo luminoso, para que merezcan nuestra atención. Aunque hubo ejemplos previos que podrían ser los precursores de ese antihéroe perdedor, como el Quijote y su épico delirio o el Lazarillo de Tormes y sus artimañas de supervivencia en medio de un mundo hostil en el que la picaresca era su arma más potente para salir adelante.

Los perdedores son los que apuntalan el sueño americano, a sabiendas de que no lo alcanzarán

El siglo XX es la tierra prometida de los infelices: borrachos, drogadictos (hasta el británico Sherlock Holmes, recuerden cómo lo reflejó en la gran pantalla el cineasta Billy Wilder: anestesiándose con opio), enfermos, suicidas, inadaptados, solitarios, neuróticos, víctimas de sí mismos. Tenemos a Gregorio Samsa, que una mañana despierta convertido en un monstruoso insecto, al complejo Raskólnikov en Crimen y castigo y a Alekséi Ivánovich –que se debate entre su adicción y el propósito de enmienda– en El jugador, a la desdichada Emma Bovary, desengañada del amor…

Además de las historias de héroes y villanos, hay toda una fenomenología del loser, que dirían los anglosajones. Mientras Charles Bukowski reflejó en su obra los excesos del fracaso que conocía de primera mano –creando al misántropo y mujeriego Henry Chinaski, protagonista, de hecho, de La senda del perdedor–, John Kennedy Toole conjuró a sus necios alrededor de Ignatius, y se suicidó por incomprendido. Vemos la desilusión y la derrota en Henry Wilt, ese hombre anodino que es el centro de toda una saga de novelas Tom Sharpe, su encadenamiento a un trabajo que detesta y que nadie valora, su ascenso eternamente postergado, su mujer enloquecida… Los perdedores son los que apuntalan el basamento del sueño americano, pese a saber que nunca alcanzarán su vértice. Pero nos fascinan.

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El mundo del cine también ha sucumbido a los encantos de los antihéroes. Cómo olvidar al tierno Charlot, el vagabundo cándido y torpe que trata una y otra vez de conseguir dinero para una muchacha ciega en apuros de la que se enamora. O a Jack Lemmon prestando su minúsculo apartamento a sus jefes para cometer infidelidades mientras se enamora de una de las amantes de sus superiores… O a él mismo alcoholizado en Días de vino y rosas. También tienen un aura de fracaso maldito los drogadictos acelerados de la británica Trainspotting, autodestructivos y en descenso irreversible a su degradación.  Y las mujeres que pueblan la película de Benito Zambrano, Solas, que aman sin ser amadas en mitad de un barrio miserable donde no tienen a nadie que las escuche, y pasan el tiempo sin aliciente vital alguno. Los comunes mortales de Ken Loach, Paul Newman buscándose la vida, aquel cowboy de medianoche cuyas trayectorias se tuercen (o estaban torcidas desde el origen) a pie de precipicio siempre… ¿Acaso no nos resultan íntegros los perdedores, más transparentes que nosotros, honestos o, al menos, menos hipócritas? ¿No dejan manifiesto el sinsentido que nos rodea tantas veces?

Hay fracasados no conscientes como Dude, en El gran Lebowski. O que, si se sabe fracasado, no le importa ni le preocupa lo más mínimo: carece de aspiraciones, su vida monótona resulta a nuestros ojos insoportable –como si la nuestra estuviera llena de aventuras y de riesgo, con nuestras hipotecas y nuestros trabajos precarios–. También tenemos perdedores con vocación de héroe, como Jimmy McNulty, el desastroso protagonista de The Wire, con su tendencia incurable al alcoholismo y bajo la sospecha y presión inexplicable de su jefe.

Más recientemente, la televisión ha alumbrado a uno de los losers más célebres de los últimos años: el arquitecto protagonista de la serie Cómo conocí a vuestra madre. Ted Mosby fracasa al intentar materializar su sueño de abrir un despacho de arquitectos y, sistemáticamente, experimenta el mismo sentimiento en el amor. Simboliza su derrota comprando una casa en ruinas, pero es incapaz de detectar el peligro allí donde la evidencia se manifiesta con luces de neón. Pero amamos a Ted, del mismo modo que él ama los poemas de Neruda o los textos de García Márquez, simplemente porque todos nos identificamos con él: ¿a quién no le han astillado el corazón, quién no ha sufrido un espejismo a punto de ser mortal en el que ha visto evaporarse sus sueños?

Hay fracasados no conscientes y otros, que saben que lo son, a los que no le importa lo más mínimo

Muchos ven en Ted Mosby al sucesor natural de Chandler Bing, ese áspero e impertinente personaje de Friends cargado de una ironía y retranca lacerantes, dispuesto cada año a arruinar a cualquiera el Día de Acción de Gracias sólo porque fue el día que escogieron sus padres para divorciarse. Detesta su trabajo de análisis estadísticos, no se le toma en serio cuando declara su amor, brega con unas relaciones afectivas que nunca termina de cuajar por su fobia al compromiso… Nos seduce su autodestrucción emocional.  Quién no se ha puesto en la piel de Travis Brickle en Taxi driver y ha sentido una irrefrenable vocación salvadora.

Todos ellos destilan cierto aura de malditismo, y el malditismo, ya se sabe, ejerce la atracción de lo fatal. No podemos evitarlo y algo en la estética del perdedor nos seduce, nos pone y nos convoca. Quizá porque, no nos engañemos: muchas veces, los losers somos nosotros.

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