Cuando ‘sudábamos’ de todo
Los que ya tenemos una edad –yo nací en los 80– podemos rememorar cuán poco importaba todo antes, qué fácil era pasar de todo y qué escasa gravedad tenía lo que dijeras.
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En 1811, se sorprendía Benjamin Constant de la genuina flexibilidad de los tiempos previos a la Revolución Francesa. El suizo recuerda en sus memorias, que escribía a la sazón en un cuadernito rojo, cómo despotricaba, hacia 1787 y ante un aristócrata pro-gubernamental, de las leyes del cantón de Vaud: «Lo que me choca, mientras relato mi conversación con aquel bernés, es la poca importancia que se concedía entonces a la expresión de cualquier opinión y la tolerancia que distinguía aquella época. Si hoy día alguien expresara la cuarta parte de aquello, no duraría ni una hora en libertad».
La lectura del libro de Constant, recién publicado por Periférica, me ha pillado en paralelo a la nueva betería de polémicas –ni más ni menos que las ya habituales– que evidencian la polarización en que vivimos. La muerte del cantante de Extremoduro, Robe Iniesta, ha servido para que muchas personas hagan constar quién y quién no está autorizado a escuchar su música en base a su ideología o forma de vida. Mientras, unas declaraciones de Rosalía en las que, sin renegar para nada del feminismo, no abraza con suficiente pasión la causa, le han valido un conato de cancelación. Por último, Campofrío, creyendo destensar la cosa con su spot navideño (Polarizados, se llama) ha encontrado justo un quod erat demostrandum: le han llovido palos, vaya.
Los que ya tenemos una edad –yo nací en los 80– podemos rememorar cuán poco importaba todo antes, qué fácil era pasar de todo y qué escasa gravedad tenía lo que dijeras. Por supuesto existían la política y la politización, pero muchos menos ámbitos caían bajo su paraguas. Podías escuchar Extremoduro o las cantatas de Bach sin que nadie te sobreanalizara ni tu opinión fuera a ser tenida por posicionamiento. Cosas básicas (el amor, la familia, el fútbol, la música…) no estaban ideologizadas y nadie iba a pedir tu cabeza ni colegir tu voto. No era un mundo idílico, pero podíamos ahorrarnos mucha turra.
Varios años después, como a Constant, a uno le sorprende «la poca importancia que se concedía entonces a la expresión de cualquier opinión». Lo curioso de la frase del pensador suizo es que vincula la tolerancia con dar «poca importancia» a la opinión de los otros. De modo que nuestro problema actual no es haber perdido la capacidad de entender y transigir con la idea del otro –algo casi imposible para un español– sino haber empezado a interesarnos demasiado por los demás.
Benjamin Constant vincula la tolerancia con dar «poca importancia» a la opinión de los otros
He recordado que Milena Busquets, una mujer con pinta de que todo le resbala, viene a decir algo parecido en Ensayo general al rememorar sus tiempos mozos, años 70 y 80: «Creo que ese tipo de pasotismo positivo en realidad no es más que una forma de tolerancia extrema que ha pasado de moda. Es una lástima, era gente que hacía lo que se tenía que hacer, sin enfadarse ni indignarse y sin importarles nunca lo que fuesen a pensar los demás».
De modo que la virtud estaría no tanto en condescender con el otro como en sudar de él. Es decir, volver a aprender que nada es a vida o muerte y hay cosas que es mejor dejarlas estar. Pasar olímpicamente. O elegir las batallas, con economía y discreción, en lugar de pelear cada frente, cada instante.
Es indudable ya desde hace varios años que estamos más polarizados que nunca, y no es porque discutamos más sino porque no podemos dejar de discutir. No hacerlo no es una opción. Tampoco es porque las ideas se hayan extremado, si te paras a pensar. Entre una señora posfranquista de 70 años en los años 80 y un fan de Almodóvar y McNamara había un importante decalaje. Sin embargo, se desconocían. Es decir, tendían a sudar más uno de otro, en parte porque ni siquiera compartían un mismo espacio. Los espacios se respetaban, las distancias. Eso era, ni más ni menos, la tolerancia tal y como se la entendía entonces: hacer como que no lo habías visto, seguir con lo tuyo. Aquí paz y después gloria.
La virtud estaría no tanto en condescender con el otro como en ‘sudar’ de él
Lo que ha pasado en estas décadas son tres cosas fundamentales, irreversibles. Primero, las redes sociales nos han dado un punto de encuentro, un bar, en el que, más que confrontar, colisionar. Después, la mala coyuntura económica nos ha hecho perder de vista nuestro propio camino y volcar en la arena pública toda la energía que no podemos aplicar en construir una vida. A diferencia de los 80 o 90, no hay futuro, no hay evolución individual: no asciendes en el trabajo, no puedes aspirar a una casa, no tienes mujer ni hijos. Por tanto, buscas gresca en el foro. Por último, los partidos políticos han juzgado rentable la polarización. Durante años, ellos, como la sociedad, se desconocieron. Pero a partir del 15-M se sumaron con fervor al terrible axioma de que lo personal es político, de que todo, en suma, es político y no puedes ni debes ser ajeno a ello.
Mantenerse al margen, lúcidamente desapasionado, está hoy considerado una indecencia por buena parte de la sociedad y la práctica totalidad de los partidos. Incluso no opinar se considera una opinión de parte. No es posible combatir el signo de los tiempos, por lo que hay que esforzarse verdaderamente para no estar polarizado. Seguramente, a estas alturas, nadie quiere no estarlo. Así que, al tiempo en que desautorizamos toda opinión distinta a la nuestra, le damos más valor que nunca. Lo que se ha perdido es la capacidad de dar «poca importancia a la expresión de cualquier opinión».
Poco después de aquella conversación de Constant de camino a Berna, al borde de un nuevo mundo, vendrían los jacobinos y Napoleón. Tiempos recios en que cada palabra pesaba, cada opinión podía llevarte al cadalso. Tiempos para significarse y tomarse demasiado en serio, a vida o muerte. Supongo que también nosotros estamos al borde de una época iliberal, de un signo y otro, si no ya de lleno en ella. No creo que a corto y medio plazo podamos vivir como antes: sudando de todo.
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