Pensamiento

Un caballo blanco no es un caballo

¿Cuáles son los peligros del mal uso de la retórica? ¿Necesitamos analizar en cada momento qué nos están contando y qué verdaderas intenciones se esconden detrás del discurso?

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23
agosto
2024

La realidad es tozuda. Importa poco que aceptemos o neguemos los hechos, los procesos, la naturaleza de las cosas que existen. Aquello que haya de suceder ocurrirá igualmente. Sin embargo, los seres humanos tenemos la capacidad para conocer la realidad y actuar en consecuencia. Este proceso produce una peligrosa dicotomía: si bien albergamos en nuestras características humanas, a través de la reflexión, la posibilidad de ampliar nuestra acción externa, el cosmos es tan extenso y complejo que nos resulta difícilmente abarcable. Una primera consecuencia cuando no se acepta esta dualidad es que, inevitablemente, comenzamos a edificar mundos imaginados de ficción más reducidos y sencillos de asimilar, también de controlar, que la realidad.

Casi todo el imaginario social está construido sobre esta clase de fantasía. El orden, pensado como trascendente, negada su contingencia, basado en leyes, estructuras y jerarquías a merced del cambio que producen las diferentes circunstancias, la voluntad popular y, en según qué épocas y países, la unilateral volición de los gobernantes. La vida urbanita, fundada en el trabajo para otros, abnegada de las labores de una economía de subsistencia propia del vínculo entre el ser humano y el medio natural, cada vez más quebrado, como denuncian, en esencia, los agricultores que protestan en toda Europa por la prosperidad del medio rural. Y, en general, la visión del mundo que nos ha sido transmitida a través de la educación recibida por nuestros padres, la experiencia directa y el aprendizaje. Una mentalidad que nos invita a ver a nuestros semejantes –y los diferentes países, naciones y sociedades– como competidores sobre los que es necesario imponerse mediante el dominio y su definitiva sumisión. De hecho, desde que somos pequeños nos dicen, cuando empezamos a intuir la irracionalidad sobre la que están edificadas la mayoría de convenciones humanas, que «es lo que hay». «El mundo es así», aseguran nuestros seres queridos, «hay que apechugar».

La verdad es condición inmanente de la esencia de cualquier idioma: para poder mentir o crear fantasía antes deben haberse codificado realidades

Un elemento clave que sostiene esta mentalidad es el lenguaje. Nuestros ancestros relacionaron imágenes de distintos animales, astros y objetos concretos con sonidos que podían producir para comunicar una verdad a sus semejantes. La verdad es, si se piensa, condición inmanente de la esencia de cualquier idioma: para poder mentir o crear fantasía antes deben haberse codificado realidades. Sin embargo, cuando las sociedades se van haciendo más complejas y un lenguaje evoluciona según las nuevas necesidades de los hablantes comienza a asumirse un léxico abstracto, que ya no hace referencia a esta o a aquella cosa concreta que existe, sino a sus características comunes que definen lo que algo es. A partir de ese momento surge la retórica y, con ella, los discursos vacíos.

En la antigua China, durante el periodo de los Reinos Combatientes, hubo un retórico que se llamó Gongsun Long. En uno de sus viajes tenía que cruzar la frontera de uno de los pequeños reinos en que se había dividido la región, pero los guardias le avisaron de que el soberano había impuesto una norma peculiar: ningún extranjero podía acceder al territorio montado a caballo. El polemista, que cabalgaba a lomos de un caballo blanco, no se dio por vencido. La ley podría ser la ley, pero la verdad está por encima de ella. O, mejor dicho, hacer que los demás crean que algo es cierto cuando no lo es. Y eso hizo Gongsun Long: mediante tres argumentos que hoy identificaríamos como ejemplos de falacia, el retórico chino consiguió convencer a la autoridad aduanera de que su caballo blanco, en su particularidad, no era un caballo, sino un tipo diferente de entidad al que la ley, que hablaba de caballos genéricos, no le podía afectar, pues no todos los caballos son blancos.

Realidad y discursos

Con el auge de las ideologías y de las redes sociales como enormes foros de comunicación global, las viejas falacias pueblan los discursos vacíos de diversas figuras de autoridad y ciudadanos de a pie. Hace poco, en X, un usuario comentaba que «un nazi no es un ser humano» a raíz de una noticia. Fue gracioso, porque las ideologías, que beben de cierto grado de populismo, son más humanas que cualquier otro elemento político. La mayoría de las personas necesitan adaptar el mundo a la mentalidad que ha asumido. Para ellas, las dudas han de ser parcheadas por una cierta fe. Esa fe, si es elevada y racional, se fundamenta en lo divino, es decir, en el orden esencial que rige el cosmos, que es permanente y trascendente. Pero cuando la fe no es elevada, la creencia se limita a un ideario o, peor aún, a un discurso. Discursos que, en ausencia de reflexión, persiguen convencer desde una cierta coherencia estructural. Así nacen las falacias, el engaño y las terribles consecuencias en el obrar humano que tiene la retórica preñada de mentira. Por ejemplo, la pobreza, la pérdida de derechos civiles, la xenofobia, los abusos y genocidios. También las guerras.

Hace más de dos mil años que esta clase de birlibirloques de la palabra han sido sistemáticamente analizados y desmontados, aunque sigamos repitiéndolos una y otra vez. En occidente se han estudiado desde Aristóteles hasta Schopenhauer. En oriente, los moístas se esforzaron en justificar aberraciones que en nada envidian a las de nuestro tiempo. Fue el caso de su celo a la hora de ajusticiar ladrones mediante el desarrollo de la retórica. Para unificar su jian ai o «amor universal» al mismo tiempo que incluían la pena de muerte defendieron como principio que «un ladrón no es un ser humano», por lo que, una vez convencidos sus correligionarios, tenían vía libre para aplicar la pena de muerte sin que ninguno sintiese contradicción entre sus crueles normas y sus ideas.

Poco importa la verdad de la que puedan ser mensajeras las palabras para quien entiende la retórica desde una perspectiva perversa

Poco importa la verdad de la que puedan ser mensajeras las palabras para quien entiende la retórica desde una perspectiva perversa. Hay quienes alardean, porque saben juntar algunas palabras sin tartamudear, de la naturaleza de una retórica fundamentada en el manejo de los sofismas. Para estas personas, lo único que importa es sentirse victoriosos, imponer su voz. Muy frecuentemente se sienten heridos cuando el inteligente calla y otorga: ese silencio, malinterpretado, no implica sumisión, sino omisión. Es triste mendigar atención mediante el engaño.

Por el contrario, un buen retórico puede emplear su habilidad para relacionar supuestas causas y efectos con el interés de comunicar verdad, mostrar resultados y abrir debate. Si una propuesta es en realidad una solución para un problema, esta ha de ser accesible mediante la razón para cualquier oyente. No hay superiores ni inferiores en las artes del conocimiento, sino compromiso con la verdad o ausencia de él.

Cuando nos dicen que la guerra es necesaria y que tal o cual decisión se toma por el bien común es imprescindible echar un vistazo a lo que nos están contando. Pensar en vez de ceder a la emoción que suele usarse como máscara en los discursos que esconden la fealdad de las intenciones ajenas. Analizar, siempre, qué implicaciones reales tiene cada propuesta. Porque, no lo olvidemos, por mucho que queramos creer que un caballo blanco no es un caballo, el caballo seguirá siendo, antes que ninguna otra cosa, un corcel. Y la negación ciega e irracional de lo real dirige por un único camino a quien se opone a aceptar las cosas como son: la negligencia, el sufrimiento y la disociación.

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