Opinión

Crisis permanente: ¿dónde empieza la democracia?

Como una tormenta que precede a la calma, Jordi Riba defiende en ‘Crisis permanente: Entre una fraternidad huérfana y una democracia insurgente’ (NED) que las convulsiones económicas y sociales son buenos ingredientes para construir y desarrollar las democracias modernas.

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14
mayo
2021

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«Se oye o lee, a veces, que nuestra democracia está en crisis. Esto es no entender las cosas. Habría que decir más bien: esta democracia, toda democracia es crisis. Es el estado natural en que vive». Quien así se expresaba en el suplemento cultural del Diario ABC, del viernes 22 de junio de 1990, era Francisco Rodríguez Adrados. El ilustre estudioso de la democracia ateniense asimismo continuaba: «Aunque naturalmente el concepto de crisis es gradual: la crisis puede alcanzar unos límites tras los cuales viene la desestabilización, la no-democracia. Así ha pasado algunas veces, pero no parece que esos límites estén ahora a la vista». Seguramente, entonces como ahora, la extralimitación no llegará en la dirección a la cual sin duda se refería Rodríguez Adrados, pero es cierto que con la acentuación de las crisis sociales se expande la idea de una salida blanda de la democracia. Sin embargo, mientras desde algunos ámbitos esta salida se intuye como inminente, o ya en proceso de imposición con la llamada posdemocracia, desde otros estas crisis se ven como anticipadoras, desde su propio ámbito crítico, de su desarrollo.

Lo que representa la desafección ciudadana respecto del modelo de representación, tantas veces cuestionado, resulta ahora modelo y motor para encaminar el proceso democrático, siempre en formación, hacia su propio autorreconocimiento y, por ende, la asunción de sus características propias. De esta manera, lo que los nuevos movimientos ciudadanos representan y van a representar en el futuro no es solamente la muestra de un malestar respecto a cómo la sociedad se articula, social, política y económicamente, sino la constatación de la fortaleza que posee la democracia así comprendida.

(…)

Esta idea renovada de crisis, a pesar de poseer muchas de las características de éstas, pone de manifiesto su singularidad en el hecho que no sólo nos exige su comprensión, sino que nos obliga a un cambio en la manera de pensar. Para hacerlo (comprender y cambiar la manera de pensar), es de gran ayuda la obra del filósofo francés de finales del siglo XIX, Jean-Marie Guyau, el cual se avanzó a sus contemporáneos en señalar que las crisis, cualquiera de ellas, se habían de leer en clave de permanentes.

«La crisis va ligada a un proceso de modernización de la sociedad que llamamos de manera general democracia»

Es cierto también que, de una manera o de otra, la idea de crisis permanente reaparece en autores contemporáneos. Lo hace en algunos de los escritos de Koselleck, de Revault d’Allonnes o de Ricoeur y también en formato más de tinte sociológico en algunos libros de Wolfgang Streeck, Ulrick Beck y Zygmunt Baumann. Desde esta perspectiva, podremos sostener que la crisis va ligada a un proceso de modernización de la sociedad que llamamos de manera general democracia.

Democracia y crisis, así vislumbradas, necesitan un elemento que las vincule, y este elemento es el principio de fraternidad. Una fraternidad surgida de la propia crisis de la modernidad. Es aquella que Guyau asocia con el efecto de la crisis sobre las creencias religiosas que él llama «irreligiosidad del futuro». Por esta razón, el concepto de fraternidad que Guyau muestra nada tiene que ver con una fraternidad religiosa o ilustrada. En todo caso, se trata de una fraternidad huérfana. Desde esta orfandad, expuesta mediante el uso de la metáfora del navío a la deriva, se levanta un proyecto de modernidad, especialmente vinculado al vivir juntos, en el que el tercer elemento de la triada republicana retoma una importancia fundamental.

«Resulta pertinente tomar la idea de fraternidad como ideal transformador de la política»

Para algunos, la fraternidad es vista como activadora del tercer advenimiento de la democracia; para otros, es simplemente la rúbrica de la necesidad de dar un giro a la manera de concebirla hasta ahora. Para ambos, resulta pertinente tomar la idea de fraternidad como ideal transformador de la política. Por esta razón, el uso de la metáfora de Guyau deviene un elemento esclarecedor de la crisis «permanente» a la que la modernidad se encuentra abocada desde siempre: la necesidad de tomar por parte de los ciudadanos el rumbo de sus vidas, bajo el ideal de la fraternidad que se encuentra allí presente.

El enclave metafórico de la fraternidad huérfana, representado por el navío Leviatán, permite observar cómo determinadas conceptualizaciones vigentes, que bajo el amparo del modelo teológico-ilustrado tratan de mantenerse, dan muestras evidentes de su progresiva degradación. Además, se intuyen las amenazas que se harán presentes con los cortocircuitos dentro del espacio de intermediación, que llevan indefectiblemente a una controversia efectiva sobre los modelos de legitimación, los existentes y los que se encuentran en proceso de realización. Es por esto que esta crisis, dialécticamente desplegada, demanda de nuevas formas de intermediación conceptuales y secuenciales.

Tal como ha señalado, entre otros, Pierre Rosanvallon en su obra de 2015, Le bon gouvernement, sobre la necesidad de renovar las ideas sobre lo político. Lejos del acuerdo consensual, las divergencias han hecho aparición a medida que la crisis se acrecentaba. En esta tendencia se encuentran muchos de los estudios que han tomado como objeto el devenir democrático. La democracia, tal como va manifestándose, ya no es la balsa salvadora en la que una articulación previa establezca los elementos integradores de ella y de cabida y refugio a ciudadanos desprotegidos. Esta idea ha estado superada por los propios acontecimientos. Actualmente, en sentido opuesto, vemos cómo la idea de un sujeto emergente alejado del individualismo asolidario ha hecho aparición en la esfera pública. Animando éste a experimentar nuevas formas de emergencia de la democratización, que lejos de ser hostiles, en principio, a cualquier institución y todos los vínculos con el pasado, es selectiva respecto a ellos.

Como sucede en cualquier movimiento político que se registra en el tiempo, se distinguen las instituciones que promueven la acción política de los individuos y las que no son favorables a esta acción. El criterio de decisión es la fraternidad integradora. Y ésta es el objetivo de los movimientos surgidos a raíz de las nuevas demandas sociales en los últimos años en Europa y América. En definitiva, mientras que para unos estamos inmersos en un período de transición y todavía existe la posibilidad de que, después de un intervalo crítico, llegará indefectiblemente un período de progreso, otros sostienen ideas semejantes a las expuestas ya por Guyau y también por Simmel, quienes ya en el siglo XIX habían percibido que la idea de progreso permanente se había derrumbado, y que era necesario vincular el progreso a una actividad permanente. Resultando éste el camino que articulará la democracia con la fraternidad huérfana, en el que, mediante la acción concertada de los individuos, se puedan disputar, con posibilidades de éxito, los desvaríos del presente caracterizados por políticas portadoras de penuria y de precariedad.


Este artículo es un fragmento de ‘Crisis permanente: Entre una fraternidad huérfana y una democracia insurgente’ (NED), por Jordi Riba.

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