Opinión

CULTURA DE LA CANCELACIÓN

Esclavos de nuestras palabras

Nadie resistiría el escrutinio de su WhatsApp, sus privados de Instagram, su historial de búsquedas en Google y sus conversaciones con ChatGTP. Pero como todo eso ha quedado registrado, puede ser usado en tu contra y hasta las palabras más inocentes, dispuestas de la manera adecuada, destrozan una reputación.

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10
febrero
2025

Nunca hemos sido más esclavos de las palabras que hoy ni menos dueños de nuestro silencio. Casi sin notarlo, como mero juego, hemos enajenado nuestra privacidad hasta puntos que no podría soñar ni el más dogmático de los comisarios del Pueblo: «La vida privada ha muerto en Rusia», dice Strelnikov en Doctor Zhivago. Pero aquello era cosa de niños comparado con esto. Nosotros hemos hecho un vaciado de nuestra vida en el foro público y ya no tenemos manejo de lo que vaya a hacerse con nuestras palabras.

El caso de la actriz Karla Sofía Gascón es el enésimo ejemplo. Da para amplísimas disertaciones sobre lo woke, el secuestro ideológico de las industrias culturales, la trampa de las identidades, el oportunismo o la gestión de la imagen pública. La actriz, que estaba rozando el Oscar, se ha topado de bruces con sus propias palabras: contra la inmigración, contra la leyenda negra, contra el islam, contra cualquier fetiche de esa izquierda que la había saludado como «la primera mujer trans» que iba a ganar el Oscar. Una serie de tuits de hace unos años han bastado para apearla de la confortable categoría de oprimida y situarla en el nutrido grupo de opresores. Karla es más facha que trans porque las dos cosas, según el manual de estilo interseccional, no son posibles.

Nada de lo que decimos es ya inocente, coyuntural o pasajero. Las palabras no se las lleva el viento y al cabo de los años pueden regresar pese a que no recuerdes haberlas lanzado o no te identifiques más con ellas. En este mundo híbrido, real y virtual, todo es rabiosamente presente y aunque Karla Sofía Gascón ya no piense lo que pensaba hace solo cuatro años –tiendo a pensar que más bien ahora le tocaba reprimir esas ideas–, importa poco: está dicho.

Nada de lo que decimos es ya inocente, coyuntural o pasajero

Casi al tiempo que se produce la hecatombe de KSG, veo en televisión que una mujer airea sus chats privados con Iker Casillas. No hay nada malo ni contra voluntad de nadie en las palabras del portero, más allá de lo garrulo del contexto. Me preocuparía que ante unas fotografías subidas de tono, la chica en cuestión esperase de Casillas una disertación sobre el concepto de lo sublime en Longinos. Recibe lo que sabe que va a recibir: «Estás buenísima». Y lo recibe con agradecimiento. Lo curioso es que eso sea material para un programa de prime time: un tipo calentando la cena. Y que se nos muestre como algo que tenemos que saber.

Nadie resistiría el escrutinio de su WhatsApp, sus privados de Instagram, su historial de búsquedas en Google y sus conversaciones con ChatGTP. Pero como todo eso ha quedado registrado, puede ser usado en tu contra y hasta las palabras más inocentes, dispuestas de la manera adecuada, destrozan una reputación.

Hoy ni siquiera somos dueños de los términos y condiciones de nuestra privacidad. Los Gen Z, particularmente, parecen haber nacido sin noción alguna de ello. En redes no es raro encontrar pantallazos de sus conversaciones privadas o incluso de los perfiles de las apps de citas de terceras personas. Los exponen sin su consentimiento, para escarnio casi siempre, claro. Saben que hasta un buenos días bien editado es motivo de cancelación y no piensan renunciar al poder de decisión sobre la vida de los otros y a la erótica del refuerzo intermitente variable.

Mucha gente cree que a más transparencia menos hipocresía, pero una casa con paredes de cristal es la peor de las cárceles. Y vivimos dentro de ella, todos. Los que defendían que «lo personal es político» han ido gustando su propio jarabe, uno a uno, hasta llegar a Errejón. Es absurdo que ahora apelen al contexto, que es lo primero que cae en combate cuando una imagen o una palabra es de dominio público. La gente no está hoy para sutilezas.  

La cuestión no es ya que seamos esclavos de nuestras palabras, que lo somos más que nunca, como digo, sino cómo reapropiarnos de nuestro silencio. Se hace difícil en una sociedad montada alrededor de la imagen pública, donde todo queda registrado. Callar, evitar las redes, no participar del foro, es un lujo, quizás el mayor de los lujos hoy día. Pero como el anonimato es casi imposible a estas alturas, habría al menos que encontrar el modo de relacionarnos de manera más sensata con nuestras palabras y las de los otros.

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