Opinión

Desde Hiroshima

El 6 de agosto, cuando Toyofumi Ogura caminaba bajo un cielo de un azul intenso, en dirección a la ciudad, una intensa luz brilló en el cielo. Tan solo un momento después Toyofumi Ogura escuchó un estruendo sordo y una presión violenta le cortó la respiración, era la onda expansiva de la primera bomba atómica que el ejército americano había arrojado sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.

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11
septiembre
2024
Hiroshima en octubre de 1945, dos meses después del lanzamiento de la bomba atómica.

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El 6 de agosto, cuando Toyofumi Ogura caminaba bajo un cielo de un azul intenso, en dirección a la ciudad, una intensa luz brilló en el cielo e inmediatamente después una inmensa montaña de nubes se extendió hacia los lados arremolinándose engullida hacia el centro. Tan solo un momento después Toyofumi Ogura escuchó un estruendo sordo y una presión violenta le cortó la respiración, era la onda expansiva de la primera bomba atómica que el ejército americano había arrojado sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Fue una explosión a 600 metros del suelo de la ciudad, equivalente a 16 kilotones de TNT, que elevó la temperatura circundante a más de un millón de grados centígrados, incendiando el aire y creando una bola de fuego que hizo proclamar al capitán Robert A. Lewis, copiloto del bombardero Enola Gay, mientras estas se expandía a su alrededor, «Dios mío, ¿qué hemos hecho?».

Sin embargo, y a pesar de la inmediata, general e indiscriminada devastación producida, 92.133 muertos y 37.425 heridos, el presidente Truman, días después del lanzamiento de la bomba, se vanaglorió del resultado obtenido afirmando: «Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas… Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra… El 26 de julio publicamos en Potsdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra».

Por aquel entonces las leyes de la guerra ya establecían normas para la protección de la población civil contra los bombardeos aéreos. En 1889 la Conferencia de Paz de La Haya, firmada por Estados Unidos, ya había prohibido el lanzamiento de proyectiles y explosivos desde globos o dispositivos similares, el uso de proyectiles cuyo objeto fuera la difusión de gases asfixiantes o gases tóxicos, así como el uso de las balas que se expanden o aplastan fácilmente el cuerpo humano. Sin embargo, ninguno de los responsables de los dos ataques nucleares, primero a Hiroshima y tan solo tres días después a Nagasaki, fue juzgado o declarado responsable de esas dos más que evidentes violaciones de las leyes de la guerra.

Ninguno de los responsables de los dos ataques nucleares fue juzgado o declarado responsable de esas dos más que evidentes violaciones de las leyes de la guerra

Cuando en mayo de 2016 el presidente Obama visitó Japón –era el primera presidente de Estados Unidos que lo hacía tras la Segunda Guerra Mundial–, al ser preguntado en una entrevista a la cadena japonesa NHK sobre si el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki merecían una disculpa, contestó: «No, porque creo que es importante reconocer que en medio de una guerra los líderes toman todo tipo de decisiones».

Parafraseando a George Orwell –que en 1944, un año antes del lanzamiento de las bombas atómicas, había escrito en uno de sus artículos para la revista Tribune que «la historia la escriben los vencedores»– se podría afirmar que también «la historia la juzgan los vencedores», como demuestra el hecho de que en Nuremberg solo fueran juzgados los vencidos. Sobre ese indiscutible hecho, y sobre los argumentos que Estados Unidos esgrimió para justificar el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las dos conocidas ciudades niponas, se alzan las historias personales de aquellos que vivieron en primera persona el estallido de la bomba atómica y fueron testigos de sus inmediatos efectos y de lo que produjo durante los días, semanas y meses posteriores. Es el caso de la relatada por Toyofumi Ogura, profesor de Historia en la Universidad de Hiroshima, quien publicó en 1948 el primer testimonio del bombardeo atómico en el conocido libro titulado Cartas desde el fin de mundo (Ediciones Pasado y Presente, 2012). Es un relato en el que, el profesor Ogura, en forma de cartas a su esposa, fallecida días después de la explosión a causa de los efectos de la radiación, narra lo vivido en primera persona: la observación de «el rayo de la muerte», la visión de la ciudad arrasada de la que literalmente «no quedaba nada», la imagen de los muertos calcinados, de los «cadáveres vivientes» muchos de ellos de niños movilizados como voluntarios, la desesperada búsqueda de su esposa, «el olor a muerte que flotaba en las tinieblas», el éxodo de los supervivientes, y las enfermedades producidas semanas y meses después por la radiación.

Otro libro excepcional que nos cuenta la intrahistoria de lo ocurrido es el relato Hiroshima (Penguin Random House, 2016) del periodista corresponsal de guerra John Ghersey. Este relato fue escrito a partir del testimonio de seis hibakushas, como se denominan en Japón a los supervivientes de la explosión nuclear, y fue publicado íntegramente por la revista New Yorker en 1946.

También hoy, más allá de las justificaciones ofrecidas por los responsables de las guerras presentes en distintos escenarios, para justificar como «daños colaterales», las flagrantes violaciones de las leyes de la guerra, se alzan las historias personales de aquellos seres indefensos que las sufren y que interpelan a la conciencia de los ciudadanos del mundo para reclamar de sus líderes la paz en el mundo. Como nos conminó a hacer el profesor Ogura en 1982, el problema no es solo la bomba atómica, sino el desarrollo ilimitado de las bombas científicas cuya utilización puede depender, como gritó Iván a Aliosha en Los hermanos Karamazov, del pequeño diablo que anida en el corazón del hombre.

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