Manuel Marchena
La justicia amenazada
«La suspicacia acerca de la capacidad de injerencia del poder ejecutivo en la administración de justicia no es, desde luego, cuestión novedosa», señala Manuel Marchena en ‘La justicia amenazada’ (Espasa, 2025).
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La insatisfacción por el funcionamiento de la administración de justicia no es de ahora. En el año 1890, veinte años después de la aprobación de la primera Ley Orgánica del Poder Judicial, un sociólogo regeneracionista, Lucas Mallada, en el libro titulado Los males de la patria, proclamaba con su particular pesimismo: «… el odio, y cuando no odio prevención, y cuando no prevención reparo, y cuando no reparo asco a la administración de justicia han sido, son y serán proverbiales en el país».
Es seguro que tan demoledor diagnóstico no se corresponde con la percepción ciudadana acerca del trabajo que hoy en día llevan a cabo los jueces y fiscales. Sin embargo, la controversia que de forma recurrente acompaña a algunas decisiones judiciales o actuaciones del fiscal general del Estado vuelve a activar el escepticismo colectivo sobre la independencia de los tribunales.
Algunas imágenes que acompañan a las noticias sobre la exigencia de responsabilidades penales a un fiscal general del Estado, con independencia de cuál pueda ser el desenlace del procedimiento abierto, refuerzan la sensación de crisis institucional y alientan la idea de que algo tiene que cambiar.
«¿La Fiscalía de quién depende? (…) Pues ya está…». Esta frase, pronunciada por el presidente del Gobierno en respuesta a una pregunta formulada en una entrevista radiofónica, ha reactivado la polémica. El eco de estas palabras se hace presente cada vez que la opinión pública intuye que una decisión del fiscal general del Estado, alejada de la intuición ciudadana de imparcialidad, pudiera estar inspirada por el vínculo de dependencia que impone la gratitud por el nombramiento.
La suspicacia acerca de la capacidad de injerencia del poder ejecutivo en la administración de justicia no es, desde luego, cuestión novedosa. De hecho, las críticas de la ciudadanía frente a actuaciones del fiscal en procedimientos penales que interesan al Gobierno parecen formar parte de la naturaleza de las cosas.
La controversia frente a las decisiones judiciales puede activar el escepticismo sobre la independencia de los tribunales
No es de extrañar, pues, que esa generalizada desconfianza haya llevado a etiquetar al Ministerio Fiscal con calificativos que subrayan su histórica proximidad con el Gobierno que lo designa. Se ha dicho que el fiscal es lo más parecido a un «apéndice del Ejecutivo en la administración de justicia», al «ojo del Gobierno en el proceso penal» o a «una especie de máquina gubernativa destinada a ejercer presión sobre jueces y tribunales, a perseguir a los enemigos de los poderes constituidos y aun de los Gobiernos con arbitrarias acusaciones e injustos procedimientos».
La frase que da título a este capítulo, más allá de las derivadas políticas que ha provocado, es la mejor muestra de una concepción gubernamental que degrada el papel del fiscal general del Estado al de un órgano subordinado, obligadamente dispuesto a acatar la voluntad de aquel a quien debe su nombramiento. Pero esa forma de entender el papel institucional de la Fiscalía no afloró por primera vez en el marco de una entrevista radiofónica relativamente reciente. Es seguro que buena parte de los dirigentes políticos —si no todos— que han asumido res- ponsabilidades de Gobierno a lo largo de los años de vigencia de la Constitución de 1978 han compartido esa visión, aunque nunca llegaran a exteriorizarla en una entrevista.
Un salto hacia atrás en el tiempo nos permite comprobar incluso cómo líderes gubernamentales de otra época también cayeron en la tentación de ver en el Ministerio Fiscal un órgano manejable a su antojo. En efecto, en el año 1871, el diario satírico Gil Blas, bajo el sugerente título de «El Poder caído» se expresaba en los siguientes términos: «Hace días que no se habla de otra cosa que el violento matrimonio entre el hasta ahora llamado poder judicial y el viciosamente llamado Gobierno de la Nación». Añadía el cronista:
«… el caso ha sido graciosísimo. El fiscal del Tribunal Supremo, el anciano D. Eugenio Díez, ha dirigido una circular a los fiscales de las Audiencias diciéndoles que la misión de los funcionarios es aplicar la ley, y nada más. Y un señor que se llama Colmenares, y que parece ser ministro, ha escrito un preámbulo de decreto diciéndole a D. Amadeo que la misión de los tribunales es obedecer al Gobierno. D. Eugenio Díez ha dicho que la moral pública es el Código, y el ministro dice que la moral es lo que él diga».
Este texto es un fragmento de ‘La justicia amenazada’ (Espasa, 2025), de Manuel Marchena.
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