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Sociedad

El triunfo de los poligoneros (y otras especies urbanas)

Según filósofos como Javier Gomá, hoy asistimos a la universalización de la vulgaridad bajo el disfraz de la alta cultura. ¿Se trata de una consecuencia de la democratización del gusto en una sociedad aparentemente menos jerárquica?

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26
octubre
2022
Fotograma del programa ‘The Valleys’ (MTV).

Si la primera década de los 2000 representa una completa exaltación de lo que el gusto refinado condenaba (y condena) como horterismo (cuando las estéticas de masas eran copadas por realities y músicas «ordinarias» como triunfitos, factores X, monstruos bicéfalos al estilo de Andy y Lucas o Melendi), en la actualidad, la cultura de masas parece haber adoptado otro punto de vista. De acuerdo con este, se deben recuperar las estéticas marginales, kitsch y cañís, si bien desde una posición camp o irónica, lo que ha hecho que aquello tradicionalmente considerado vulgar haya penetrado, claramente, en ámbitos no minoritarios (o, al menos, no repudiados por el «buen gusto» de las clases medias y altas).

Así lo señalaba hace un mes el filósofo Javier Gomá: «Hasta ahora, asistíamos a la legitimación imparable de la vulgaridad frente a la alta cultura. Lo nuevo e insólito de nuestro tiempo es la universalización de la vulgaridad bajo la apariencia de alta cultura». Rotundo, Gomá defendía entonces que la vulgaridad actual estaría extendiendo sus tentáculos hasta apropiarse de espacios considerados hasta ahora propios de la alta cultura, ese enrarecido terreno tradicionalmente vinculado a figuras como Proust, Schöenberg, Adorno, Coltrane o Tarkovsky. 

En este sentido, no está de más prestar atención a la figura del poligonero como referente de la pobreza y la vulgaridad estética. El poligonero se llama así no solo porque salga de marcha por los polígonos –donde se concentran numerosos locales nocturnos de dudoso gusto–, sino porque nace y se cría en el polígono. Pensemos en las Tres Mil Viviendas de Sevilla –integradas en el núcleo de edificaciones conocidas oficialmente como el Polígono Sur– o el famoso barrio de la Mina de Barcelona, construido por el Ministerio de Vivienda a modo de polígono (no en vano, su nombre oficial fue el de Polígono Residencial de la Mina). Los primeros poligoneros no son como hoy: eran personajes melenudos de pantalones acampanados, como el Vaquilla o el Torete; el concepto, no obstante, cambiaría más adelante: en los años 2000, la expresión se tornaría más popular, pasando a hacer referencia a los pokeros y canis post-bakalas que vivían y salían por los polígonos. 

Gomá: «Lo insólito de nuestro tiempo es la universalización de la vulgaridad bajo la apariencia de alta cultura»

Hay quien cree que hoy vivimos en el seno del triunfo estético de los poligoneros, pero ¿es realmente así? Pongamos de ejemplo a gente como El Vaquilla y El Torete, que escuchaban a Los Chichos cuando se disponían a delinquir. Tal como comenta el director de cine Juan Vicente Córdoba, «a Los Chichos y Los Chunguitos los escuchabas en las ferias»; es decir, que se trataba de música popularizada. Algo similar sugiere Pepebilly, DJ de la llamada escena mákina barcelonesa: «Los Chichos, Los Chunguitos y todo aquello… cuando pasaba un coche y se oía aquella música te girabas: sabías que aquello no eran dos personas mayores, sino dos jóvenes que habían robado un coche». El propio Vaquilla habla de Los Chichos en su autobiografía, Hasta la libertad: «Cuando íbamos a golfear por ahí siempre llevábamos su música puesta en los coches robados. Es más, a veces íbamos buscando un coche y, si no tenía radiocasete, pasábamos de él y nos buscábamos otro».

Por supuesto, la percepción que tenemos hoy de Los Chichos no es la misma que la que existía en los años setenta, ochenta y noventa. Entonces, esa clase de grupos eran considerados extremadamente vulgares. Hoy no tanto: solo hay que pensar en la versión que Rosalía hizo de Me quedo contigo, de los Chunguitos, en la gala de los Goya de 2019. 

La explicación a estas tendencias, muy probablemente, quede ilustrada en las propias palabras de Gomá, según las cuales, «la vulgaridad es la hija fea de dos padres bellos: igualdad y libertad. Pero es un punto de partida, no de llegada: de la vulgaridad a la ejemplaridad. El tránsito está costando mucho». Como se ha sabido ya desde hace mucho tiempo, toda democratización de la sociedad conlleva una democratización del gusto y un contagio y aculturación en dos direcciones, de acuerdo con la cual, los de abajo copian a los de arriba y los de arriba copian a los de abajo. Es el resultado de convivir en comunidades en las que la estratificación social y de clase resulta menos rígida e implacable. A ello se suma, además, que la proliferación de lo estimado como vulgar es algo que interesa a las élites económicas y políticas: como diría Jim Morrison, «ahorra a uno el tener que pensar». ¿Y no es la evasión ciudadana un activo de mucho valor para quien sujeta las riendas del poder?

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