Opinión

Cultura de la cancelación

Queremos tanto a Karla

La misma industria que elevó a la actriz a los altares puso en marcha contra ella una caza de brujas despiadada que ha supuesto su muerte civil. Hoy es Karla Sofía Gascón. Mañana podríamos ser cualquiera de nosotros.

Fotografía original

Canal 22
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11
febrero
2025

Fotografía original

Canal 22

«Solamente nosotros queríamos tanto a Glenda», dice la voz del maravilloso cuento en el que Cortázar nos describe a un grupo de personas corrientes que adoran a una estrella cinematográfica. Cuando la actriz decide retirarse, emprenden un plan enloquecido: secuestran su obra para perfeccionarla y así conservarla a su medida. Un día la estrella anuncia su vuelta; resuelven entonces de común acuerdo asesinarla, por mantener inmarcesible su imagen y porque, en definitiva, les pertenece Glenda.

La industria del entretenimiento estadounidense, junto a la española y a rebufo otras igualmente infectadas, con la connivencia de las marcas patrocinadoras y azuzados por una deleznable jauría de particulares, han decidido que Karla recibirá el mismo trato final que Glenda: una ejecución silenciosa. Mediante este ajusticiamiento, muchas firmas demuestran –directivos y accionistas: hay siempre personas tras estas decisiones– que su compromiso con el bien es de cartón piedra. Están dispuestas, por el qué dirán (¿quiénes?), a enterrar una carrera e inyectar toneladas de miedo e hipocresía en nuestras sociedades supuestamente abiertas. Lo hacen excusándose en el respeto, por un prurito de humanidad, nada menos, exhibiendo una cobardía infinita y cumpliendo punto por punto el principio rector de la Susanita de Quino: «Amo a la humanidad, lo que me revienta es la gente».

Asistimos al asesinato civil del ser humano llamado Karla Sofía Gascón en vivo y en directo. Y no crea el lector que es entre llantos; más bien entre vítores. El comentario que más he leído en estos días, a propósito del linchamiento, es que «hay que hacerse responsable de lo que uno dice»; la ley del talión en versión posmoderna y hollywoodiense. La riada de la cancelación ha llegado mucho más lejos que a los campus estadounidenses y a los mentideros políticos, para colonizar innumerables mentes. ¿Cómo es posible que en 2025 haya tantos no ya dispuestos, sino deseosos de que se castigue a las personas por sus ideas? A Gascón han pasado a invisibilizarla en sus promociones y ha perdido toda posibilidad de ganar el Óscar. La editorial Dos Bigotes ha roto el contrato que firmó para publicar su libro escudándose en «su compromiso con la inclusión y la diversidad» (se ve que la inclusión no alcanza a la diversidad de ideas). Y en breve empezará a perder otros contratos, de publicidad y actorales. ¿Cómo es que hay tantos a quienes esta nueva histeria de Salem no les espanta?

¿Cómo es posible que en 2025 haya tantos no ya dispuestos, sino deseosos de que se castigue a las personas por sus ideas?

La razón, como siempre, está en el abandono de la ética. El progresivo eclipse de los principios y la compasión abre las puertas al tribalismo, que corre por nuestras venas y es un fuego que solo con civilización puede apagarse. Mientras nos vamos olvidando de la libertad –sí, hasta para ser imbécil, si tu trabajo nada tiene que ver con eso, como es el caso–, llegan las nuevas blasfemias, que decretan qué es admisible y qué no y qué es y no es violencia.  «Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa», escribe C. S. Lewis en La abolición del hombre, «Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros». Solo así se explica la actitud de Jacques Audiard, director de la cinta Emilia Pérez, que se ha apresurado a hacer leña del árbol caído, empuñando con entusiasmo el hacha para que nadie, vade retro Satanás, crea que la apoya a ella.

Descartada la ética, salta briosa al campo de juego la ideología. Hemos tenido ocasión de comprobarlo en la penúltima tropelía cometida por todo un ministerio, en este caso el de Sanidad, que se ve que no tiene nada mejor de lo que ocuparse. Aprovechaba ese ministerio unas estadísticas que dicen lo que ya sabíamos –que se suicidan más los hombres que las mujeres– y un artículo demencial para escribir en su cuenta de X: «No es la genética: es una masculinidad que empuja a asumir riesgos y ridiculiza la vulnerabilidad». A estas alturas cuesta saber si hay más ignorancia que maldad en esta tosca muestra de falacia de los dos puños («o son genes o hay masculinidad tóxica, no hay otra»); lo que es seguro es que hay gente dispuesta a llevarse por delante a quien haga falta, si con ello cumple con su agenda electoral e ideológica (valga la redundancia). Decía Edmund Burke que el dinero es el sustituto técnico de Dios; la ideología es la sustituta técnica de la verdad y el honor, añadimos nosotros.

Ahora le ha tocado a Karla, mañana podría ser a cualquiera de nosotros

Ya no hay seres humanos, rostros que, como diría Lévinas, nos obliguen al actuar decente (del latín decet, «lo debido»): ya solo hay colectivos, ingresos, trincheras, agendas. Ahora le ha tocado a Karla, mañana podría ser a cualquiera de nosotros. Esta asquerosa persecución es enormemente destructiva para la democracia. Es civilmente irrespirable una sociedad en la que no se puede pensar lo que uno quiera, por descaminado que nos resulte, sin que se nos hostigue por ello. Es imprescindible, para poder mirarnos a la cara, entender que el trabajo de una persona no debe verse afectado por sus juicios particulares, aunque se compartan en redes sociales. A no ser que opinar sea precisamente su oficio, tenemos que separar a los profesionales de las personas cuando no trabajan para sus empresas.

«De golpe los errores, las carencias, se nos volvieron insoportables», nos cuenta Cortázar del siniestro grupo de seguidores de Glenda. ¿Por qué nos parece bien que una actriz no pueda tener juicios personales? Nadie, me parece, querrá castigar al carpintero o la camarera por lo que evacúa desde su perfil de X (aunque todo se andará, visto lo visto). ¿Por qué entonces quien eligió el oficio de actuar no puede tener prejuicios contra el islam u otras etnias? ¿Esta igualdad de trato no nos importa? Hay un juicio para las acciones, pero no debería haberlo para el pensamiento, ni para su expresión, al menos si queremos conservar un modo de convivencia incruento. ¿No se dan cuenta los de las antorchas que un día tal vez cambiarán las tornas y serán otros quienes, aceptada la insensata regla, los perseguirán a ellos por sus ideas, por más que las consideren «correctas»?

La gala de los Goya 2025 discurrió entre hashtags de #freePalestina y soflamas de todo pelo menos estéticas –qué poco caso se le hace a Ricky Gervais: «Si ganáis un premio esta noche no lo uséis como plataforma para dar un discurso político. No sois quién para dar lecciones a la gente»–, aunque algunas tímidas declaraciones hubo, calculadamente genéricas. El consenso tácito fue que no se puede ser trans y tener fobias inadmisibles: te espera la hoguera. Pese a ser la única persona nominada a los Oscar –circunstancia poco habitual entre artistas españoles–, nadie pronunció el nombre de Karla, aunque todos sabían por qué no los acompañaba. Uno creía que los artistas estaban entre los profesionales más valientes, pero está claro que se equivocaba.

Dice el narrador de Cortázar: «Queríamos tanto a Glenda que le ofrecíamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir admirándola sin mengua». Porque de eso se trató siempre en cuanto a Karla: a la industria y los anunciantes todo les importaba, salvo ella. La encumbraron como símbolo, a sabiendas de que su actuación es mediocre –la película es disparatada–, porque no era cuestión de arte, se trataba de usarla. Venía bien a quienes pagaban por adoptar «una liviandad de ángeles», como escribe Cortázar; cada euro y cada dólar que pensaban poner o han puesto tenía por fin abanderarse. Tras comprobar que su producto venía con un defecto ideológico (traición máxima), se apresuraron a desecharla.

Capítulo aparte para los periodistas. Una tal Sarah Hagi, con sede en Canadá, se dedicó a hurgar en los tuits pasados de la defenestrada. Por lo que sea, consideró que había una historia en que una actriz tenga opiniones personales lamentables; pero no es «por lo que sea», sino porque ha sido entrenada en la basura ideológica que lleva a exigir probidad política a los artistas. Cuando se la culpa de iniciar el linchamiento se defiende: «Es ridículo. Soy una persona normal. La idea de que un estudio me elegiría a mí, alguien que ni siquiera tiene TikTok, es hilarante». Aquí es donde nos damos cuenta de que apostar por un periodismo «independiente» (más bien «de individuos») en la era de internet y las redes sociales produce que la ética profesional se volatilice.

Consiste la ética en esencia en defender al más vulnerable, que no es en esta ocasión ningún colectivo, sino alguien de carne y hueso

Además de empeorarnos a todos, no debemos olvidar la principal consecuencia de este aquelarre: la vida del ser humano llamado Karla Sofía. No hace falta tener un máster en psicología para entender lo peligroso que es elevar a los altares a una persona profundamente emocional que atesora una compleja biografía para sacrificarla después cual azteca al que se le arranca el corazón en honor al dios Xipe, su cuerpo empujado para que se despeñe. A ver si alguien en la partida de caza, entre industria, anunciantes y particulares, es capaz de poner algo de cordura y recular tras entender en lo que participa. Consiste la ética en esencia en defender al más vulnerable, que no es en esta ocasión ningún colectivo, sino alguien de carne y hueso. A ver si es posible no ver que se materializan las últimas palabras del cuento, aterradoras: «No se baja vivo de una cruz».

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