Sociedad

¡Malditas comparaciones!

Compararse con los demás es una tendencia natural, casi inevitable y hasta necesaria. Pero una cosa es buscar referentes que nos ayuden a situarnos en el mundo y otra marcarnos unos estándares de exigencia tan altos que nos condenen a la frustración.

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05
abril
2024

Además de ser autora de un buen puñado de títulos, la cineasta Sofía Coppola fue la tercera mujer en ser nominada al Oscar a la mejor dirección, ganó uno al mejor guion por Lost in Translation, se alzó con un León de Oro en el festival Internacional de Venecia y con una Palma de Oro en el de Cannes. Sin duda, una trayectoria envidiable y repleta de logros que quedarían lejos del alcance de la mayoría de sus colegas de profesión. Claro que si la hija de Francis Ford Coppola pusiera en una balanza su propia carrera frente a la de su padre posiblemente saldría mal parada, abrumada bajo el peso de obras monumentales como El Padrino o Apocalypse Now. 

La psicología y la filosofía llevan más de un siglo avisando de los peligros de las comparaciones. Desde el filósofo danés Søren Kierkegaard («la comparación puede conducir al hombre al desánimo total porque quien se compara debe admitir ante sí mismo que está detrás de muchos otros»), hasta el sociólogo polaco Zygmunt Bauman en sus trabajos sobre la modernidad líquida y sus referencia a la «trampa» de las redes sociales (otro campo abonado para las comparaciones), son muchos los autores que han indagado en los riesgos de dejarnos llevar por los listones que nos marcan personas más brillantes que nosotros.

También desde el universo de la autoayuda se han levantado en armas contra el hábito de compararse con otros y se trata de desalentar su práctica con mensajes del estilo: no te midas en relación a los demás, sino a tus propios objetivos y valores; deja de preocuparte por lo que los demás puedan pensar y concéntrate solo en lo que es importante para ti; aprende a amarte y a aceptarte tal como eres porque tú eres único, maravilloso e irrepetible…

Pérdida de autoestima, infelicidad, estrés, ansiedad, trastornos alimenticios, depresión y hasta intentos de suicidio pueden ser las terribles consecuencias de buscar permanentemente contraste con las virtudes, habilidades o situación de nuestros semejantes más aventajados.

Y, sin embargo, advierte Jordi Fernández Castro, catedrático de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona, compararse con los demás es prácticamente inevitable ya que es la manera en que los humanos aprendemos y activamos nuestras percepciones sobre el entorno. «Si solo existiera un único habitante sobre el planeta sería imposible determinar si esa persona es generosa, valiente o inteligente, porque nuestro cerebro es incapaz de hacer evaluaciones absolutas, necesita puntos de referencia. Nuestra mente construye patrones del mundo, y solo cuando hay percepciones que introducen variaciones en ellos se generan nuevos patrones», explica.

Comparación social

En la década de los años 50, el psicólogo estadounidense Leon Festinger introdujo el concepto de comparación social como el mecanismo por medio del cual «un individuo evalúa sus propias opiniones y capacidades mediante la comparación con otros con el fin de reducir la incertidumbre en esos ámbitos y aprender a definirse a sí mismo». Según Festinger, existen dos tipos de comparación: al alza, cuando nos compramos con personas a las que consideramos superiores en algún aspecto; y a la baja, que es la que se da siempre que la comparación se establece con alguien a quien consideramos inferior o que carece de ciertas cosas o habilidades que nosotros sí tenemos.

La teoría dicta que una y otra pueden tener un efecto positivo en el individuo. Por ejemplo, las comparaciones al alza pueden ser útiles para aprender de los propios errores y tener un modelo en el que fijarse para mejorar en el futuro, mientras que las comparaciones a la baja son un recurso útil cuando necesitamos reforzar nuestra autoestima.

Según Festinger, existen dos tipos de comparación: al alza y a la baja

Para el profesor Fernández Castro, los problemas llegan cuando hacemos un mal uso de varas de medir: «Los estados emocionales sesgan nuestro pensamiento, y pueden llevarnos a usar las comparaciones solo en un sentido. Por ejemplo, pueden hacer que solo te fijes en aquellas personas que son superiores a ti en algo o tienen habilidades de las que tú careces, pero ignoras a aquellas otras que son inferiores a ti en algún aspecto, aunque probablemente sean muchas más». Esta dinámica tóxica es la que puede conducir, señala este especialista, a un estado de permanente frustración.

Aunque nadie está a salvo de incurrir en comparaciones perversas, los adolescentes son especialmente proclives a ellas. Estar más delgado/a, más en forma, ser más popular, sacar mejores notas o tener unas zapatillas deportivas más exclusivas y caras que tus iguales puede convertirse en una auténtica obsesión para estos jóvenes todavía en periodo de maduración. Con el agravante, señala el investigador de la UAB, de que en su caso resulta difícil sustraerse de las comparaciones, ya que, apunta Fernández Castro, «en la adolescencia es cuando se aprenden los comportamientos sociales, lo que es correcto y aceptado y lo que no, y ese aprendizaje solo puede darse observando lo que hacen los demás».

El peligro de las redes sociales

Las redes sociales han abierto una nueva era en materia de comparación social. La cantidad de seguidores, de likes o de posts compartidos son los nuevos KPIs del éxito social. Y esos indicadores solo tienen sentido si se contrastan con los obtenidos por otros usuarios.

Como señala en una reciente investigación Adrián Díaz-Moreno, del grupo de Investigación en Estrés y Salud de la Universidad Autónoma de Barcelona, las comparaciones que realizan las personas jóvenes de sus propios rasgos con los de otras personas se han visto acrecentadas a causa de la incorporación de los entornos digitales en la vida cotidiana. Este trabajo también apunta que en redes sociales como Instagram o Snapchat es frecuente la publicación de imágenes y videos con los que sus protagonistas intentan causar la mejor impresión posible ante sus seguidores, y que, en muchas ocasiones, ese deseo les lleva a alterar sus propias imágenes mediante el uso de filtros digitales que mejoren su aspecto físico. Para terminar de rizar el rizo, la investigación concluye que el abuso de estos recursos fotográficos puede llevar a la persona a comparar su imagen real con la versión mejorada de redes sociales, lo que también le provoca malestar.

De hecho, ¿quién dice que las comparaciones que más nos atormentan tengan que confrontarnos únicamente con otras personas? También es posible (y frecuente) que un sujeto se compare en el presente con una versión anterior (y mejor) de sí mismo, con una época ya pasada de mayor plenitud en la que era más feliz, más joven, más guapo, tenía mejor trabajo, más salud y, seguramente, una autoestima más robusta.

¿Qué se puede hacer para salir de esa espiral destructiva de las comparaciones perdedoras? Jordi Fernández Castro vuelve a mirar hacia las emociones como causantes de muchos de los desbarajustes que sacuden nuestra mente. Según el psicólogo, la comparación no es la verdadera causa de nuestro malestar, sino unas emociones adversas previas que tiñen de negatividad esos balances. Por eso, indica, la solución no está en dejar de compararse, sino en hacerlo con una nueva perspectiva más global y objetiva: «Las emociones no son controlables directamente, y si estás triste no vas a dejar de estarlo por mucho que la gente que tienes alrededor te diga que te animes. Pero sobre lo que sí puedes ejercer cierto control es sobre tu forma de mirar el mundo».

Ese cambio de mirada implica abrir la mente y limpiarla de los sesgos cognitivos con los que solemos analizar la realidad que nos rodea: «No hay que fiarse de las primeras impresiones, ni quedarse únicamente con los aspectos negativos. Hay que pararse un momento, reflexionar y ampliar nuestra manera de asomarnos a la realidad. Cambiarnos las gafas para intentar ver las cosas desde puntos de vista diferentes».

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