Opinión

Los límites del ‘Me Too’: ¿hasta cuándo y hacia dónde?

Independientemente de la intención originaria del #MeToo, las consecuencias de este movimiento no están resultando ser del todo positivas.

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12
febrero
2024

El movimiento #MeToo, que ha tenido un alcance global desde octubre de 2017, ha contribuido a visibilizar la violencia sexual y la desigualdad de género en los espacios de trabajo. Tras las acusaciones de abuso contra el famoso productor Harvey Weinstein, fueron muchas las mujeres que se solidarizaron con las víctimas y compartieron también sus testimonios individuales. Me Too se adecuaba a una de las preocupaciones del movimiento feminista, el problema estructural de la violencia sexual, y facilitaba que las mujeres rompieran el silencio. Sin embargo, la denuncia social a golpe de hashtag y al margen de los canales institucionales, ha provocado también recelos y reacciones críticas, tanto fuera como dentro del activismo feminista.

En España, el asunto ha vuelto a la opinión pública tras la reciente revelación por el diario El País de tres testimonios que acusaban al director Carlos Vermut de violencia sexual. Tres testimonios que describen conductas muy dispares, algunas manifiestamente abusivas y otras, que se pueden calificar como desagradables e inapropiadas. Inmediatamente, las redes sociales se llenaron de multitud de reacciones y una parte de ellas incluso sugería que el silencio al respecto ya era motivo de sospecha. Un ejemplo de ello lo encontramos en el tuit de Lucía Lijmaer: «Venga, compañeros hombres, de la cultura. Periodistas, artistas, escritores, críticos, productores, directores. No cuesta tanto hablar del tema del día, del mes, del año». Me sorprende que cualquier gesto de prudencia o la firme determinación de no sumarse a un linchamiento, aún pudiendo tratarse de una persona que ha realizado actos terribles, se conciba estrictamente como una defensa o una falta de sensibilidad sobre los hechos.

«Los medios de comunicación se han convertido en un nuevo tribunal público y, en ese sentido, como ciudadanía, deberíamos estar vigilantes»

Independientemente de la intención originaria del Me Too, las consecuencias desplegadas de este movimiento no han sido del todo positivas. Los medios de comunicación se han convertido en un nuevo tribunal público y, en ese sentido, como ciudadanía, deberíamos estar vigilantes. En el juicio mediático se nos pide que decidamos sobre la inocencia o culpabilidad de los implicados, pero también que nos posicionemos abiertamente a favor de las víctimas. Aunque el sistema legal no sea perfecto, como ciudadana y feminista, anhelo que tales acciones no se planteen en un juzgado. Es esencial considerar que los hombres (y en general, cualquier persona) son victimizados cuando se establece un sentido de la justicia anárquico y que, en caso de ser culpables, no asegura su reinserción social. Personalmente, no creo que este sea un precio que valga la pena pagar por revelar los abusos o conductas sexualmente inapropiadas.

Romper el silencio es legítimo y es el primer paso para sacudirse de un dolor que puede ser monstruoso. Ahora bien, si queremos dar apoyo a las víctimas y mejorar la respuesta a estas denuncias, el objetivo no puede ser defender o infravalorar otros procesos de victimización. Asimismo, no solo es que el acusado tenga derecho a defenderse, es que las víctimas merecen una reparación al margen de la cancelación, la publicidad negativa y la vergüenza pública de quien las hirió.

Un feminismo que no clama por un juicio justo, por un sistema de justicia accesible para todos los ciudadanos, puede generar antipatía hacia la causa. Las iniciativas que implican la protección de los derechos civiles no pueden conformarse con meros señalamientos en las plataformas mediáticas o en las redes sociales, deben abogar por un sentido de la justicia que implique a toda la comunidad.

«Un feminismo que no clama por un juicio justo, por un sistema de justicia accesible para todos los ciudadanos, puede generar antipatía hacia la causa»

Las reputaciones perdidas pueden desalentar a posibles delincuentes y animar a muchos hombres a realizar un examen de conciencia sobre sus actitudes, en la seducción y en el sexo. Sin embargo, también pueden provocar efectos totalmente indeseables, incentivando una escalada de violencia o reforzando sentimientos de venganza. Además, el señalamiento público del agresor no se traduce directamente en un cambio estructural. La indignación está resultando no ser un buen catalizador para un cambio social y, en cambio, sí está socavando la credibilidad en el movimiento feminista. Todavía hay muchas mujeres que no pueden participar en el Me Too, ya sea porque no tienen redes sociales o porque no tienen la suficiente confianza todavía para contarlo.

Otra cuestión que merece plantearse es que estas acciones de denuncia no están siendo trascedentes ni funcionales en espacios ajenos al corporativismo del cine y la cultura. Son las personalidades conocidas y las élites políticas las que adquieren protagonismo en este tipo de noticia. El hecho de que los implicados sean conocidos marca la diferencia a la hora de permitir que sus acusaciones sean escuchadas e incondicionalmente creídas. Pero ¿acaso esto se puede extrapolar a lo que puede estar sucediendo en una oficina o en el campo, con dos personas anónimas?

Por otro lado, el testimonio de las víctimas genera una recompensa material. Los medios prosperan a partir de la controversia, el escándalo y el dolor ajeno. Hablar abiertamente del trauma puede provocar que algunas víctimas se sientan instrumentalizadas por quienes les dan voz. Los periodistas resultan heroicos y adquieren un reconocimiento por su trabajo. Ellas reciben apoyo social, pero a costa de reforzar la identidad de mujer basada en el daño y de verse reducidas, a propósito de las descripciones de estos, como meros objetos sexuales. De modo que, promover esta especie de «cultura testimonial» puede ser un arma de doble filo para las víctimas. La denuncia en los medios no brinda automáticamente una atención posterior ante el posible malestar psicológico y puede incluso no resultar del todo liberadora.

Es evidente que, en la última década, ha habido cambios con respecto al tratamiento social de la violencia sexual. Soy consciente de lo difícil que es para muchas mujeres emprender un proceso judicial cuando han sido víctimas de una violación, pero quizá por ello considero que el feminismo debería poner el foco en aquellas actuaciones que se traducen en un cambio legal y social, y no solo en las acusaciones de violencia sexual que, con el paso del tiempo, se quedan en meras reacciones y cancelaciones culturales.

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