«Lo peor que le puede pasar a la democracia es pensar que ya está conquistada»
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COLABORA2019
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Adela Cortina (Valencia, 1947) es filósofa, catedrática emérita y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y tiene en su haber más de medio centenar de libros sobre la teoría de la ética. Un grupo de intelectuales de su entorno acaba de publicar ‘Ética y filosofía política. Homenaje a Adela Cortina‘, en honor a su papel como defensora infatigable de los valores humanistas y democráticos. Uno de ellos es el filósofo y pedagogo José Antonio Marina, quien la entrevistó en la Fundación Juan March ante una reducida audiencia. Estos dos pensadores de referencia son miembros del consejo editorial de Ethic.
Hace ya casi medio siglo, cuando supe de ti, me di cuenta de que, entre todos los autores españoles, la única que entendía de ética eras tú. Aún recuerdo una frase que te leí: «Sigo creyendo que son los pensamientos fuertes los que permiten a la filosofía ejercer su tarea, porque nos pertrechan de un criterio racional para la crítica».
Si no fuera casi un insulto, te diría que eres un caballero. Pero en España ya teníamos filósofos estudiosos de la ética maravillosos, como, por ejemplo, Aranguren, Zubiri, Ortega… Dicho esto, como bien expresaba Darwin, lo más valioso que tenemos los seres humanos es el sentido moral. Y por extensión, el comportamiento ético.
¿Y por qué se te ocurrió estudiar ética? Siempre ha sido la rama pobre de la filosofía.
Cuando terminé la carrera, en la Universidad de Valencia, me encontré con una situación bastante peculiar. Me había generado el interés un profesor de Filosofía Griega; creo que fue el mejor que tuve, y no era catedrático. Esto era antes de la Constitución de 1978. Los estudios de los márgenes de la ética y la filosofía estaban dominados, por una parte, por los positivistas de estricta observancia, que decían que la única racionalidad posible era la científica. Por otra parte, estaban los marxistas fundamentalistas, que asociaban todo lo que se saliera de sus fundamentos con la pequeña burguesía. Y por otra, los escolásticos de manual, que, por supuesto, no habían leído la obra de los clásicos, y estaban encerrados en sus manuales. Era un ambiente poco prometedor para la ética. Era el paso de una sociedad franquista a una democrática, y eso produjo una situación de gran interrogante: ¿qué pasaría en el cambio de la transición democrática a una sociedad en la que la ética preponderante no iba a ser la que imponía el nacionalcatolicismo, sino una ética común? Y ahí pensé que había que ensuciarse las manos, pasar de la filosofía primera a la ética y buscar una común a todos los españoles. Y dejarnos de teorías kantianas, aunque había que tratar de darle un respaldo filosófico.
Y fuiste a Alemania a buscarlo.
Sí, el año de las primeras elecciones democráticas, en 1977. Fui a Múnich buscando una fundamentación de la ética que fuera propia de nuestro tiempo. Allí descubrí el libro La transformación de la filosofía, y también estaba boyante la posición de Habermas. Me pareció algo muy valioso, porque esa fundamentación tenía una parte de la filosofía kantiana, pero por otra, toda la riqueza del momento actual. Era Kant, puesto en diálogo, pasado de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje. Me pareció una fundamentación tremendamente rigurosa y oportuna. También hoy.
¿Me la puedes resumir en un tuit?
No creo, pero intentaré ser breve. Cuando nos preguntamos si una norma es justa, la filosofía nos proporciona un procedimiento, que es un diálogo de los afectados por la norma, estén en el lado que estén, de tal forma que se llega a un acuerdo sobre si es justa, siempre que favorezca los intereses generales.
Hablas de diálogo, y oyéndote, se presupone que esos afectados deberían ser unas buenísimas personas, dispuestos a entenderse por encima de todo. ¿Crees que el diálogo solucionaría el problema que tenemos en Cataluña?
«Es muy difícil alegrarse por otros en este país de envidiosos»
Desde nuestra ética, el sentido de la argumentación es tratar de llegar a un acuerdo entre los afectados. La situación de Cataluña es fáctica, porque en los diálogos cotidianos no hay las condiciones necesarias ni están todos los afectados. Pero la filosofía debe presuponer una situación contrafáctica en la que pudiéramos hablar todos en condiciones de racionalidad y estuviéramos preocupados por los intereses universales, y así llegaríamos al acuerdo de lo que es justo. El problema es que eso no ocurre en la vida cotidiana. Y si no se da esa situación contrafáctica, pierden sentido nuestros diálogos y nuestras argumentaciones.
En un tiempo en que Trump habla de las ‘fake news’, tiene tanta relevancia la posverdad y entran en juego realidades alternativas, ¿no será que cada uno habla de su realidad y por eso no encuentra puntos en común?
Ahora se habla mucho de la posverdad, de que todo está permitido, pero la gente siempre llega a un punto en que defiende lo mismo, y lo hace incondicionadamente. Las mismas gentes pueden defender el discurso feminista, el animalista, o el que sea, pero todos los grupos de opinión llegan a un punto en que coinciden, por el que no pasan, y en el que dicen: «Eso es impresentable, eso no puede ser». Mientras eso siga ocurriendo, creo que nuestro mundo es mucho más sólido de lo que piensan algunos. Seguimos necesitando el momento del pensamiento común incondicional. La ética mínima, al existir unos valores comunes, supone que en una sociedad española tan plural, para construir, para avanzar, tenemos que compartir unos mínimos principios de justicia. Y ahí hay que entrar en la distinción entre lo justo y lo bueno, que es muy útil y fecundo para nuestra sociedad. Lo «justo» es algo que se exige, lo «bueno» es algo a lo que se invita. Como la felicidad: nunca podrás exigirla, es una decisión personal. Una afirmación de justicia, en cambio, se pretende que sea para todos. Y tener unos mínimos de justicia es lo que logra que no quedemos por debajo de unos mínimos de humanidad.
¿Y los tenemos en España?
Ya sé que hoy, en nuestro país, es muy difícil creer que compartimos esos mínimos de justicia. Y eso es lo que me hace preguntarme si somos una sociedad pluralista. Porque una sociedad así es la que admite una ética de máximos, en la que entraría la felicidad, y aceptar que cada cual la interpreta a su manera, y otra de mínimos, la que todos deberían compartir, que tiene que ver con la defensa de la libertad frente a esclavitud, de la igualdad frente a la desigualdad, de la solidaridad frente a la insolidaridad, del diálogo frente a la imposición y, por supuesto, del respeto activo a posiciones ajenas. Esa es una ética mínima, de justicia.
Cuando propones que todos los afectados dialoguen e intervengan, estás hablando de una democracia directa.
No, en absoluto. La democracia directa funcionó muy bien en Grecia, pero hoy sería impensable. No solo por la gran cantidad de personas que somos (sería casi imposible darnos voz a todos), sino porque el mundo se ha complicado enormemente. Y la gente no puede estar dedicándose a ir a mil asambleas a discutir de todo. Cada cual tiene que dedicarse a lo suyo, unos a ser profesores, otros médicos, otros albañiles, o lo que quieran ser, porque eso también es importante para la sociedad. No creo, por tanto, que sea posible hoy una democracia directa, ni siquiera es deseable. Pero sí una democracia que aumente el nivel de deliberación y participación en distintos niveles, y creo que se está haciendo hoy, en parte. Por ejemplo, hay un auge de la ética en la empresa. El presupuesto participativo cada vez se tiene más en cuenta en algunos ámbitos.
Ideológicamente, cada vez es todo más confuso. El socialismo, por ejemplo, partía de valores clásicos del liberalismo, y ahora tiene que darle un contenido social a una idea que parte de la libertad individual. Un individualismo social, que es una contradicción. ¿Crees que el socialismo actual está buscando, como decía Kant, su orientación en el mundo?
No me atrevo a pontificar sobre esto, pero sí que creo que el socialismo actual tiene una estructura teórica clara. Y además, la tiene servida en bandeja. España, al fin y al cabo, es un Estado democrático, social y de derecho. Esto quiere decir que los ciudadanos deben tener protegidos sus derechos de primera y segunda generación. Esto es: los típicos liberales, que son la libertad de expresión, de asociación, de reunión y de conciencia. El socialismo no duda en aceptarlos. Y, por otra parte, tenemos que respetar también los derechos económicos, sociales y culturales. Eso es la socialdemocracia.
Pero en la misma Constitución, los derechos, digamos, sociales, están incluidos como principios reguladores, pero no exigibles. Por ejemplo, la vivienda. ¿No te parece que hay un desequilibrio entre los derechos?
«Dignidad es algo muy sencillo: humanizar»
No estoy del todo de acuerdo. Yo creo que el derecho a la educación, que es exigible, es un derecho claramente social. También el derecho a la sanidad. En cuanto a los otros, algo que es regulador ya tiene mucha fuerza. Igual que una declaración de derechos humanos. Es una forma de comprometerse. En ese sentido, insisto, creo que la socialdemocracia tiene un fundamento teórico muy serio. Otra cosa es que, en un mundo globalizado, en el que los Estados cada vez tiene menos posibilidades de actuación, sea complicado llevarlo a cabo. En cualquier caso, creo que el corazón de la Unión Europea es un corazón socialdemócrata. Promueve la economía social de mercado, una posición radicalmente diferente a la de Estados Unidos, por ejemplo. Y no digamos China. Y hablamos de dos potencias preponderantes. Por eso creo que a la Unión Europea hay que defenderla de todos modos, porque es la que tiene en cuenta que hay una cantidad de derechos que no pueden quedar en manos del mercado.
Hay un auge preocupante de las «democracias no liberales». El problema de una democracia como la de Trump no es que no lo sea, sino que ha roto una especie de regla de contención: no se saltan la ley, sino que llegan hasta sus extremos. En el caso de Estados Unidos, un presidente incluso puede amnistiar sus propios delitos. Pero nunca se ha concebido en la historia de ese país, y ahora sí existe cierta convicción de que Trump sería capaz de hacerlo. ¿Crees que la democracia no liberal puede estallar también en España?
Yo creo que el principal problema de la política, y no solo la española, sino mundial, es la recesión democrática. Lo peor que le puede pasar a la democracia es que creamos que está conquistada, porque no lo está. Hay un retroceso clarísimo en prácticamente todos los países. Tanto los demócratas tradicionales, que pierden fuerza en cuanto a libertades, como los que estaban a punto de alcanzarla, y no lo han hecho. Hay una batalla dentro de las democracias mismas, que las pone en duda. Pero, en principio, nadie propone una alternativa.
Hubo en España una asignatura, Educación para la Ciudadanía, que educaba en las bases éticas de los derechos fundamentales de todo nuestro sistema político. Pero duró poco. ¿No deberíamos empezar por ahí?
Sí creo que debería educarse en todos esos temas, pero creo que debería haber una asignatura de Ética en la Educación Secundaria Obligatoria. Yo defendí la Educación para la Ciudadanía en su momento, pero no me parecía la solución más idónea, porque, ojo, la ciudadanía puede ser de muchos tipos. Lo que hay que enseñar es una ética cívica común a todos. Que se centre en el diálogo y que fundamente los derechos humanos.
Tal vez, y volvemos al diálogo, habría que potenciar una cultura de la comprensión. Hume, el empirista, decía: «Es normal que un individuo dé más importancia a su dolor de muelas que a millones de personas que pierden la vida cada día».
La comprensión contempla el reconocimiento del otro, y debe tener dos claves: el reconocimiento de la dignidad, y el de la vulnerabilidad, porque todos necesitamos de los otros. Y la compasión tiene aquí una enorme fuerza. Es un sentimiento muy malinterpretado, porque se toma como lo que siente alguien en una buena posición cuando ve a alguien que está peor que él. Para mí es la capacidad de compadecer con la alegría y la tristeza por igual. Pero es muy difícil alegrarse por otros en este país de envidiosos.
Y esto nos lleva a la inmigración. La comprensión no vive su mejor momento.
Es terrible. Dejamos a la gente morir en el mar, en los campos de refugiados, y lo hacemos tranquilamente, porque no somos capaces de hacer otra cosa.
¿Y dónde queda la dignidad?
La dignidad es un concepto que aplicamos, erróneamente, solo a algunos que tienen unas determinadas características. Inventé la palabra «aporofobia», y no es una genialidad, sino algo obvio: porque sí que existía el rechazo al pobre, pero no tenía una palabra para definirlo. Dignidad debería ser empoderar a toda esa gente, que tiene planes de vida, para que puedan llevarlos a cabo. Dignidad es algo muy sencillo: humanizar.
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