Cultura
«La meta de la utopía es transformar la realidad, no evadirse de ella»
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COLABORA2024
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Desde hace unos años, pareciera que el futuro está cancelado, una creencia influenciada en gran medida por la oleada distópica. Sin embargo, son muchos los pensadores que apuestan por pensar un mañana mejor, como el filósofo Francisco Martorell Campos, quien, en su libro ‘Soñar de otro modo‘ (La Caja Books), reivindica la importancia de los imaginarios utópicos para sortear la tentación del derrotismo. Un ensayo en el que, lejos de idealizaciones, despliega una crítica cultural en la que las referencias a la literatura de ciencia ficción, el pensamiento contemporáneo, la cultura popular y los clásicos de la filosofía se unen para iluminar desde distintos ángulos las causas del malestar contemporáneo y la posibilidad de la esperanza.
¿Cómo se entiende la utopía a día de hoy?
Aunque ahora vivimos una reivindicación de lo utópico en ciertos círculos culturales, lo cierto es que cuando el individuo promedio oye la palabra utopía lo primero que piensa es que se trata de algo irrealizable y peligroso. Esta asociación automática no es nueva: a lo largo de la modernidad todas las propuestas políticas adelantadas a su época han sido tachadas así. El concepto «utopía» funciona, en este sentido, como un insulto. Lo recibieron los ilustrados que proponían la educación universal, los sindicalistas que apoyaban la jornada laboral de ocho horas y las mujeres que reclamaban el derecho a votar. Hoy lo reciben los defensores de la renta básica universal y la economía circular.
¿Cuándo se desarrolló esta concepción peyorativa de la utopía?
Principalmente en las batallas políticas del siglo XIX. La propaganda conservadora alertó de que los socialistas, las feministas y demás insurrectos padecían un trastorno llamado utopía que los volvía fanáticos y empujaba a perseguir metas divorciadas de la realidad y contrarias a la civilización. Por su parte, el Manifiesto del Partido Comunista (Marx y Engels, 1848) sostuvo que, pese a tener rasgos positivos, la utopía beneficia a la burguesía, ya que ofrece consuelos ficticios que narcotizan al proletariado y perjudican la acción revolucionaria. Este dictamen disparó el desdén de abundantes marxistas de la época hacia los relatos sobre futuros ideales. Tiempo después llegó la URSS y, junto a ella, la certeza de que la utopía había sido materializada y que eran necesarios electricistas, fontaneros e ingenieros, no soñadores. El cenit de la demonización de la utopía llegó con la caída del Muro de Berlín. El evento fue leído como la prueba taxativa de que los ideales utópicos conducen necesariamente al totalitarismo y están condenados al fracaso.
«Cuando el individuo promedio oye la palabra utopía lo primero que piensa es que se trata de algo irrealizable y peligroso»
¿La asociación de la utopía con el totalitarismo tiene fundamento o es un tópico?
Es la quintaesencia del antiutopismo. Sus divulgadores más conocidos en el siglo XX fueron Karl Popper e Isaiah Berlin, filósofos liberales que, al igual que Ortega y Gasset, conectaron el pensamiento utópico con un racionalismo absolutista de cuño platónico que, cuando pasa al terreno político, desemboca en la ingeniería social totalitaria. Sobre dicho asunto hay que hacer dos precisiones. Una es que el liberalismo no siempre se ha pronunciado en el mismo sentido. Autores liberales progresistas como John Dewey, John Rawls y Richard Rorty han defendido la utopía. Hasta libertarianos como Robert Nozick lo han hecho. La segunda precisión es que, por mucho que los textos de Popper y Berlin ofrezcan instrucciones valiosas para localizar las vergüenzas utópicas, pecan de sesgados. El nacimiento del totalitarismo obedeció a multitud de causas, reducirlas a la utopía supone cometer una simplificación ilegítima. No menos que citar a la URSS como ejemplo de que la utopía y la democracia son incompatibles, cuando lo cierto es que fue ese país el que mayor hostilidad mostró hacia todo lo que oliera a utopismo. Aunque en sus orígenes participaron abundantes colectivos alternativos, el régimen los fulminó muy pronto para dar entrada a los positivistas y fordistas. Decir que no hay totalitarismo sin utopía y viceversa denigra a los utópicos que combatieron al terror totalitario y pasa por alto que la democracia fue, en origen, una utopía más. En Soñar de otro modo intento demostrar que la corriente principal de la literatura utópica planeó durante la modernidad sobre un entramado conceptual tremendamente autoritario. Pero mi voluntad no es desacreditar la utopía, sino ver dónde falló en el pasado para resetearla. A diferencia de Popper y Berlin, creo que el hecho de que la utopía albergara parámetros totalitarios en el pasado no implica que los tenga que albergar en el presente.
¿Cómo tenemos que entender la utopía?
Una manera de aclarar su significado es recordando la distinción de Ernst Bloch entre utopía abstracta y concreta. La primera coincide con el sentido peyorativo de la utopía ya comentado y abarca las fantasías sobre mundos ideales desprovistas de vínculos con el curso histórico y con las posibilidades reales o latentes del momento. Es el caso, por ejemplo, de Cucaña, Arcadia y El Dorado. En esas tierras imaginarias no hay pobreza, explotación ni violencia. Pero su dicha no procede del ingenio de los seres humanos, sino de una naturaleza mágica que les proporciona abundancia. Algo parecido sucede con el peón que conjetura que se hace rico con la quiniela y acude a la obra para hacerle un corte de mangas al jefe y decirle que no volverá jamás. La frustración de la vida insatisfecha es aliviada por medio de entelequias que no ansían cambiar la realidad, sino abandonarla. En cambio, la utopía concreta conecta el deseo de una vida más bella con las posibilidades liberadoras reprimidas por el presente, tal y como hacen los movimientos de emancipación. Su meta es transformar la realidad, no evadirse de ella.
¿Qué es entonces?
La utopía engloba manifestaciones diferentes. Si buscamos un hilo conductor, vale la pena acudir a la obra de Fredric Jameson y Richard Rorty, filósofos antagónicos que coinciden en que el concepto de utopía designa un tipo específico de deseo, el deseo de un mundo mejor. Cualquier persona lo experimenta. Por ejemplo, cuando vemos o sufrimos injusticias y decimos: «No hay derecho, eso no debería existir». La utopía palpita ahí, en el cruce entre el malestar hacia el presente, el anhelo de una existencia distinta y la esperanza de que algún día tal anhelo se realice. Históricamente, ha irrumpido en los peores escenarios, en tiempos difíciles. Por pura lógica, si uno siente que las cosas van fenomenal no padece el deseo de cambiarlas. Cuando el impulso utópico se vuelve concreto y embarga a las personas adecuadas es capaz de engendrar novelas sobre sociedades venideras deseables, o ensayos arquitectónicos o tecnológicos que traman cambios profundos. Otras veces, cristaliza en movimientos sociales o comunidades experimentales. Sea cual sea el caso, puede darse la casuística inversa, que una novela o política utópica despierten el deseo utópico en sujetos que no lo tenían.
«La utopía palpita en el cruce entre el malestar hacia el presente, el anhelo de una existencia distinta y la esperanza de que algún día tal anhelo se realice»
¿Siguen valiendo las antiguas utopías literarias?
Las utopías literarias tradicionales cumplieron un papel vital. Ampliaron la imaginación como nunca antes, idearon las medidas más rompedoras, potenciaron el deseo de cambio y transmitieron a la gente común que el futuro no está decidido. Pero si las leemos hoy suenan a sermones infumables. La mayoría retratan civilizaciones puritanas, estáticas y cerradas. Parecen monasterios, cuarteles o factorías, depende del caso. Por suerte, las utopías literarias del último medio siglo han efectuado un cambio radical de paradigma, liderado por las novelas Los desposeídos (Le Guin, 1974), Ecotopía (Callenbach, 1975) y Mujer al borde del tiempo (Piercy, 1976). Las sociedades que describen albergan imperfecciones y se encuentran en la cuerda floja. Plantean dudas acerca de sí mismas. Los estudiosos las llaman «utopías críticas». Yo prefiero llamarlas «utopías secularizadas», en la medida en que adoptan registros posfundacionalistas e impugnan las mitologías autoritarias del utopismo previo. Dentro de estas, hay una variante muy interesante. Me refiero a las obras que narran el proceso que lleva de una distopía capitalista a los preámbulos de una utopía progresista, recurso utilizado por Walkaway (Doctorow, 2017) y Nueva York 2140 (Robinson, 2017), entre otras.
¿Hemos perdido la capacidad de pensar en el futuro en positivo?
Fue en 1994 cuando Jameson escribió: «Nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra que el derrumbe del capitalismo». La frasecita se ha oído tanto que resulta tediosa. Pero su dictamen, ahondado por Mark Fisher, sigue en vigor. Nuestra facultad de imaginar alternativas políticas y futuros más modernos y democráticos que el presente se encuentra paralizada. Por muy convulsas que sean las circunstancias, el deseo utópico no prospera. Cunde el fatalismo del «no hay nada que hacer», el mantra de que «no hay alternativa». El motivo es que, tras la caída del Muro de Berlín, el capitalismo quedó huérfano de adversarios y colonizó cada resquicio de la realidad, incluido nuestro cerebro. Si probamos a visualizar civilizaciones del porvenir donde no exista, nos quedamos en blanco. Solo entrevemos su derrumbe si lo ligamos al «total deterioro de la Tierra», a un colapso ecológico terminal. Como la opción de derrotarlo políticamente queda excluida de antemano, transferimos a la naturaleza enojada la potencia de hacerlo, a la manera del Dios apocalíptico que purga el mundo de pecado. En estos imaginarios tan en boga el capitalismo termina, cierto, pero porque termina la civilización. El precio a pagar por la gratificación de que el dinero prescriba es el regreso a las eras preindustriales o la entrada en el puro caos. Nada que debamos tomar en serio. La buena noticia es que el bloqueo de la imaginación no durará siempre.
¿Qué relación existe entre el éxito de la distopía y la crisis de la utopía?
La coexistencia de ambos fenómenos arrancó tras la Primera Guerra Mundial y eclosionó tras la Segunda, alrededor de factores como el descrédito de la idea de progreso, la suspicacia ante los avances tecnológicos y la decepción causada por el socialismo real. Alcanzó su viveza máxima con la venida del bloqueo de la imaginación del que acabo de hablar, que impide concebir alternativas y causa, a la vez que refleja, la bancarrota de la utopía. La distopía no sale damnificada de dicho bloqueo, dado que su cometido no consiste en producir alternativas. Es más, lo aprovecha para monopolizar las representaciones del porvenir y multiplicarse sin límites. Cada día salen distopías nuevas. Cuando los escritores coetáneos quieren sentirse comprometidos o rebeldes, escriben una. Invierten su talento en reproducir hasta el infinito un formato crítico funcional al sistema, que no modifica nada ni desafía o agita a nadie. El problema es que el gesto trasciende la literatura. La teoría cultural y el propio activismo llevan tiempo a merced del canon distópico.
«Nuestra facultad de imaginar alternativas políticas y futuros más modernos y democráticos que el presente se encuentra paralizada»
¿Por qué las distopías no cumplen una función crítica, sino más bien al revés?
Hay abundantes razones. Telegrafiaré las más obvias. La primera es que la saturación de pronósticos horribles es de tal envergadura que nos hemos habituado a ellos. Más que indignar o concienciar, provocan indiferencia. Es obligatorio subrayar, asimismo, que son las multinacionales del entretenimiento las que fabrican distopías a granel. Gran parte de los títulos implicados legitiman el orden establecido. No critican al capitalismo, sino a regímenes colectivistas y estatistas contrarios a la pluralidad y la libertad individual, como si estuviéramos en plena Guerra Fría. Algunas de las que sí lo critican no van más allá del cuñadismo de turno. Las más sagaces esbozan diagnósticos certeros de los poderes vigentes y ensalzan el acto de resistir o rebelarse. Aun así, tampoco trascienden la crítica tremendista, el modelo de cuestionamiento que gusta recrearse en los aspectos represivos de la realidad y prescindir de soluciones. El resultado es una crítica que, en el mejor de los supuestos, empuja a la movilización defensiva, basada en el miedo, dedicada a salvaguardar antiguos logros y evitar peligros. En el peor, a la resignación y la pasividad. Si yo formara parte de las élites económicas del planeta, estaría encantado con discursos opositores así de inofensivos y faltos de imaginación.
¿Qué valores crees que son innegociables para las utopías actuales?
Abordar la cuestión ecológica es ineludible. Y la utopía ha de hacerlo con posiciones que superen la actitud edípica que romantiza la vuelta a lo natural en nombre de la pureza y la actitud despótica que lo explota en nombre del crecimiento. Al hilo del cambio climático, es preciso conjeturar usos emancipadores y no dañinos ambientalmente de la tecnología, así como reescribir las nociones de progreso y humanismo, en lugar de difamarlos. También ilustrar cómo lograrán nuestros descendientes salir del atolladero y reinventar los espacios urbanos, la movilidad, la participación ciudadana, la vivienda, los cuidados de los más vulnerables y la producción de energía y bienes. No menos importante es el reto de proyectar sociedades redimidas de la ética del trabajo y de los falsos dualismos heredados (libertad vs. igualdad, unidad vs. pluralidad, etcétera). En su seno, la redistribución económica ejecutada en pos de la igualdad corre paralela al reconocimiento de la identidad ejecutada en pos de la diferencia. Con todo, no son paraísos terrestres. Albergan tensiones, contradicciones y malestares. La oscuridad no se ha disipado. Son lugares donde la gente vive y se organiza de manera un poco más razonable que nosotros.
«El capitalismo quedó huérfano de adversarios y colonizó cada resquicio de la realidad, incluido nuestro cerebro»
¿Cuáles son las utopías más relevantes en la actualidad?
Movimientos como el decrecentismo, el solarpunk y el aceleracionismo desafían el bloqueo de la imaginación y ofrecen pinceladas de civilizaciones poscapitalistas brotadas a la vieja usanza de las contradicciones del capitalismo más desarrollado. Cada uno de ellos tiene sus pros y contras. En no pocos sentidos son, como diría William James, nuevos nombres para viejas formas de pensar. Pero en otros aportan imágenes frescas, abren debates estimulantes y levantan horizontes a los que dirigirnos. Con todo, las expresiones utópicas más influyentes son, de momento, otras. Por un lado está el transhumanismo, utopía tecnológica que codicia perfeccionar al ser humano implantando tecnología punta en su organismo. Su objetivo central es la inmortalidad. Si bien el transhumanismo se asocia con las élites de Silicon Valley, sus precursores fueron científicos marxistas de inicios del siglo XX. En realidad, armoniza con idearios políticos dispares. Por otro lado tenemos las retrotopías, impulsos de un mundo mejor que, en vez de proyectarse al futuro, se proyectan a pasados sublimados. Puesto que el mañana permanece bloqueado y despierta temor, solo queda la evocación nostálgica del ayer. La apuesta suele inclinarse hacia el lado conservador, aunque también asoma, con otros fines y semblantes, en los distintos primitivismos y en la fijación melancólica de determinadas izquierdas. Por último, encontramos el utopismo anarcocapitalista. En los 50 y 60 asomó en varias utopías literarias. Por entonces era un colectivo pequeño e ilustrado. No hace mucho levantó, con escasa fortuna y cuantiosos episodios risibles, diversas comunidades experimentales. Hoy se ha vuelto institucional y oscurantista, lidera el gobierno de Argentina.
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