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'El odio'

«En mi casa mando yo»

Si ustedes leen ‘El odio’ se quedarán con la copla de que Bretón fue un padre abnegado, entregado a dar biberones a sus hijos.

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01
abril
2025

Cuando Manuel Casteleiro vomitó en Los héroes del Alcázar que quienes resistieron al asedio de las tropas republicanas en la fortaleza de Toledo formaban parte de la «Cruzada Española» que salvó al país de una «revolución marxista», «héroes» de un acto «inevitable» y «necesario», y lo tildó de «epopeya», el Museo del Ejército anuló la presentación del libro. El texto se publicó y, de hecho, hoy puede adquirirse fácilmente de segunda mano en plataformas, pero hubo partidos políticos que recordaron que hacer apología del franquismo, la sublevación militar o la Guerra Civil entra en conflicto con la Ley de Memoria Histórica. Pero ahí está el libro. La libertad de expresión es un derecho protegido por la Constitución que prohíbe cualquier tipo de censura previa. Sin embargo, nuestra Carta Magna también recuerda que esas libertades tienen su límite en otros derechos que, de igual forma, también están amparados en ese mismo texto: al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la infancia.

Cuando Luisgé Martín llegó con el planteamiento y los folios de El odio bajo el brazo a la editorial Anagrama alguien debería haber dicho «no». Y no porque no se deba escribir sobre un asesino maltratador como José Bretón, no porque no se deba mirar frente a frente al mal. Ni siquiera por darle voz. El problema no es el «qué» sino el «cómo» y el «para qué».

Sobre la mente criminal se ha publicado mucho. Lean a Andrés Sotoca o a Vicente Garrido, sin ir más lejos, que tienen varias obras de investigación en las que abordan qué hay en la cabeza de un asesino. Es más, desde el siglo XIX, Cesare Lombroso, considerado padre de la criminología, ya se adentró en los motivos (físicos y biológicos) que pueden llevar a un hombre a cometer los más sangrientos delitos.

La literatura, no solo científica, ya lo ha hecho antes y muchas veces, pero citar a Truman Capote, Emmanuel Carrère o Ivan Jablonka es tan tramposo como injusto y desacertado.

Luisgé Martín decidió escribir El odio por la fascinación que le produjo José Bretón. En sus páginas intenta justificar que solo hablara con él para armar la obra porque hacerlo con abogados, psiquiatras, entorno familiar del asesino o de sus víctimas le parecía «distractivo», especialmente Ruth Ortiz, madre de los pequeños asesinados por Bretón. Obviar la visión de Ruth es solo la primera de las tachas de este libro. Marginar a Ruth es ofrecer un retrato amputado de un asesino que actuó como actuó movido exclusivamente por hacer el mal a la mujer que decidió decirle «se acabó». Porque como le repite Bretón al autor, «en la calle soy un mierda, pero en mi casa mando yo».

Si algo es este libro, a lo largo de sus 184 páginas, es un blanqueamiento del machismo y de la violencia vicaria. Miren, no hay más que escuchar o leer los comentarios que se hacen en la barra de bar ante un crimen machista cualquiera. Están quienes se indignan y están los que buscan la justificación para la actuación del asesino: se le nubló la razón, es víctima de una infancia ingrata o de una familia desestructurada. En otras palabras, está quien empatiza con la víctima y quien empatiza (o quiere hacerlo) con el asesino. Porque una cosa es preguntarse legítimamente cómo alguien puede acabar con la vida de su pareja o sus propios hijos, y otra muy distinta decir, como dice Luisgé de Bretón, que es un hombre «desamparado», víctima de sus propios impulsos y de su «instinto depredador». Matarlos fue una «necesidad ingobernable» para Bretón, según este libro.

Una cosa es preguntarse cómo alguien puede acabar con la vida de su pareja o sus propios hijos, y otra muy distinta decir que es un hombre víctima de sus propios impulsos

Si una no hubiera escuchado a Ruth Ortiz durante el juicio por el asesinato de sus hijos, no sabría que ante el juez contó cómo José Bretón no quería tener descendencia. Cuando se quedó embarazada de la pequeña Ruth, su marido se agarró un buen cabreo cuando supo el sexo del bebé. Los hijos, se encargó de advertirle a su mujer, serían «responsabilidad» de ella ya que él «no quería saber nada». Si, en cambio, ustedes leen únicamente El odio, se quedarán con la copla de que Bretón fue un padre abnegado, entregado a dar biberones a sus hijos, a despertarse de madrugada para calmar los desvelos de los pequeños. Un padre, como mucho, severo (consecuencia, claro, de la educación recibida, por cierto) que ni siquiera recuerda las últimas palabras de sus hijos. Un hombre que luchó a capa y espada por su matrimonio frente a una mujer cerrada en banda e influenciada por su madre y por su psiquiatra.

En una de sus conversaciones, el escritor le pregunta a José Bretón por qué no mató a Ruth Ortiz si lo que buscaba era, efectivamente, vengarse de ella por poner fin al matrimonio. La respuesta «no se mata a una mujer», sacada de cualquier manual del perfecto machista, no sorprende tanto como que no haya puntualización alguna del autor. ¿No era acaso la pequeña Ruth una mujer también?

Pero este libro es, también, un panfleto cruel. Y es aquí cuando creo que una editorial seria debería haberse bajado del proyecto. Hasta en tres ocasiones Luisgé Martín incide en lo que podría haber cambiado el desenlace de la historia. Lo que habría conseguido parar el plan asesino de Bretón es… Ruth Ortiz. Eso es a lo que apunta el autor que, sin pudor, viene a decir que la madre de los niños podría haber apagado la «bomba exterminadora» del asesino «telefoneándole a tiempo y mostrando al menos una suave ilusión de apaciguamiento». Una Ruth, insiste Luisgé Martín, que no detuvo «la cuenta atrás». Es decir, la vida de los pequeños estaba en manos de Ruth, no de su padre (el que compró los bidones de gasolina, el que se hizo con somníferos, el que urdió un plan minucioso para quemarlos hasta hacerlos desaparecer en Las Quemadillas).

No todo lo encuadernado es literatura. Cabe preguntarse por qué Anagrama se pliega a este texto. Por qué lo ha elegido para promocionar un discurso tan machista como vomitivo. Cuáles son sus parámetros para imprimir esta historia (en estos términos) y no otra.

Cabe preguntarse si todos aquellos que se apoyan en la libertad de expresión para aplaudir la publicación de este libro celebrarán también la tonelada de minutos de televisión que la revelación de Bretón (la confesión de que mató a sus hijos y cómo lo hizo) va a traer consigo. Si han pensado en todo lo que eso supone para víctima superviviente, Ruth Ortiz. Si lo que facturen Luisgé Martín y Anagrama compensa.

Se pregunta el escritor cuántas veces habrá deseado estar muerta Ruth Ortiz. ¿Se cuestiona si por culpa de este libro también?

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