Opinión

Schopenhauer, un maestro pesimista para poder vivir mejor

Aunque sus ideas le han servido para ser catalogado como el padre del pesimismo moderno, las enseñanzas del filósofo alemán resultan muy actuales para enfrentarse a algunos de los peores males contemporáneos. Frente a un mundo hiperacelerado e individualista, en sus libros es posible encontrar el valor de la erudición, el autoconocimiento, la compasión o el humor.

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29
junio
2022
Retrato de Arthur Schopenhauer por Angilbert Wunibald Göbel (1859).

Arthur Schopenhauer tuvo una infancia muy rica en experiencias. La situación económica de sus padres le permitió viajar por toda Europa y aprender varios idiomas, de manera que pudo observar las grandes maravillas del arte y la arquitectura, pero también tuvo tiempo para enfrentarse a las más abyectas miserias a las que los humanos nos sometemos los unos a los otros. Algunos lustros más tarde, recordaba así dichas vivencias: «Lo que más me alegra de todo es haberme acostumbrado desde joven a no darme por satisfecho con los simples nombres de las cosas, sino poder diferenciar, tras su ponderación y exploración, el conocimiento que aporta la experiencia directa de la vana palabrería; de ahí que en mis años venideros jamás corriese el peligro de confundir las palabras y las cosas».

Una de aquellas enriquecedoras experiencias fue su encuentro con los condenados a galeras. En aquel momento, y siendo todavía un niño, Schopenhauer pensó que este mundo no podía ser obra de un dios magnánimo y benévolo, sino más bien una construcción caótica y perversa de algún demonio ocioso que se contenta observando el sufrimiento y el dolor de los seres humanos. Desde aquel momento, y a pesar de las enconadas intenciones de su padre, Henrich Floris Schopenhauer (que quería que su hijo se dedicara a los negocios), el joven Arthur tomó definitivo partido por los estudios filosóficos y humanísticos.

Cuando Arthur fue preguntado por el célebre poeta Christoph Martin Wieland acerca de por qué deseaba enfrascarse en la filosofía, aquel le explicó que el mal reina en el mundo y que por ello, por razón de su compromiso intelectual y antropológico, se veía empujado a estudiarlo. Wieland le desaconsejó de manera ferviente que se dedicara al estudio de la filosofía, aduciendo que era una carrera poco sólida. La respuesta de Schopenhauer fue contundente: «La vida es una cosa miserable y yo me he propuesto dedicar la mía a reflexionar sobre ello».

Schopenhauer: «La vida es una cosa miserable y yo me he propuesto dedicar la mía a reflexionar sobre ello»

Muchos años más tarde, el pensador oriundo de Danzig redactó un texto, contenido en el primer volumen de Parerga y Paralipómena, que lleva por título Aforismos sobre la sabiduría de la vida, donde ofrece algunas recomendaciones, advertencias y variados –y útiles– consejos para desenvolverse con garantías en la escabrosa escena del mundo. En dicha obra, sin dejar de lado su declarado y convencido pesimismo –según él, «el error innato del hombre es pensar que ha nacido para ser feliz»–, Schopenhauer nos dota de armas prácticas, intelectuales, emocionales y psicológicas para poder resistir una vida que, casi siempre, nos pone las cosas muy difíciles. Se trata, como ya sugirió Epicuro, de una medicina para el alma que se ve acosada por los diversos e intrincados avatares existenciales. 

Es una medicina amarga, desde luego, como anuncia el propio autor al inicio de los Aforismos: no saldremos vivos de esta aventura a la que llamamos vida y, además, no resulta sencillo habérselas con un mundo repleto de miserias, enfermedades, dolores e incomodidades, traiciones y mentiras, deseos y anhelos, desamores y desencuentros. Pero sí, es una medicina al fin y al cabo. Ya apuntó el emperador filósofo, Marco Aurelio en Meditaciones que «todo lo del cuerpo es un río; lo del alma, sueño y vapor; la vida, una guerra y un exilio, y la fama póstuma, olvido. ¿Qué es lo que nos puede guiar? Sólo y únicamente la filosofía».

Porque, si bien es cierto que nuestra condición de «animales metafísicos», como Schopenhauer califica a los humanos, lo que nos expone a un sinnúmero de irresolubles inquietudes que parecen no tener fin ni definitiva solución, también lo es que podemos alcanzar una existencia lo más sosegada y apacible posible si logramos poner coto, tanto en nosotros mismos como en los demás, a la endiablada maquinaria que todo lo mueve y agita: la voluntad, nuestros deseos. 

Es por ello que como primer consejo schopenhaueriano encontramos la necesidad de centrarnos en el presente, que se nos escapa como la arena lo hace entre las manos, ya que siempre andamos preocupados por lo que posiblemente nunca sucederá o por lo que ya sucedió y no se puede cambiar. «En vez de ocuparnos exclusiva y permanentemente de los planes y preocupaciones futuros o, al revés, entregarnos a la nostalgia del pasado, nunca deberíamos olvidar que solo el presente es lo único real y seguro», escribe. Solo él es «verdadero y efectivo», por lo que «deberíamos dedicarle nuestra cálida acogida, disfrutando de manera consciente cada hora soportable y libre de contratiempos o sufrimientos inmediatos». 

«Schopenhauer es un gran valedor de la alegría: nunca sabemos cuándo volveremos a sentirnos dichosos»

Y quién lo diría, es Schopenhauer, padre del pesimismo moderno, un gran valedor de la alegría, de dar rienda suelta a nuestro bienestar cuando se presenta sin ponerle condiciones o limitaciones, justamente porque no sabemos cuándo volveremos a sentirnos dichosos, raro premio que nos concede el destino: «Debemos abrir las puertas a la alegría allí donde ésta se presente, ya que nunca llega en mal momento, en lugar de dudar, como hacemos a menudo, en permitirle la entrada porque primero deseamos saber si tenemos todos los motivos para estar satisfechos».

Otra de las piezas maestras para el puzzle de nuestra vida que Schopenhauer presenta en los Aforismos es la de conocernos a nosotros mismos. La de recapacitar sobre quiénes somos y qué deseamos: parar y reflexionar en un mundo que va demasiado rápido y no nos lo pone fácil. Es preciso iniciarnos en el muy antiguo imperativo délfico –«conócete a ti mismo»– para llegar a saber qué queremos auténticamente y, por tanto, conocer lo esencial para nuestra felicidad, además de indagar en nuestra vocación, lo que impide que nos extraviemos, invitándonos a seguir una senda segura hacia la obtención de nuestros objetivos. No se trata de ambición, sino de encauzar con corrección nuestros ánimos y esfuerzos sin desorientarnos ni desanimarnos.

Por eso, de la mano del autoconocimiento, no nos debe importar tanto lo que poseemos materialmente o lo que representamos ante los demás, sino aquello que llena y ocupa nuestra conciencia. Como sostiene Schopenhauer, «cualquier ocupación esencialmente intelectual dará al espíritu que sea capaz de ella más que la vida real, sujeta a continuos cambios, éxitos y fracasos, junto con sus golpes y molestias». La lectura, la escucha de bellas piezas musicales o un paseo en silencio nos aleja de una vida disipada y malbaratada, normalmente llena de ruido y constantes estímulos, centrada en una persistente sucesión de alegrías, placeres y goces (y dolores, sufrimientos y angustias) que alimentan los grandes imperios económicos, que espolean nuestro deseo sin descanso.

Cultivar la soledad, la autonomía, el juicio propio y la independencia es fundamental para el filósofo alemán

La más importante posesión es lo que somos por nosotros mismos; lo que somos cuando nos quedamos solos con nosotros mismos. Cultivar la soledad, la autonomía, el juicio propio y la independencia es también para Schopenhauer un punto fundamental. Siguiendo las enseñanzas del místico Angelus Silesius, el pensador alemán nos exhorta a crear un desierto interior que podamos habitar incluso cuando estamos rodeados de gente. Al fin y al cabo, tenemos que aprender a convivir con nosotros mismos, no solo soportar las desavenencias ajenas. Es nuestra única posesión segura, la mismidad, que hay que cultivar con placeres intelectuales, sin olvidar nunca la salud de nuestro cuerpo. Schopenhauer fue muy aficionado de los largos paseos, que practicaba todos los días a buen ritmo en compañía de su perrito de aguas, y llegó a ser conocido en Frankfurt por su vertiginosa cadencia andariega. En definitiva, es imperativo practicar el cuidado de sí mismo en lo intelectual y en lo físico, y seguir, así, dos de las máximas de dos clásicos irrenunciables: Sócrates («una vida que no se examina a sí misma no merece la pena ser vivida») y Aristóteles («la vida consiste en el movimiento»), sin olvidar la sabiduría hindú, que Schopenhauer introdujo en el contexto intelectual occidental a través de su lectura del Bhagavad-Gita: «quien tiene su mente continuamente dirigida a los objetos de los sentidos es encadenado por ellos; de este lazo nace el deseo, y del deseo la cólera»).

Cuando el optimismo dice alegremente que hay que ver el vaso medio lleno, no medio vacío, olvida preguntarse qué o quiénes vaciaron la mitad de ese vaso. El pensamiento positivo más dañino y dulzón, tan en boga en nuestros días, nos empuja a renunciar al componente crítico y disidente de nuestra inteligencia. La sabiduría pesimista encierra numerosas bondades y, lejos de situarnos en un inoperante quietismo o en un vacuo derrotismo, nos invita a encarar –y a cuestionarlo– el mundo sin esquivar ninguna de sus aristas, por oscuras o inciertas que puedan resultarnos; verlo con ojos críticos, en pasmo, de ánimo escrutador.

Esto, a fin de cuentas, es la lucidez: no permitirnos atajos. Kein Sieg ohne Kampf, escribió Schopenhauer en su obra principal, El mundo como voluntad y representación: «No hay victoria sin lucha». No porque hayamos de convertir la vida en lucha, sino porque, ya insertos en la lucha, no hay por qué eludirla, «pues toda la vida es una lucha y cada paso ha de ser conquistado».

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