Opinión

Las víctimas ideales y las falsas expectativas sobre la violencia sexual

Un feminismo en pie de guerra contra esta clase de violencia debe reconocer la vulnerabilidad de todas las víctimas, no solo de aquellas que encajan en una narrativa cada vez más reduccionista. 

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02
febrero
2023
‘Granjero belga’ (1918), por George Wesley Bellows.

Ante el valor político que tienen las víctimas de violencia sexual en nuestra sociedad, considero importante reflexionar sobre algunos aspectos relacionados con la identidad victimal y la representación social de esa victimización. De forma rutinaria, el Estado y los medios de comunicación ignoran la importancia de no abordar la delincuencia de forma sensacionalista, incluida la delincuencia sexual. Su papel resulta ambivalente: aunque cumplen la misión de dar visibilidad a los casos de violencia sexual, también contribuyen al sensacionalismo y al desprestigio de las víctimas. La especulación se ha convertido en una forma de justificar la preocupación y lo instrumental se ha impuesto al interés periodístico. 

Como ciudadanía, y posiblemente aún sin estar de acuerdo con esta tendencia, parece que nos hemos acostumbrado a que los casos mediáticos sobre violencia sexual impliquen un cuestionamiento de la víctima. Esto se hace más patente cuando la persona victimizada no se asemeja a la imagen de la víctima ideal; es decir, a una serie de estereotipos y creencias que revisten la condición victimal sin sospechas. Lo grave es que este tipo de cobertura informativa lanza un mensaje subliminal a muchas víctimas y, en general, a la sociedad: para ser creída no basta con sufrir un delito, también tienes que aparentar con tu personalidad, conductas y estilo de vida que eres merecedora de ese estatus. 

Para el criminólogo Nils Christie, la «víctima ideal» presenta una serie de atributos que configuran el parámetro ideal de victimidad, como la debilidad de la persona, que estuviera inmersa en una actividad respetable cuando sufriera el delito, que no pueda ser inculpada por encontrarse en el lugar de los hechos, que desconociera a su agresor y que este fuera, en fuerza, superior a ella. Autores como Strol, en cambio, añaden otras particularidades sobre la víctima ideal: por ejemplo, que colabore con la justicia o que no tenga un comportamiento provocativo. 

«En el caso de la violencia sexual, la figura de la víctima colisiona con constructos ideológicos, morales y políticos»

En el caso de la violencia sexual, la figura de la víctima colisiona con constructos ideológicos, morales y políticos, los cuales describen y prescriben unos criterios específicos sobre el comportamiento sexual de una persona con otras. No podemos negar la influencia de la cultura en la configuración de la sexualidad y, por tanto, tampoco en la consideración punitiva de determinados comportamientos. Lo que hoy se juzga como violencia sexual no solo se relaciona con una evolución sobre los derechos de las mujeres y los avances en materia de igualdad en el contexto legislativo. Asimismo, es el resultado de una construcción histórica de la libertad sexual como bien jurídico.

El reconocimiento de la victimidad desde el ámbito normativo supone el acceso y la atribución de una serie de derechos. Si bien, en un sentido más amplio, facilita a la persona una conciencia sobre el daño y la injusticia vivida. Ante ello, no debe sorprender que el hecho de no encajar en la narrativa tradicional sobre la violencia sexual constituya un factor de estrés para muchas víctimas. Esto, a su vez, puede invisibilizar y revictimizar a aquellas que no responden a determinadas expectativas, así como dificultar que los casos salgan a la luz y obtengan una atención social.

Tampoco habría que pasar por alto cómo la victimidad se presta a determinada diferenciación y jerarquía. Como sostiene Tamarit, en nuestro país existen diferentes estatutos legales de víctimas, siendo las de violencia de género las víctimas por antonomasia. La victimidad no está al margen de los intereses políticos y a tenor de ello deberíamos preguntarnos si esto resulta justo para el conjunto de las víctimas y qué postura debería considerar el feminismo al respecto.

Dentro del movimiento feminista, la violencia sexual se presenta exclusivamente como una expresión de dominación, anclada en el patriarcado y el triunfo viril. En Contra nuestra voluntad, Brownmiller hace un perfecto resumen de ello en la siguiente frase: «[La violación] no es ni más ni menos que un proceso consciente de intimidación por el que todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de miedo permanente». Estas nociones constituyen una parte incontestable del tradicional discurso sobre la violencia sexual y continúan presentando la genitalidad –en concreto, el pene– como un requisito previo para someter y poseer. Divinizar el pene y minimizar el poder de otras partes del cuerpo, las cuales escapan a la sexualización convencional, desvirtúa la multifacética realidad de la violencia sexual. 

Creo que un feminismo crítico debería ampliar el ámbito de discusión y evitar que la violencia sexual atienda exclusivamente a criterios de género, como si solo fuera posible una víctima femenina y un perpetrador masculino o como si en los actos de violencia sexual no pudiera coexistir tanto motivaciones sexuales como de poder. Un feminismo en pie de guerra contra la violencia sexual debe reconocer la vulnerabilidad de todas las víctimas, no solo de aquellas que encajan en una narrativa cada vez más reduccionista. 

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