Siglo XXI

Desconexión

En ‘Desconexión. Un viaje personal por internet’ (Alpha Decay), Roisin Kiberd recoge una serie de ensayos que escribió mientras se curaba de internet, sin abandonarlo, y tratando de entender los problemas que las redes sociales habían provocado en su vida cotidiana.

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15
junio
2023

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Soy la nueva carne. Vivo sometida a la tecnología y la tecnología forma parte de mí. He tomado esta expresión, «nueva carne», de Videodrome, película de terror de David Cronenberg estrenada en 1983, porque describe perfectamente cómo me siento. En ella, la gente es transformada por los medios que consume. Las personas mutan, debatiéndose entre la euforia y el horror. La pantalla es tan adictiva, tan hipnótica, que vuelven sin cesar a ella, hasta que distorsiona sus pensamientos y amenaza su humanidad.

Yo también estoy enganchada a la pantalla. A veces pienso que he pasado una parte tan sustancial de mi vida en las redes que en realidad fui educada por internet. He olvidado dónde están los límites, dónde termina la tecnología y dónde empiezo yo. ¿Soy una mutante? ¿Una cíborg? ¿O solo un ser humano normal y corriente?

Un cíborg es una persona que ha visto mejoradas sus capacidades físicas gracias a la tecnología. Mis mejoras no son físicas: mi cuerpo tiene más o menos el mismo aspecto que el de cualquier persona que viviera antes de la aparición de internet. Pero sí soy una cíborg emocional. Deslocalizo mis opiniones, mis recuerdos y mi identidad para depositarlos en internet, y he pasado más tiempo con mi portátil que con cualquier ser vivo en este mundo.

No es una situación anómala. Estoy convencida de que los miles de millones de personas en el mundo que usan internet la han experimentado también. El uso que damos a la tecnología nos está cambiando, y lo hace con unos efectos que todavía no alcanzamos a entender.

A veces pienso que he pasado una parte tan sustancial de mi vida en las redes que en realidad fui educada por internet

Se decía que internet iba a liberarnos. Los tecnoutópicos aseguraban que la vida en línea nos permitiría trascender el género, la edad, la clase y la raza, y construir nuestras propias identidades. No ha sido así. En vez de ello, nos hemos dejado encerrar en identidades fijas, en las que cada cual tiene su propia biografía, su cronología y su burbuja de filtros.

A lo mejor soy una tecnodistópica. Con los años, he experimentado una lenta despersonalización; aislada de la realidad, de la sinceridad y de la sensación, me he visto obligada a competir en un mundo que desfila por las pantallas. Peleada conmigo misma, a veces quiero encarnar el sujeto de datos ideal y luego desconfío de la tecnología, a pesar de que yo misma me haya sometido a su vigilancia.

Quizá no sea una cíborg, o una mutante, sino una persona partida por la mitad. Desde que empecé a tener una vida en datos, también he tenido una doppelgänger. Todos lo tenemos: una sombra que habita en listas y sistemas, hecha de información almacenada en granjas de datos, en servidores que zumban y parpadean en la oscuridad. Internet nos controla y nos construye un segundo yo, y cada una de nuestras interacciones con un servicio o una plataforma contribuye a ese perfil, que es monetizado por desconocidos. Antes incluso de que te abrieras una cuenta de Facebook, por poner un ejemplo, la empresa ya había creado un «perfil en la sombra» de ti, un vacío que esperaba a ser llenado.

Vivimos en datos, aunque en realidad no lo hacemos, porque los datos son como las células muertas que desecha nuestro cuerpo. Internet nos alimenta con lo que cree que deseamos, basándose en lo que quisimos en el pasado. Eso significa que nuestros doppelgänger son unos personajes anodinos y predecibles, las versiones más mezquinas de nosotros mismos.

Desde que empecé a tener una vida en datos, también he tenido una ‘doppelgänger’

Nuestros doppelgänger se hacen fuertes a medida que utilizamos internet. Sin duda nos sobrevivirán. No nos pertenecen; la inteligencia artificial es la tecnología que dominará nuestro futuro, y se construirá a partir de los datos que creamos hoy para las empresas tecnológicas.

Hay quien sostiene que alcanzaremos la Singularidad en nuestras vidas, una «explosión de inteligencia» en la que las máquinas eclipsarán para siempre las capacidades humanas. Ha sido descrita como el amanecer de una edad de ciencia ficción, un apocalipsis o un estallido de posibilidades casi infinitas. Sin embargo, ¿cómo ha de surgir una revolución tecnológica, o incluso espiritual, de un internet dominado por el capitalismo de la vigilancia? ¿El futuro se basará en nuestra inanidad y distracción, en lo que la tecnología nos quita, así como en lo que nos da?

La Singularidad será aburrida, porque internet hoy día es aburrido. La Singularidad no nos salvará de una distopía construida con manos humanas.

Tuve que perder la cabeza para poder escribir este libro. El año 2016, cuando las ideas para muchos de estos ensayos empezaron a echar raíces, fue también el año de mi crisis mental. Nunca había sido una persona demasiado feliz; desde niña, había sufrido episodios de depresión, ansiedad, trastornos alimentarios e inseguridad.

Durante años, internet había sido parte de mi vida. Me encantaba su extrañeza, sus posibilidades creativas, y ello me inspiró a escribir sobre lo vivido. Cada recoveco y cada peculiaridad de la naturaleza humana tenían presencia online. Casi nunca me sentía a gusto en el mundo. Mi sitio era internet.

Gran parte de mi tiempo lo pasaba a solas con mi portátil, contemplando cómo una cultura nueva y turbulenta hacía aparición en la pantalla

Ya llevaba unos años escribiendo para páginas web y periódicos, centrándome en la intersección entre internet y la vida real. Pero la vida ya no me parecía muy real; gran parte de mi tiempo lo pasaba a solas con mi portátil, contemplando cómo una cultura nueva y turbulenta hacía aparición en la pantalla.

A lo largo de 2016, vi cómo todo lo que me parecía fascinante sobre la vida en la red se volvía siniestro. Ciertas subculturas se fusionaron y radicalizaron, poniendo en común su odio. Las creencias políticas dieron paso a un pensamiento sin matices, y el anonimato permitió que la gente se atacara entre sí. Mi pantalla era una vorágine de pestañas y transmisiones en directo, réplicas y contrarréplicas, llamamientos, opiniones apresuradas, doxxing, swatting y gente que escribía en mayúsculas, gritándose en silencio los unos a los otros en un toma y daca de tuits. Me pasaba horas navegando; aunque me dolía, no podía apartar la mirada.

Era consciente de que no me encontraba en una posición emocional estable, pero ahora todo lo que veía en la red era tan extremo como mis sentimientos. Vi confirmados todos mis temores; en internet, no solo nos vigilan los cuerpos del Estado. También nos vigilamos los unos a los otros. Todos tus amigos intentan darte envidia. Los hombres odian a las mujeres, y las mujeres odian a los hombres. En resumidas cuentas, todos nos odiamos los unos a los otros, quizá no en la vida real, pero sí en internet, que empezaba a parecer lo mismo.

Tardé un poco en darme cuenta de que internet se había comido mi vida. Tardé un poco más en darme cuenta de que estaba viviendo una crisis nerviosa, porque en gran medida todo lo que vemos en internet lo parece.

En resumidas cuentas, todos nos odiamos los unos a los otros, quizá no en la vida real, pero sí en internet, que empezaba a parecer lo mismo

Transcurrió el verano, pero mis cortinas no dejaron pasar la luz del sol. Me quedaba sentada detrás de la pantalla y miraba Twitter, a primera hora de la mañana y hasta bien entrada la noche, mientras amigos y desconocidos de mi cronología tomaban parte en lo que llamamos «el discurso». Acepté más encargos, escribía todas las semanas artículos y advertorials, extensos reportajes de publicidad encubierta de tres mil palabras en los que aparecían menciones pagadas de empresas tecnológicas. Vivía en una casa en el norte de Dublín con dos amigas, pero apenas salía de mi cuarto, y poco a poco empecé a tenerle miedo a la gente. Rompí con alguien de quien estaba enamorada, dejé de comer y luego dejé de dormir. Esas horas las mataba yendo al gimnasio de noche.

A finales de ese verano, me di cuenta de que estaba anestesiada. Estaba pegada a una pantalla y, detrás de esa pantalla, me sentía atrapada dentro de un cuerpo que no parecía muy lejos de la extenuación. En las redes sociales, suele creerse que somos personas coherentes, que nuestras vidas reflejan fielmente lo que aparece en nuestras cronologías y que, en internet, manifestamos las mismas creencias e inclinaciones que en la vida real. Nada más lejos de la verdad, pero en esa época creía que era así; pensaba que todo el mundo estaba absolutemente seguro de sí mismo y de lo que defendía, y que mi incapacidad de hacer lo mismo era síntoma de un defecto de fondo e incurable.

«SWIN» es el acrónimo, por sus siglas en inglés, de «alguien que no soy yo». Se usa en foros sobre el consumo de drogas o actos que coquetean con la ilegalidad como el hurto en comercios, cuando el autor quiere hacer una pregunta sin exponerse al riesgo de autodelatarse. Normalmente, swim preguntará sobre dosis o dónde adquirir drogas. En el peor de los casos, swim habrá sido detenido y pedirá consejo legal.

El empleo de este acrónimo es contraproducente, porque en cuanto lo ves sabes que el autor no trama nada bueno. Yo no tramaba nada bueno; estaba informándome sobre lo que necesitaba para una sobredosis. No me parecía que fuera un suicidio, porque había dejado de creer que tuviera una vida. Sencillamente, quería apartarme de la existencia, un gesto tan sencillo como borrar una cuenta en internet.

Esperé a que mis compañeras de piso se marcharan durante el fin de semana. Luego, puse el candado a mi cuenta de Twitter y activé el modo incógnito en Facebook. Apunté las contraseñas de mis redes sociales en un papel, luego me tomé las pastillas correspondientes a un mes de una sentada y algunos analgésicos por si acaso, y lo bajé todo con un ron barato con sabor a coco. Luego, me tumbé y sentí que mi mundo se convertía en un lecho de almohadones, una nada blanda y distorsionada que debía de parecerse a lo que siente una cuando suelta el lastre de «Alguien que no soy yo».

Evidentemente, sobreviví. Después de una temporada de baja laboral y de terapia cognitiva-conductual de grupo, entendí que había perdido la perspectiva, pero que escribir podía ofrecerme una manera de recuperarla. Supe, también, que no podía echarle la culpa de mis problemas a la tecnología, y tampoco a la gente, pero que, en mi caso y probablemente en el de otras personas, internet y la salud mental estaban íntimamente relacionadas.

Identifiqué un cambio en mí misma y a continuación empecé a verlo en todas partes: distracción, soledad, una sensación en el ambiente de crisis existencial, que es el estado por defecto de internet. Hemos adoptado unas tecnologías que manipulan nuestras emociones y limitan nuestra visión del mundo. Las redes sociales, en especial, nos animan a escribir antes de pensar o comprobar la veracidad de la información, y a ver la vida de la misma manera que una máquina categoriza los datos: en pares binarios, lo que deja poco margen para la complejidad.

Hemos adoptado unas tecnologías que manipulan nuestras emociones y limitan nuestra visión del mundo

Estos ensayos los escribí mientras me curaba de internet, sin abandonarlo, y tratan sobre ese proceso. En ellos, intento entender lo que hemos perdido y abordar la solitaria distopía que se alza ante nosotros. Donna Haraway apunta que «la escritura es, sobre todo, la tecnología de los cíborgs» y que «la política de los cíborgs es la lucha por el lenguaje y contra la comunicación perfecta, contra el código único que traduce a la perfección todos los significados». Si en efecto soy una cíborg, me impulsan al escribir esta ambivalencia y la defensa de lo imperfecto y de lo humano. Escribir es manipular la información, reivindicarla como propia. Este ensayo, y el libro que tienes en las manos, es el fruto de la información que he extraído de las máquinas y de la vida humana.


Este es un fragmento de ‘Desconexión. Un viaje personal por internet‘ (Alpha Decay), por Roisin Kiberd.

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