Experimentar el baile, bailar la experimentación
El LEV, recientemente celebrado en Gijón, vuelve a demostrar que un festival también puede servir para empaparse de arte sin descuidar por ello la parte más lúdica. Todo, además, sin perder su capacidad para sorprender.
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«Es mi despedida de soltero», dice José, treintañero y oriundo de Badajoz. Va vestido de Jesucristo y regala a todo aquel con el que se cruza estampitas con su cara animando a beber cerveza. «Es la penitencia. Siempre hay una penitencia, pero podría ser peor», ríe. No es el escenario habitual para este tipo de celebraciones: la conversación tiene lugar un viernes, en el teatro de La Laboral de Gijón, en pleno LEV, posiblemente el festival de música más arriesgado de nuestro país. La denominación tras el acrónimo ya es una declaración de intenciones: Laboratorio de Electrónica Visual.
«Esto dice mucho de mis amigos. Podrían haberme llevado a cualquier parte, pero para mi despedida han elegido puro arte experimental. ¿Igual somos un pelín pedantes?», reflexiona José. Cuando dice «arte», no exagera: de eso va precisamente este festival, repartido por todo Gijón, que se celebró hace poco más de una semana, del jueves 27 de abril al domingo 30. El teatro de La Laboral, los jardines del Museo del Pueblo de Asturias, la Laguna Boreal del Jardín Botánico, el Teatro Jovellanos, La Nave de la Laboral y otras localizaciones de la ciudad son atravesadas por actuaciones, performances, instalaciones, exposiciones… Todas con un denominador común: son propuestas –venidas de todos los rincones del mundo– que llevan el arte audiovisual a terrenos que, predecibles o no, siempre dejan ese poso embriagante de haber descubierto algo nuevo.
En un país como el nuestro, donde, especialmente durante el estío, es posible recorrer toda su geografía saltando de festival en festival (en 2022 fueron más de 900, según recogió el periodista David Saavedra en su guía Festivales de España), diferenciarse no es una tarea fácil. Aunque el LEV cuenta con una ventaja: ya nació claramente diferenciado hace más de una década. «¿Qué es éxito? Puede medirse de muchas formas», se pregunta Cristina de Silva, su directora y fundadora. «En España hay muchos tipos de festivales, y todos tienen cabida y, por suerte, abarcan a públicos diferentes; pero desde el principio tuvimos claro que el LEV debía ser una experiencia artística en su conjunto, aunque haya ido cambiando en las diferentes ediciones, porque es un festival vivo». Y añade: «Hemos puesto mucho empeño en el preciosismo de la experiencia, sea visual, sonora o las dos cosas a la vez. Incluso cuando hablamos de instalaciones. Y en algo así no te puedes quedar a medias en la producción: preferimos programar menos pero darlo todo en ese aspecto. El objetivo es llegar a lo sublime o, como poco, quedarnos lo más cerca posible».
El LEV apuesta por un formato compacto, más apto para empaparse de arte que las mastodónticas infraestructuras de otros festivales
Lejos de mastodónticas infraestructuras como las del Mad Cool o el Primavera Sound, el LEV apuesta por un formato compacto, más apto para empaparse de arte: en las diferentes localizaciones donde se desarrolla, el aforo nunca pasa de las 1.500 personas. Los espectáculos que propone van desde la experimentación más introspectiva hasta la cara más lúdica (y bailonga) de la música electrónica. Para muestra, no hay más que echar un vistazo al cartel de este año: el artista digital alemán Robert Henke actuó con cinco ordenadores de los años ochenta y demostró que en esa década –aunque cualquier móvil actual tenga cien veces más capacidad de procesamiento– ya era posible componer espectaculares números audiovisuales; James Shinra hizo botar al respetable con sus salvas de electro beats teñidas de acid; el dúo Tot Onyx (Tommi Tokyo y Nicky Mao) propuso una bajada a los infiernos con su estroboscopia sonora salvaje y desquiciada, mientras el estudio italiano Fuse pretendió alcanzar todo lo contrario: ascender a los cielos (o más bien atravesarlos y cruzar la galaxia) con un bellísimo número de danza contemporánea basado en un sistema de datos capaz de analizar en tiempo real aspectos como el sonido, el movimiento de la intérprete o el latido de su corazón, con el objeto interpretarlos y proyectarlos sobre el escenario, convirtiéndolos en paisajes digitales y objetos 3D. Son solo cuatro ejemplos de las decenas de propuestas que han llevado a esta edición.
El LEV es, además, un ejemplo de colaboración público-privada. La Plataforma Datatron es su precursora, y cuentan con apoyo del Ayuntamiento de Gijón y del Principado, así como de patrocinadores e institutos culturales, «que son una pata muy importante porque entienden nuestro lenguaje», explica de Silva, que señala que es «con todo ese impulso, infraestructuras y presupuesto con lo que salimos adelante».
El festival, de hecho, trasciende su propia ciudad: ya cuenta con una edición madrileña (en Matadero) y planean llevar actuaciones audiovisuales a lugares inesperados de nuestra geografía. «El crecimiento que buscamos es a lo ancho: más actividades, más circuitos, más iniciativas nuevas… No se trata de más gente y espacios más grandes, sino de más propuestas», defiende su directora.
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