Educación

El niño que fui, el adulto que soy

A veces es difícil separar las expectativas de la infancia de nuestra realidad adulta, lo que puede conducir a la frustración. Lo que nos sucede cuando somos niños influye en nuestra madurez, con efectos duraderos y, en algunos casos, permanentes.

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08
octubre
2024

Si, en general, las comparaciones tienden a ser odiosas, una particularmente irritante (por ser muy probable que salgamos escaldados) es la que sitúa en la balanza al niño que fuimos en el pasado junto a nuestra versión adulta actual. «Con lo guapo, listo, cariñoso que era de pequeño…» es el muy probable juicio que emitirán, con nostalgia y un cierto poso de amargura, quienes nos conocieron en ambas etapas –padres, tíos, primos, amigos del colegio– al confrontar las expectativas que generamos durante la infancia con aquello, mucho más decepcionante, en lo que finalmente nos hemos acabado convirtiendo.

Pero no desespere. Porque, aunque el tiempo transcurrido, los avatares de la vida y las decisiones tomadas puedan hacer que nuestra configuración actual se muestre deslucida en relación al libro en blanco y repleto de posibilidades que encarnamos durante nuestros primeros años de desarrollo, en realidad parte de aquel niño o niña que fuimos sigue estando ahí, presente en nosotros en alguna medida.

La impronta que deja la infancia en la personalidad adulta ha sido extensamente estudiada por la psicología. «La infancia es el suelo sobre el que caminamos durante toda nuestra vida», decía Erik Erikson, padre de la teoría del Desarrollo Social. Según este autor, los asuntos no resueltos en las etapas tempranas del crecimiento pueden tener efectos duraderos y hasta permanentes en la edad adulta. También el psicoanálisis pone el foco en esos primeros años para explicar futuros traumas o relaciones afectivas. Carl Jung sostenía que la neurosis infantil es la base de la personalidad durante el resto de la vida, y creía que la tarea del adulto consiste en reconciliar el niño que fue con la persona que es ahora.

«La infancia es el suelo sobre el que caminamos durante toda nuestra vida», decía Erik Erikson

El papel de los adultos

Otras líneas de investigación han apuntado que determinadas experiencias infantiles adversas (ACE) también pueden tener efectos positivos a largo plazo. Por ejemplo, la resiliencia y la autoestima del niño pueden verse reforzadas si cuenta con un adecuado apoyo familiar a la hora de afrontar esas vivencias.

Entre las doctrinas que exploran esa impronta está la llamada la teoría del apego. Desarrollada por John Bowlby, esta sostiene que los lazos emocionales que los niños entablan con sus cuidadores tienen un impacto en su desarrollo que permanece en ellos durante toda su vida. Bowlby establece cuatro tipos de apego: seguro, ansioso, evitativo y desorganizado. Cada uno de ellos marca la manera en que ese niño afrontará sus relaciones sociales o se enfrentará al estrés en el futuro.

Según las investigaciones de Diana Baumrind, la educación también un elemento que deja efectos visibles en el desarrollo. Esta autora hace una distinción entre cuatro estilos de crianza: autoritario, permisivo, autoritativo y negligente. Según ella, los niños educados en ambientes autoritativos (madres y padres que explican a sus hijos con claridad cuáles son sus expectativas y establecen reglas que ellos pueden comprender fácilmente) tienen más posibilidades de convertirse en adultos coherentes y felices, mientras que otros estilos pueden devenir en problemas de conducta y desequilibrios emocionales.

Desde la psicología del desarrollo, un estudio de la Universidad de Harvard siguió el rastro a distintos individuos desde su infancia hasta la edad adulta. El trabajo logró demostrar cómo los rasgos de personalidad aparecidos a edad temprana permiten predecir el nivel de satisfacción y bienestar de años posteriores.

Personalidad y ADN

Desde un punto de vista neurológico, se ha demostrado que la personalidad no viene grabada de serie en el cerebro como una serie de características inmutables, sino que estas van cambiando de forma flexible en forma de sinapsis a lo largo de toda la vida. Sin embargo, también se ha establecido que las conexiones cerebrales que se establecen los primeros años marcan esos itinerarios; de ahí la importancia de que el niño crezca en un entorno positivo y estimulante.

La brillantez demostrada por un niño superdotado en un determinado campo no asegura su éxito en el futuro

La manera en que el potencial o altas capacidades que empiezan a manifestarse en un niño pueden relacionarse o no con sus talentos futuros es otro objeto de estudio ampliamente tratado. La principal conclusión que se extrae de esas exploraciones es que la brillantez demostrada por un niño superdotado en un determinado campo no asegura su éxito en el futuro, como tampoco existe una correlación directa entre un talento adulto y lo que esa misma persona apuntaba cuando era pequeño. En un post de hace unos años, José Antonio Marina señalaba cómo un niño prodigio podía convertirse en un adulto vulgar si no trabajaba su potencial, y se refería a esas altas capacidades infantiles como una «buena materia prima» para el talento, pero no talento en sí mismo. Para convertir las primeras en lo segundo y que no se vean frustradas esas expectativas es necesario un proceso de mejora continua o lo que el psicólogo estadounidense Robert Sternberg denomina «pericia en desarrollo».

Bien es cierto que las expectativas son un problema más de quienes se las crean que de quienes son objeto de las mismas. A veces, como ocurre con los que padecen el síndrome de Peter Pan o ese miedo atroz a madurar, lo difícil es desembarazarse del niño que fuimos y empezar a afrontar las responsabilidades de la edad adulta. Y es que, como dice el cómico Berto Romero en uno de los episodios de Nadie sabe nada, el podcast que comparte con Andreu Buenafuente, «lo que nadie te cuenta del hecho de cumplir años es que el que va dentro es el mismo».

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