Medio Ambiente

Así es Burning Man, el festival más ecológico (y caro) del mundo

La defensa de una cultura fuera de lo ‘mainstream’, los valores colectivos y la sostenibilidad son parte del encanto de uno de los eventos más peculiares del año.

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01
septiembre
2022
Fotografía de parte del festival.

El lecho de un antiguo lago en el desierto del estado de Nevada, Estados Unidos, es el espectacular pero nada acogedor emplazamiento –literalmente en medio de la nada– en el que cada año se celebra uno de los festivales más singulares del mundo: Burning Man (en castellano, «Hombre ardiendo»). Durante siete días, y hasta el primer lunes de septiembre, los participantes en este evento se adueñan de una ciudad temporal, Black Rock City (popularmente, conocida como «La Playa»), que ellos mismos se encargan de levantar para disfrutar de una experiencia única en la que se mezclan cultura, ocio y una suerte de reconexión espiritual.  

Tras dos años de ausencia obligada por la covid-19, Burning Man ha regresado en una edición cuyo leitmotiv es «Waking Dreams» (o «despertando sueños»), un concepto que se basa en la exploración del poder onírico. Desde el 28 de agosto hasta el 5 de septiembre, los asistentes, conocidos como burners, han podido disfrutar de actuaciones musicales, DJs, manifestaciones artísticas y actividades lúdicas tan variadas como alternativas, lo que incluye desde campamentos temáticos hasta desfiles o espectáculos de fuegos artificiales. 

El festival, que en su última edición, la de 2019, congregó a casi 80.000 personas, recibe su nombre de una de las actividades que cada año se celebran en él, un ritual que consiste en dejar que un enorme hombre de madera sea pasto de las llamas durante la noche del sábado. Una experiencia catártica, espectacular y festiva con la que se celebra el valor de lo efímero y se escenifica la renovación de mente y cuerpo. El fuego también es protagonista en la noche del domingo con una nueva hoguera en la que esta vez lo que se quema es un templo de madera, previamente construido por los burners, como homenaje a las personas fallecidas. 

Burning Man gravita en torno al concepto comunitario surgido de la contracultura ‘hippy’

Todo el evento gravita alrededor de un concepto de comunidad que encuentra sus raíces en la contracultura hippy norteamericana de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Burning Man se revela –al menos aparentemente– contra la mercantilización de la cultura, situándose deliberadamente en las antípodas de la moda de los festivales musicales colonizados por las marcas comerciales y la exaltación del consumo. No solo no hay patrocinadores, sino que está terminantemente prohibido realizar ningún tipo de transacción comercial en el interior del recinto, ni siquiera para adquirir un simple bocadillo. En su lugar, se anima de antemano a los burners a practicar una «autosuficiencia radical» en la que cada cual ha de hacerse responsable de su subsistencia durante su estancia. En Burning Man no se puede comprar o vender nada con dinero, si bien sí se fomenta regalar y compartir lo que se tiene con el resto de los asistentes, estimulando así una experiencia plenamente participativa. 

La cooperación, la co-creación artística y esa suerte de fuerza exponencial que brinda el pensamiento colectivo son, precisamente, otros rasgos identitarios de este encuentro anual. En el festival no actúan estrellas mainstream, pero sí se ofrecen becas a cientos de artistas noveles para que puedan exponer su trabajo ante una comunidad que abraza la diferencia y la inclusión, engarzándolas alrededor de un propósito común. 

El espíritu neohippy que gobierna el festival está alineado con la nueva sensibilidad social. De hecho, la transmisión de valores cívicos o el respeto al medio ambiente forman parte del decálogo de principios que en 2004 redactó Larry Harvey, uno de los fundadores del evento, como resumen de la filosofía de Burning Man. Unos valores que se traducen, por ejemplo, en el compromiso de limpiar aquello que se ensucia, no dejar rastro físico de las actividades que se llevan a cabo durante los días de celebración e incluso, en la medida de lo posible, dejar el entorno en mejor estado del que estaba antes de su comienzo.

Este civismo, junto a los elevados precios de las entradas de una iniciativa que reivindica una desmercantilización cultural (desde 575 dólares en adelante en la presente edición, aunque hay precios especiales para las personas con menos recursos) alejan a Burning Man de históricos precedentes como Woodstock, un acontecimiento tan hippy y alternativo como esta actual versión desértica, si bien mucho más salvaje. Tal vez el festival sea una gigantesca locura –demasiado cara a priori, al menos que se compare con una semana de vacaciones tradicionales–, pero también es una locura atractiva, retadora y sostenible.

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