¿No te gusta el trabajo, o no te gusta la vida?
El trabajo es una fuente de insatisfacciones de una parte importante de la población. Sin embargo, la insatisfacción laboral no depende únicamente del salario, la relación entre compañeros o el rol que uno desempeña. También es el espejo del descontento vital.
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Cuando Karl Marx afirmó que el trabajo dignificaba al hombre, ignoraba la posibilidad de que ciento cuarenta años después de su muerte, la precarización laboral siguiese presente como un miembro fantasma.
Pese a que la legislación promete proteger a los trabajadores, el 49,5% de la fuerza laboral extendida española se encuentra en una situación precaria en cuanto al empleo se refiere –una cifra todavía más alta en mujeres, inmigrantes o jóvenes–, tal y como señala el informe La precariedad laboral en España. En otras palabras, la mitad de la población no se queja por gusto. Se queja porque tiene que enfrentarse recurrentemente a un salario mensual o por hora bajo, a contratos temporales, a sobrecualificación y a jornadas extensas, atípicas o parciales involuntarias.
A este 49,5%, se suma el porcentaje de trabajadores que son víctimas de mobbing o acoso psicológico en el contexto laboral. Según los estudios Cisneros, documentos de referencia en España, una de cada diez personas siente insatisfacción laboral porque día tras día se enfrenta a un ambiente hostil, con el impacto psicológico que eso conlleva.
Pero ¿qué le sucede a esa pequeña parcela de la población que detesta su trabajo sin un motivo aparente? Hablamos de un entorno laboral con condiciones óptimas: un buen salario, un contrato que ofrece estabilidad y una relación entre compañeros y jefes basada en el respeto y la confianza, entre otras. Pero pese a todo, algo falla: podrían ser la competitividad, la complacencia y la rigidez psicológica, tal y como señala un estudio llevado a cabo con ciento diez trabajadores del sector de la Sanidad Pública en Argentina.
La investigación se enmarca en las teorías internalistas en el campo de la psicología de las organizaciones, un enfoque con un propósito clave: descubrir qué rasgos de la personalidad de un individuo pueden condicionar su satisfacción laboral. Bajo esta premisa, se encontró que «el altruismo, el cooperativismo, la sensibilidad y la modestia destacan en los sujetos que evidenciaron mayores niveles de satisfacción en el trabajo», hallazgos que chocan con una cultura empresarial que fomenta la competitividad al asociarla a mayor rendimiento y, por lo tanto, a ganancias económicas. ¿El resultado? Empleados que detestan su trabajo al pensar que su única contribución al mismo ha de ser la productividad, dejando de lado valores como la creatividad o la ayuda mutua.
Al descubrir que nuestra vocación se construía sobre un castillo de naipes, decidimos culpar al viento por derribarlo sin hacer un ápice de autocrítica
En esta dicotomía entre competir y colaborar tiene un papel protagonista la asertividad y es que, según el estudio, poseer tal habilidad social «facilitaría la resolución de conflictos inherentes al desempeño laboral, lo cual generaría, al mismo tiempo, sentimientos positivos sobre el rol». Desgraciadamente, las dificultades a la hora de poner límites en cualquier contexto vital, incluyendo el laboral, son la norma y no la excepción.
Por miedo a causar mala impresión a compañeros o superiores, muchas personas se sobrecargan de tareas que no les corresponden. Por ejemplo, revisar el mail de la empresa en horario no laboral para demostrar su compromiso, aceptar peticiones desproporcionadas o, como le sucedió a Esther Crawford, trabajadora de Twitter bajo el mandato de Elon Musk, pasar la noche en un saco de dormir colocado en el suelo de la oficina para poder solventar una crisis –irónicamente, Crawford fue despedida demostrando que la falta de asertividad no asegura ni tu descanso ni tu puesto de trabajo–.
A largo plazo, este tipo de situaciones dejan de ser favores excepcionales para convertirse en lo que otros esperan de ti, cumpliéndose el proverbio de dar la mano y que te atrapen el brazo. Mientras dura este tira y afloja pasivo-agresivo, se retroalimenta la insatisfacción laboral.
En último lugar, pero no por ello menos importante, la investigación de Hauser y García señala la relación entre la satisfacción laboral y el rasgo de personalidad de «apertura a la experiencia». Las personas con un elevado nivel de apertura a la experiencia se caracterizan por la flexibilidad a la hora de organizar su vida y, sobre todo, por una alta tolerancia a la incertidumbre. Ambos atributos chocan con una tendencia generalizada en la sociedad actual: la de idealizar nuestro futuro, decepcionarnos con nuestro presente y añorar nuestro pasado.
Ya en la universidad se comienzan a gestar unas expectativas muy concretas e inalcanzables sobre cómo debe ser el trabajo de nuestros sueños, expectativas perpetuadas por la creencia popular de que «si eliges un trabajo que te gusta, no tendrás que trabajar ni un día de tu vida». Esto, por supuesto, no se cumple, y al descubrir que nuestra vocación se construía sobre un castillo de naipes, decidimos culpar al viento por derribarlo sin hacer un ápice de autocrítica.
El trabajo dignifica, como bien reivindicaba Marx, pero dignifica todavía más abandonar la absurda competición por ser el mejor, empezar a anteponer la asertividad a la necesidad de complacer a todos en todo momento y, sobre todo, derribar de una vez por todas nuestras utópicas expectativas. De lo contrario, corremos el riesgo de dejar de odiar un trabajo para empezar a odiar la vida.
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