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El experimento Tuskegee y la bioética

Una mentira. Cuarenta años. Más de seiscientas vidas marcadas. En el condado de Macon (Alabama), cientos de hombres afroamericanos fueron utilizados como cobayas humanas sin saberlo. Fue uno de los mayores abusos en la historia de la medicina, un caso real que cambió para siempre la ética en la investigación.

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19
junio
2025

En 1932, el condado de Macon (Alabama, Estados Unidos) se convirtió en un laboratorio humano para analizar la sífilis, una infección bacteriana de transmisión sexual (ITS) que asolaba las zonas rurales del sur del país y para la que no existía tratamiento. Para estudiarla, el doctor Taliaferro Clark propuso un estudio observacional en Tuskegee, una ciudad de este condado. Se trataba de un entorno aislado que, por la supuesta «naturaleza no migratoria» de su población, facilitaba un seguimiento longitudinal de la enfermedad. Allí predominaban aparceros negros (encargados de explotar plantaciones de algodón), pobres y analfabetos, aún ligados a sistemas de servidumbre por deudas y marcados por un pasado esclavista.

Nació entonces el Estudio Tuskegee sobre la Sífilis no Tratada en el Hombre Negro (Tuskegee Study of Untreated Syphilis in the Negro Male). Clark abandonó el proyecto al año de iniciarse, aparentemente incómodo con los métodos de engaño utilizados para reclutar a los participantes. Lo sucedió el doctor Oliver C. Wenger, con menos escrúpulos, quien formalizó los protocolos.

El equipo investigador promulgó que los participantes iban a ser tratados gratuitamente de «mala sangre» (bad blood), un coloquialismo genérico para referirse a diversas enfermedades (infecciones, niveles bajos de hierro, fatiga…). Además, les ofrecieron comida y un seguro para el sepelio, siempre y cuando aceptaran que les hicieran una autopsia. En las condiciones de extrema pobreza en la que vivían, muchos no dejaron pasar la oportunidad… Pero todo era un engaño.

Lo que realmente querían los investigadores era estudiar las distintas etapas de la sífilis hasta la muerte. Por supuesto, nunca les informaron que les iban a dejar morir de la enfermedad. Se incluyó en el experimento a 399 hombres que ya habían contraído la enfermedad (pero no lo sabían, por lo que hubo esposas y descendientes que también se contagiaron) y 201 que no la presentaban y que formarían parte del grupo control. Nadie del equipo de investigación ni de las organizaciones gubernamentales que lo financiaron (como el United States Public Health Service -PHS- y The Centers for Disease Control and Prevention) se planteó ningún dilema ético.

Los sujetos del experimento nunca fueron informados que les iban a dejar morir de sífilis

A esa falta de ética subyacía una ideología aún más perversa: la «eugenesia». Este término fue acuñado por el británico Francis Galton, primo de Charles Darwin, para defender la mejora genética de la especie humana. Galton, pionero en el estudio de la «inteligencia», postuló de manera pseudocientífica que la raza blanca puntuaba más alto en pruebas de inteligencia que él diseñó, justificando así el racismo. Esta idea caló hondo en el imaginario médico y político estadounidense gracias, entre otros, al psicólogo Lewis Terman, de la Universidad de Stanford, quien tradujo y difundió el primer test de inteligencia (Stanford-Binet) en Estados Unidos.

Muchos investigadores del experimento Tuskegee habían sido formados en universidades donde la eugenesia era enseñada como ciencia legítima. En este contexto, los hombres negros del sur eran vistos como sujetos sin derechos (las mujeres ni siquiera eran sujetos), como material biológico para investigación. Así, el experimento Tuskegee fue la manifestación de un sistema institucional que legitimaba el racismo y el patriarcado bajo el vendaje de la investigación médica.

Muchos investigadores del experimento Tuskegee se formaron en universidades donde la eugenesia era enseñada como ciencia legítima

El estudio duró cuatro décadas, desde 1932 a 1972. En 1943 ocurrió algo que podría haber cambiado el destino de estos hombres: el gobierno de Estados Unidos confirmó la penicilina como el tratamiento más eficaz contra la sífilis. Esto es, ya había cura. Sin embargo, el experimento no se canceló. Los hombres de Tuskegee fueron deliberadamente excluidos de las campañas de vacunación para preservar los fines científicos del estudio, y los investigadores emitieron instrucciones específicas a los médicos locales para que no les administraran penicilina.

El fin del experimento

La historia del experimento salió a la luz gracias al checo Peter Buxtun, un epidemiólogo y trabajador social del PHS. En 1965 elevó una queja interna sobre la ética del estudio, pero sus advertencias fueron ignoradas por sus superiores. En 1968 insistió de nuevo, sin éxito. Años después, Buxtun contactó con un periodista para contarle la historia, que apareció finalmente en el Washington Star el 25 de julio de 1972, y como noticia de primera plana en el New York Times al día siguiente.

El escándalo desató una crisis ética en Estados Unidos. Tras hacerse público, Fred Gray, abogado de derechos civiles (quien también representó a Rosa Parks) lideró un proceso legal. En 1973, presentó una demanda y un año después, en 1974, el gobierno de EE. UU. aceptó un arreglo extrajudicial mediante el cual concedieron indemnizaciones económicas millonarias y asistencia médica a los supervivientes y sus familias. Tras dos décadas, el 16 de mayo de 1997, el presidente Bill Clinton ofreció una disculpa oficial. Jamás se celebró ningún juicio penal contra los responsables del experimento.

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