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Sociedad

Anatomía de una sociedad anestesiada

El cuerpo humano no está diseñado para vivir en amenaza permanente. Nuestra biología funciona en ciclos: estrés – pausa – recuperación. El problema es que el contexto actual —geopolítico, mediático y económico— nos mantiene en alerta continua.

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28
noviembre
2025

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En 2025 la guerra ya no es una anomalía. Es un sector estratégico de la economía global. Según el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI), el gasto militar mundial alcanzó los 2,44 billones de dólares en 2023, el nivel más alto de la historia. Resulta inasumible que en pleno siglo XXI sigamos viendo morir a personas porque no somos capaces de ponernos de acuerdo. Y, a pesar de las cifras, seguimos invirtiendo. Se nos pide que sigamos. Como si alimentar esta industria fuese inevitable. Como si fuera una fatalidad natural y no una decisión político-financiera.

Pero esta industria no se sustenta solo en despachos de ministros ni en acuerdos entre potencias. Se sostiene en nuestra cultura. En nuestras narrativas cotidianas. En cómo hablamos del conflicto y del otro. La guerra necesita algo más que armas: necesita cuerpos y sociedades tensas, polarizadas y anestesiadas. Necesita miedo constante, porque sin miedo no hay narrativa que legitime el gasto, ni la preparación, ni la agresión.

La filósofa Hannah Arendt lo explicó con precisión al analizar los sistemas totalitarios: el mal moderno se vuelve posible cuando las personas dejan de pensar y dejan de sentir. Cuando se habitúan. Cuando se desconectan de sí mismas y de los demás. Cuando se paralizan y normalizan lo intolerable. Y hoy esa desconexión no solo se produce en el plano moral o político, se produce en el cuerpo.

La guerra necesita algo más que armas: necesita cuerpos y sociedades tensas, polarizadas y anestesiadas

Esto es importante decirlo con claridad: el cuerpo humano no está diseñado para vivir en amenaza permanente. Nuestra biología funciona en ciclos: estrés – pausa – recuperación. El problema es que el contexto actual —geopolítico, mediático y económico— nos mantiene en alerta continua. No hay descanso. No hay silencio. No hay lugar para metabolizar.

La neurociencia contemporánea lo demuestra: cuando el sistema nervioso opera en hipervigilancia crónica, la capacidad de pensamiento crítico se reduce. El cerebro, literalmente, dedica menos recursos a la complejidad y más a la defensa. Y así se debilita la democracia desde dentro, porque la democracia exige pensamiento complejo, matices, conversación.

En este contexto, la economía del miedo se instala también en lo micro. Se cuela en nuestros barrios, en nuestras familias, en las conversaciones de sobremesa. La figura del enemigo penetra en la vida cotidiana. El «otro» deja de ser vecino para convertirse en amenaza abstracta. Y esa desconfianza pequeña —esa micro fractura— es exactamente el combustible que necesitan las macro estructuras de conflicto para seguir justificando su propia existencia.

Esto explica por qué no basta con mirar Gaza, Sudán, Yemen o Ucrania solo como puntos críticos del mapa. El mapa está fuera, pero el terreno de cultivo está dentro. La guerra se construye con nuestros cuerpos y nuestras reacciones. Se fabrica cuando dejamos de sentir. Se amplifica cuando perdemos sensibilidad. Porque sin cuerpos regulados no hay ciudadanos capaces de dialogar, de disentir sin destruir, de sostener complejidad.

Esto no significa negar el conflicto. El conflicto forma parte de la vida. De hecho, la salud —individual y colectiva— no consiste en ausencia de conflicto, sino en cómo gestionamos el conflicto. La antropóloga Margaret Mead lo dijo con claridad: la guerra no es inevitable, es una invención humana. Es un diseño cultural. Y lo que se diseña se puede rediseñar.

Por eso es urgente dejar de ridiculizar la educación para la paz como si fuera ingenuidad o «buenismo». No se trata de enseñar a ser blandos. Se trata de entrenar habilidades para sostener desacuerdos sin caer en el odio. Se trata de una condición necesaria para que la democracia funcione.

Porque lo contrario —el miedo normalizado, la tensión constante, la respuesta instintiva— es la materia prima de la violencia organizada. Es el caldo de cultivo que permite que la industria de la guerra sea estable y creciente. Si somos fáciles de dividir, seremos fáciles de movilizar contra el otro. Si dejamos de sentir, dejamos de pensar. Y si dejamos de pensar, cualquier relato puede sernos impuesto.

Si somos fáciles de dividir, seremos fáciles de movilizar contra el otro

Curiosamente, mientras tanto, el modelo cultural del cuerpo hoy glorifica justo lo contrario de lo que necesitamos: cuerpos duros, tensos, hiperdefinidos. El fitness convertido en rendimiento y estética militarizada. El canon de belleza como imagen de contracción. El cuerpo como armadura. Es una metáfora, sí, pero quizá no estoy tan desencaminada: me dedico al cuerpo y veo cada día cómo esa estética —aparentemente saludable— produce más endurecimiento que sensibilidad. Es la biopolítica contemporánea: cuerpos preparados para la defensa, no para el vínculo.

Si queremos sociedades capaces de pensamiento crítico, necesitamos cuerpos que puedan sentir. Y si queremos que la democracia sobreviva, necesitamos entrenar otra musculatura. Y esta vez no hablo en metáfora: necesitamos la musculatura real de la regulación somática, de la pausa, de la escucha, de sostener desacuerdo sin destruir.

Porque el negocio del miedo se alimenta en casa, no solo en los despachos.


Bibiana Badenes es fisioterapeuta, experta en inteligencia corporal y movimiento consciente, autora y directora de Kinesis.

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