Opinión
Cómo pensar sin comparar
En el último año, hemos hecho muchas comparaciones con la guerra en Gaza, como si no pudiéramos calibrar una tragedia sin ponerla frente al espejo de otra que nos resulta familiar. ¿Por qué necesitamos, a veces, comparar para comprender?
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Un amigo estuvo hace unos meses en Japón. Todo el mundo está viajando a Japón este año; el yen está muy bajo. Fue con su familia a Tokio, Osaka, Hiroshima y Nagasaki. Tras la visita a estas dos últimas ciudades, que quedaron arrasadas tras varias bombas nucleares, su madre le confesó que, en el fondo, no le parecía un crimen peor que los que está cometiendo Israel en Gaza.
¿Por qué tenemos siempre la tentación de comparar? O, mejor dicho, ¿por qué necesitamos, a veces, comparar para comprender? En el último año, hemos hecho muchas comparaciones con la Guerra de Gaza, como si no pudiéramos calibrar una tragedia sin ponerla frente al espejo de otra que nos resulta familiar. Israel es un Estado judío cometiendo crímenes de guerra; había que compararlo, entonces, con los nazis, para señalar una especie de siniestra ironía. Muchos sionistas comparaban a Hamás con los nazis y a los ataques del 7 de octubre con el Holocausto. Pensadores tan sofisticados e interesantes como Michael Walzer mencionaban los bombardeos aliados de Dresde, durante la Segunda Guerra Mundial, para de alguna manera justificar los bombardeos israelíes en Gaza; otros comparaban Gaza con Dresde para demostrar lo contrario, que lo que está haciendo Israel es aún peor que lo que hicieron los británicos en la ciudad alemana.
A finales del año pasado, la periodista y ensayista rusa Masha Gessen escribió un ensayo en la revista The New Yorker en el que comparaba la situación de Gaza con la de los guetos de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. «Durante los últimos diecisiete años, Gaza ha sido un recinto amurallado, empobrecido e hiperpoblado en el que solo una pequeña parte de la población tenía derecho a salir, aunque fuera por poco tiempo; en otras palabras, un gueto», escribió. «No es como el gueto judío de Venecia o un gueto urbano de Estados Unidos, sino como un gueto judío de un país de Europa del Este ocupado por la Alemania nazi».
Quizás el mejor esfuerzo intelectual no es la comparación, sino la explicación
El ensayo provocó un gran revuelo, especialmente en Alemania, un país que ha adoptado una actitud inflexiblemente proisraelí para limpiar de su conciencia los crímenes del nazismo: su apoyo a Israel no es circunstancial sino razón de Estado. En agosto de 2023, Gessen ganó el premio Hannah Arendt de Pensamiento Político, que organizaba la Fundación Heinrich Böll, cercana al partido verde alemán. Tras su artículo en The New Yorker, estuvo a punto de ser cancelada su entrega. Cuando finalmente aceptó el premio, en su discurso habló de las virtudes de la comparación: «¿Por qué comparamos? Comparamos para aprender. Así entendemos el mundo. Un color es un color solo entre otros colores. Una forma es una forma solo en la medida en que se distingue de otras formas. Un sentimiento es un sentimiento solo si ha experimentado otros sentimientos. Comparando conocemos el mundo».
El ejercicio intelectual de comparar los guetos nazis con Gaza es delicadísimo, quizás impertinente, pero puede hacerse con honestidad. Gessen lo hace. Pero en otras ocasiones la comparación sirve precisamente para no pensar, para no ir más allá. Es una manera de aparentar que sabemos de algo cuando en realidad no sabemos mucho. Comparo A con B porque, en el fondo, no tengo ni idea de A. Como dice Gessen, que afirma que no siempre las comparaciones funcionan, «a menudo he visto a estudiantes –escritores jóvenes– utilizar metáforas, símiles y analogías de forma que oscurecen más que aclaran. La mayoría de las veces, esto ocurre cuando comparan algo ordinario, familiar –algo que conocemos– con algo que es más difícil de evocar». Quizás el mejor esfuerzo intelectual no es la comparación, sino la explicación. Y muchas veces esa explicación nos la tenemos que hacer a nosotros mismos.
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