Derechos Humanos
Violencia vicaria: el largo camino hacia la protección
En los rincones más oscuros de la violencia de género, la violencia vicaria emerge como una sombra devastadora sobre madres e hijos. Entre el silencio y la invisibilidad, esta forma de maltrato deja tragedias y huellas profundas, exigiendo urgentemente mayor reconocimiento y protección a las víctimas.
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Aquello que no se observa, no se mide y no se nombra, parece no existir. Identificar fenómenos, investigarlos y digerirlos como sociedad nos ayuda a avanzar. Sin embargo, a veces el camino que va desde el reconocimiento de una problemática hasta la puesta en marcha de soluciones efectivas puede ser largo y tortuoso para los afectados, para quienes ese problema se convierte en el centro de sus vidas, a menudo devorándolo todo.
Algo similar sucede con la violencia vicaria, término acuñado en 2012 por la psicóloga y perita forense Sonia Vaccaro para referirse a aquella violencia «que se desplaza sobre una persona (hijos e hijas de manera preferente) para ir contra otra (la mujer)». Años después este concepto empezó a ser más conocido en España tras varios casos mediáticos. Según palabras de la propia Vaccaro para Ethic, el proceso ha sido similar al de la violencia de género: «Al principio solo se entendía aquella de naturaleza física, pero con el tiempo se comprendió que había otros tipos, como la psicológica, el maltrato simbólico… y entre ellos está la violencia vicaria». Desde la asociación de víctimas MAMI, perciben que las mujeres «van poniéndole nombre e identificando más lo que les sucede», comenta su presidenta, Rosalía González.
La violencia vicaria es enmarcada por los investigadores como violencia de género, en el sentido de que se dirige contra la mujer y de forma indirecta sobre los hijos. Esto no quiere decir que no existan madres que maltratan y matan a menores; se producen filicidios y neonaticidios por parte de las madres en una proporción importante. Según un estudio reciente, la mayoría de las mujeres que cometieron estos crímenes se encontraban en «circunstancias psicológicas, sociales y personales complejas» y, además, «solían arrepentirse del acto y lamentaban no haber pedido ayuda a la familia y a los profesionales sanitarios». ¿Hay algún caso de filicidio llevado a cabo por una mujer por venganza contra su expareja? Quizá lo haya, pero es importante resaltar que no se ha podido identificar un patrón social vinculado a ello, como sí ocurre con la violencia vicaria que ejercen los hombres contra las mujeres.
Pero, ¿qué sucede en los espacios privados de las familias donde se produce violencia vicaria? ¿Cuáles son las dinámicas? ¿Cómo es el perfil de los agresores y las víctimas? ¿Cuáles son las raíces de este problema y qué podemos hacer al respecto?
Los hijos se convierten en meros objetos, instrumentos para infligir daño a la mujer
Aunque normalmente lo que capta la atención de los titulares de los medios de comunicación son los casos de violencia vicaria extrema –es decir, el asesinato de hijos e hijas para dañar de manera irreversible a la madre, que ya se ha cobrado 57 víctimas mortales (datos de abril) en España desde 2013–, la realidad es que lo más común es la violencia vicaria habitual o cotidiana. Esta se vale de diversas estrategias, como la violencia física contra la madre o los menores, la violencia sexual contra la mujer, la manipulación psicológica, el descrédito y la degradación de la figura de la madre, la retirada de la ayuda económica, la denegación de autorización paterna para algún tratamiento que precise el menor, así como la desatención de los hijos o su puesta en peligro, la intimidación, las amenazas con quitar la custodia de los menores o que no los vuelva a ver, y un largo etcétera.
El objetivo común de estas maniobras «es someter a las mujeres porque se creen en el derecho, legitimados para hacerlo», explica a Ethic Bárbara Zorrilla, psicóloga especializada en violencia de género. «Muchas mujeres piensan que [la violencia machista que sufren] va a desaparecer tras poner fin a su relación, pero cuando hay hijos de por medio, se encuentran con que no solo no termina, sino que empieza a adoptar formas muchísimo más graves», añade. Y es que, como bien explica Vaccaro en su libro Violencia Vicaria. Golpear donde más duele, en el centro se encuentra el mantenimiento de «las relaciones de poder, control y sometimiento» por parte del agresor tras la separación, convirtiendo a los hijos en meros objetos, instrumentos para infligir daño a la mujer. De hecho, una de las tareas que se llevan a cabo desde las asociaciones de víctimas es trabajar en el «sentimiento de culpa de las madres» y «que entiendan que sus hijos/as son armas» que «su maltratador va a usar», enfatiza González.
¿Existe un perfil del agresor?
Es inevitable preguntarse cuál es el perfil del agresor y de la víctima de la violencia vicaria cotidiana, y la respuesta es muy corta: «No existe», subraya Zorrilla. De lo que sí tenemos ciertos datos, gracias al estudio Violencia Vicaria: Un golpe irreversible contra las madres, centrado en España, es de las características del hombre que ejerce violencia vicaria extrema y que termina cometiendo el asesinato de los menores. Este estudio arroja la radiografía de un agresor de entre 30 y 50 años; en el 68% de los casos de nacionalidad española; con una representatividad variada de todos los niveles educativos; con una cifra de empleados y desempleados bastante similar; la mayoría de ellos están separados/divorciados de su pareja o en proceso de separación; en el 82% de los casos, el autor del crimen es el padre biológico de las víctimas y la mayoría no muestra consumo de alcohol/drogas ni psicopatología mental, aunque puede darse en algunos casos, lo que agrava el riesgo. El 74% de ellos habían ejercido violencia de género previa contra la madre de los niños/as.
De todas formas, en el marco de la violencia vicaria extrema siguen faltando investigaciones y evidencia empírica sobre, por ejemplo, la conducta de los agresores tras el asesinato, ya que un 48% de ellos se quita la vida o lo intenta. «Según la mayoría de los profesionales, esta conducta tiene un enorme rechazo social y los autores son incapaces de asumir las consecuencias. No tiene que ver con el arrepentimiento, sino con esta sanción social», comenta Bárbara Zorrilla. Desde su punto de vista, existen además rasgos comunes en los maltratadores, como la baja tolerancia a la frustración y, a veces, un déficit en el control de impulsos, lo que influye en su comportamiento. «Al final, los hombres que se relacionan desde aquí tienen una personalidad y una manera de entender el mundo donde la mujer es su centro. Son tremendamente dependientes, aunque no lo parezcan, y buscan establecer en sus víctimas esa misma dependencia para tener más control y dominio. Necesitan sentir ese poder, y cuando la víctima desaparece, también lo hace ese poder y su sentido vital».
En el 74% de los casos de violencia vicaria, el agresor había ejercido violencia de género previa contra la madre de los niños/as
Vaccaro habla de la falta de arrepentimiento, empatía e inexistencia de un verdadero vínculo paternofilial. Según ella, el asesino no comete suicidio, entendido como una entidad clínica que implica sufrimiento previo, sino que la psicóloga y perita forense utiliza el mito griego de Narciso para explicar el egocentrismo y narcisismo de este tipo de hombres. «Matar es la ostentación de su poder, una forma de mostrar que ellos deciden sobre la vida y la muerte» de su prole, que consideran de su propiedad, y «evitarán dar respuestas y explicaciones sobre sus actos».
Estas reflexiones de Vaccaro conectan con las raíces de la violencia vicaria, que, según esta autora, se encuentran en el modelo de familia romana, donde la figura del pater familias tenía la absoluta potestad sobre su mujer e hijos, considerados objetos y no sujetos. De esos barros vendrían estos lodos, de estructuras familiares patriarcales y arcaicas donde los hombres que cometen violencia vicaria «asocian la familia a su masculinidad, ponderada y considerada como un logro de poder», una conclusión similar a la que llega esta investigación llevada a cabo en Reino Unido.
Protección para las víctimas
Al otro lado de este oscuro rincón de las herencias históricas y la psique humana están las víctimas y una sociedad que, aunque avanza en su protección, sigue sin estar a la altura. Con la violencia extrema «ya no hay nada que hacer, refleja el fracaso del sistema», se lamenta Vaccaro en nuestra conversación. Según el informe Violencia Vicaria: Un golpe irreversible contra las madres, la mayoría de los menores asesinados tenían entre 0 y 5 años. Además, el 18% de ellos rechazaba la figura del padre agresor, y el 96% nunca había recibido una evaluación profesional psicológica o de servicios sociales sobre su situación. Aunque en el 20% de los casos se había alertado previamente a las autoridades sobre el peligro, ninguna de las víctimas tenía una orden de protección activa.
Aunque en el 20% de los casos se había alertado previamente a las autoridades sobre el peligro, ninguna de las víctimas tenía una orden de protección activa
El impacto psicológico de la violencia vicaria cotidiana en los y las menores que sufren esta instrumentalización es demoledor, como cabría esperar. Este impacto depende de diversos factores como «el tiempo de exposición, el tipo de maniobras, la red social y si son conscientes o no de haberlo sufrido», matiza Bárbara Zorrilla. Ella señala consecuencias en el desarrollo evolutivo a todos los niveles, estrés postraumático e impacto negativo en el apego, entre otros muchos síntomas, que perduran desde la infancia hasta la adultez.
Por parte de las madres que están viviendo una situación de violencia vicaria, Rosalía González de MAMI recomienda a las mujeres «contacto cero, no negociar con su maltratador, no contestar e-mails desestabilizadores», así como empoderamiento y autocuidado. «Nuestra filosofía es cuidarnos para poder luchar» y no rendirse, «eligiendo vivir, vivir feliz».
Hoy, todos los expertos señalan que la violencia vicaria va en aumento, aunque sigue siendo complicada de identificar y denunciar, lo que hace urgente seguir trabajando en su prevención. Se han conseguido claros avances «en materia de derechos y protección a la infancia, modificaciones legislativas, y en la creación de recursos y equipos de expertos, pero claramente es insuficiente», señala Bárbara Zorrilla. Todos los estudios y fuentes consultadas en España reclaman mayores esfuerzos por parte de la Administración y la justicia para evitar la violencia institucional. Muy a menudo se invisibiliza la violencia de género, las mujeres se sienten cuestionadas y juzgadas, acusadas de falso síndrome de alienación monoparental y empobrecidas por los procesos judiciales. Siguen prevaleciendo los derechos del padre de familia por encima del bienestar de los menores, hay una carencia de escucha y credibilidad al relato de los hijos/as y hacen falta más investigaciones, medidas cautelares y recursos económicos.
Por todo ello, es muy importante que las instituciones asuman por completo «el hecho de que una madre de menores sufra violencia de género, pone en grave riesgo a los hijos/as», insiste Vaccaro. Mejorar la praxis en el ámbito de la justicia, donde además los procesos se alargan mucho, es clave, en palabras de Zorrilla, cuando vemos cómo «los maltratadores reivindican la custodia de sus hijos, no como un deseo de mantener un vínculo, sino como una forma de seguir extendiendo la violencia que ejercen hacia la madre a través de esos niños/as». La colaboración de los centros sanitarios y educativos es esencial, así como la investigación y divulgación, que se vuelven imprescindibles. Además, es necesaria una mayor formación en perspectiva de género a todos los niveles. El apoyo de las comunidades de víctimas es también una brújula para las madres, donde, como nos cuenta González, sienten que «cada hijo es de todas».
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