Pensamiento rumiante

El pensamiento rumiante

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Enfocada obsesivamente en los problemas y en los «qué hubiera pasado si», la mente que rumia se enfrasca en un bucle de pensamientos negativos. Pero, aunque parezca complicado, la psicología demuestra que es posible escapar de la espiral.
Ilustración: Óscar Gutiérrez

Un estribillo que se repite. La mente insiste: el mismo pensamiento, una, y otra, y otra vez. La rumiación mental es una forma de pensamiento repetitivo que da vueltas sobre el mismo problema, las mismas preocupaciones. Como las vacas, los camellos o las cabras, la mente rumiante mastica las mismas ideas en bucle, sin ser capaz de dejarlas pasar ni mucho menos procesarlas. La psique rumiante no digiere: ruñe compulsivamente el hueso del malestar, repasa sin parar las causas y las consecuencias de un hecho, una conversación, un contratiempo. Por qué sucedió, por qué de esa manera, qué habría pasado si no hubiera hecho o dicho esto o aquello, por qué no ocurrió eso o lo otro, etcétera. Y qué largo se hace a veces ese etcétera.

Porque si algo caracteriza a este tipo de cognición persistente es el sesgo negativo. El pensador que rumia se enfoca obsesivamente en los problemas sin lograr centrarse en las posibles soluciones. El efecto de negatividad empuja a la psique a dar más relevancia a los aspectos negativos de una situación que a los que podrían resultar positivos o neutrales. Se trata de un sesgo cognitivo que enfrasca la atención en las trabas, los inconvenientes, en general, las cosas que salieron mal. Lo negativo se magnifica y eclipsa todo lo demás.

Hiperconciencia del yo

Para el psicólogo Rubén Casado, autor del libro Mente de mono, cerebro de vaca, existen diversos factores que llevarían a que algunas personas sean más propensas a la rumiación. En primer lugar, afirma el experto, la evolución ha favorecido la existencia de «guardianes de la tribu», personas que son capaces de mantenerse siempre en alerta y anticipar peligros potenciales que los demás no logran percibir. Por otro lado, a nivel biológico, los individuos con mayor actividad en la amígdala pueden ser más susceptibles a quedar sumidos en un ciclo de pensamiento negativo.

«Experiencias traumáticas o adversas en la infancia, como el abuso o la falta de seguridad afectiva, pueden hacer que una persona desarrolle una tendencia a rumiar como un intento de resolver problemas que parecen irresolubles», añade. Asimismo, ciertos rasgos de personalidad como el neuroticismo, la autoexigencia, el perfeccionismo y la autocrítica severa —muchas veces enseñados desde la crianza— aumentan la vulnerabilidad ante el pensamiento rumiante.

Darle vueltas una y otra vez a lo negativo acaba siendo una suerte de «mala fe» sartriana: una forma de negarse a uno mismo la libertad
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Porque, más allá de la hipervigilancia, la rumiación revela muchas veces un exceso de introspección. En palabras de la psiquiatra Jacqueline Olds, «es como quedar atrapado en una conversación contigo mismo». El diálogo interior se vuelve alienante. Un yo hipertrofiado se atasca en la autorreferencialidad. Una espiral mental que asfixia.

La rumiación prolongada lleva al desgaste emocional. Y quizá lo más grave es que está estrechamente relacionada con la ansiedad y la depresión. No solo puede contribuir a que se desarrollen este tipo de trastornos de salud mental, sino directamente empeorar las condiciones ya existentes. La profesora de psicología y experta en regulación emocional de la Universidad de Yale Susan Nolen-Hoeksema ha encontrado que el pensamiento rumiante «agrava la depresión, intensifica el pensamiento negativo, deteriora la capacidad de resolución de problemas, interfiere con el comportamiento instrumental y erosiona el apoyo social».

Vías de escape

Dirían los epicúreos que la forma de liberarse es a través de la ataraxia, ser capaz de aplicar la imperturbabilidad del alma, dominar las pasiones con sabiduría. Los estoicos, por su parte, invitarían a la aceptación radical de lo que escapa a nuestro control, dejar de desperdiciar nuestros recursos mentales en esas cosas que no podemos cambiar. La máxima del amor fati sobrepasaría la dicotomía del control: amar nuestro destino tal como es, entregarnos al presente, aceptando todo lo que nos sucede. «No querer que nada sea distinto», Nietzsche dixit.

Sin duda suena maravilloso, pero como es posible que a la mayoría nos cueste llegar a un total «sosiego del espíritu», en las investigaciones en psicología y neurociencia pueden encontrarse consejos más mundanos. Una de las claves radica en la neuroplasticidad. Gracias a su flexibilidad cognitiva, es posible entrenar el cerebro para poner en marcha hábitos mentales saludables. «Es importante entender que el cerebro tiende muchas veces a la divagación y necesita ser dirigido —señala Casado—, de lo contrario, corremos el riesgo de que nos dirija a nosotros».

La rumiación prolongada lleva al desgaste emocional y está estrechamente relacionada con la ansiedad y la depresión
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El psicólogo experto en ansiedad plantea entonces la posibilidad de entrenar el foco, nuestra ventana de atención, para habituar a la mente a que se enfoque en el presente y observe los pensamientos sin juzgarlos —ni reaccionar ante ellos—. «El cerebro ha de aprender que es una máquina de elucubrar, pero no tiene una visión del futuro realmente predictora; solo es capaz de imaginar, no de ver», advierte Casado. Así, desde la terapia cognitivo-conductual se apunta a que el paciente cuestione la validez de sus pensamientos negativos —sobre todo esos que surgen de forma automática— y comience a sustituirlos por unos más equilibrados.

Diversos estudios han evidenciado que actividades como el ejercicio físico, la expresión artística y la respiración consciente también ayudarían a menguar el bucle rumiante. Por ejemplo, la práctica del pranayama, una técnica yóguica de control de la respiración, ha demostrado generar un cambio significativo en los niveles de estrés y las emociones negativas, contribuyendo así a mejorar el estado de ánimo y favorecer la regulación emocional. Y sobre todo se recomienda meditar, así sea solo durante un par de minutos; porque, al fin y al cabo, como bien dice Emmanuel Carrère en Yoga, «la meditación es descubrir que eres otra cosa que lo que dice sin cesar: ¡yo! ¡yo! ¡yo!».

La verdadera cara de la rumiación ya la había descrito Virgilio en la Eneida, cuando escribió «Tum vero in curas animo diducitur omnis» («Entonces, en verdad, se desgarra el alma en inquietudes»). Es verdad que cierto vagabundeo mental o pensamiento espontáneo puede ser favorable para el desarrollo creativo. Sin embargo, sobrepensar sin pausa lleva a una espiral de negatividad que, en el fondo, acaba siendo una suerte de «mala fe» sartriana: una tendencia a negarse a uno mismo la libertad.

Por eso, si parece imposible no tropezar de vez en cuando con los ires y venires de la mente negativa, lo importante es ser capaces de soltar los nudos cuando se cae en el ciclo de pensamiento intrusivo. Salir de la fijación de lo que salió mal o lo que podría haber sido diferente. Dejar de desgarrarse el alma con preocupaciones. Escapar de la trampa de la rumiación. Aprender, cuantas veces sea necesario, a liberarse.