Opinión

Cómo hemos cambiado

En ‘Cómo hemos Cambiado’ (Península), Juan Sanguino recupera la cultura pop de las últimas décadas para explicar cómo la ‘adolescencia’ de España –un país ingenuo y atrevido que quería parecerse al primer mundo– ha perfilado el camino hacia una rápida madurez forzada por la digitalización y los retos del siglo XXI.

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20
abril
2021

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Cómo hemos cambiado es una melancólica reflexión sobre las amistades adolescentes perdidas. Aunque la letra está dirigida a una amiga en concreto, da la sensación de que la cantante, Sole Giménez, está más bien pensando en voz alta. «¿Qué nos ha pasado?» suena más a pregunta retórica, cuya única respuesta posible es «la vida». Y ni siquiera parece poner demasiado empeño en remediarlo: al igual que 20 de abril de Celtas Cortos, Cómo hemos cambiado es más un lamento resignado que una propuesta de retomar la amistad. Aquella canción tenía un mensaje universal y cualquier adulto se identificará con ella. Pero yo, en mi ignorancia infantil, solo sentía compasión por la pobre Sole Giménez y por sus amigas. Porque yo estaba convencido de que eso no me pasaría nunca a mí.

Madurar es una experiencia única, personal e intransferible para cada individuo. Para Lara Dibildos fue descubrir que su madre tenía un trabajo que solo tenían cinco personas en todo el país. Para muchas adolescentes de principios de los noventa fue la advertencia de que bajo ningún concepto podían salir solas de fiesta (ni mucho menos hacer autoestop). Para mí fue comprobar que Cómo hemos cambiado describía un destino del que nadie puede escapar. Este reseteo de la realidad siempre está asociado a una decepción, al descubrir que el mundo no es como lo habíamos asumido de pequeños. Y a menudo el proceso está remachado por la cultura popular. Pero no siempre ha sido así.

«Este reseteo de la realidad siempre está asociado a una decepción, al descubrir que el mundo no es como lo habíamos asumido de pequeños»

Si le preguntas a tus padres por historias de su pasado, su relato no tendrá una banda sonora tan extensa como el tuyo. Es probable que recuerden personas, objetos, lugares y olores. Sin embargo, si le preguntas por sus recuerdos a cualquiera nacido después de 1960, su descripción estará completamente mediatizada: cada persona importante está vinculada a una canción, cada etapa de su maduración está subrayada por una película, cada revelación acerca del mundo le asaltó mientras miraba la televisión. Las personas menores de sesenta años han consumido mucha más cultura pop que sus padres (tanto por el aumento en el volumen de producción como por los avances de la tecnología y la situación socioeconómica de la clase media), pero además la han consumido con una actitud más sentimental, hasta el punto de que a veces piensas en tu infancia y parece que lo único que recuerdas de ella son tus referentes de la cultura pop. Mientras que nuestros padres conciben la cultura popular como un entretenimiento (es decir, como un complemento a la vida real), nosotros la consumimos como una experiencia intrínseca a la vida real y la utilizamos para entablar conversación con desconocidos porque sabemos que es lo que nos convierte en una comunidad. Por eso la generación X (1965-1982), los millennials (1983-1996) y la generación Z (1997-2010) pueden, a diferencia de sus progenitores, pasarse horas enteras hablando solo sobre cultura popular en vez de sobre temas importantes. Excepto porque la cultura pop es el dialecto que esas tres generaciones usan para hablar sobre temas importantes.

Ahora, globalización mediante, España por fin se toma la cultura pop tan en serio como los anglosajones llevaban décadas haciendo. Tomarse la cultura pop en serio significa analizarla como un tapiz sobre el cual proyectar nuestras ansiedades, nuestro aprendizaje y nuestros triunfos o fracasos como individuos y como sociedad. Y paralelamente utilizarla para explicar nuestra identidad, dar sentido a cosas que no lo tienen y echar raíces como comunidad. Así que es un buen momento para volver la vista atrás y contemplar nuestra cultura pop reciente dándole más importancia de la que quizá se le dio en su día. Cómo hemos cambiado (el libro, no la canción) aspira a observar con ojos adultos lo que en su día vivimos con ojos ingenuos.

Se trata de un libro sobre la adolescencia de España. Un periodo que abarcaría, aproximadamente, desde el despertar sexual con los dos rombos de mediados de los ochenta hasta 2007, cuando llegó la crisis, aparecieron el iPhone y Twitter, y Britney Spears se rapó la cabeza. España era un país adolescente, porque venía de dar sus primeros pasos por su propio pie y porque disfrutaba de una libertad inédita para probar cosas nuevas, pero que aún albergaba cierta ingenuidad infantil. No existe un periodo más dulce que la adolescencia: libertad para experimentar con libertad para equivocarse. Solo en este paisaje podrían ocurrir episodios como la actuación de Azúcar Moreno en Eurovisión: dos gitanas vestidas de Armani que, en contra de la tradición, llevaban la pista musical grabada. Una pista musical que falló al principio, así que ellas optaron por largarse del escenario para evitar hacer el ridículo. Quedaron quintas.

«España era un país adolescente, porque venía de dar sus primeros pasos por su propio pie y porque disfrutaba de una libertad inédita para probar cosas nuevas»

La España adolescente tenía por delante un futuro lleno de posibilidades, lo cual la empujó a venirse arriba con cierta arrogancia. Se trataba de un país que, como cualquier adolescente, intentaba disimular sus innumerables inseguridades porque en realidad solo deseaba que lo tomasen en serio. Un país que, además, estaba salido como el pico de una plancha, tal como demuestra la programación de Telecinco: ¡Ay, qué calor!, Tutti Frutti, Las noches de tal y tal. Pero la aceleración de la cultura que supuso internet obligó a España a ir de la ingenuidad al cinismo sin pasar por la casilla de salida y, desde luego, sin comprender las consecuencias ni de su ingenuidad ni de su cinismo.

Hacerse mayor significa aceptar (y dejar de intentar luchar contra) aquel verso de 20 de abril de Celtas Cortos, «ya no queda casi nadie de los de antes». Significa alcanzar la madurez emocional suficiente para que mirar al pasado te provoque más felicidad por haberlo vivido que tristeza por haberlo perdido. Y una vez alcanzada esa madurez, es probable que se despierte en ti cierta curiosidad por comparar el pasado que creíste vivir (tus padres eran figuras que nunca se equivocaban) con el pasado que realmente estaba ocurriendo (¿se querían?). Recordar la música que acompañó tus primeras vivencias adultas (Ella Baila Sola) sabiendo todo lo que había detrás de las canciones (que Marta y Marilia no se soportaban, que Lo echamos a suertes es otra canción que le va a ocurrir a todo el mundo, que el nombre del grupo hacía referencia al derecho de una mujer a que la dejasen en paz). Eso pretende este libro. Y si no lo consigue, que al menos el viaje sea entretenido y sus paradas rellenen algún que otro hueco sentimental.

Porque hay toda una generación que tiene una cuenta pendiente: asimilar todos los cambios a los que se adaptó con una naturalidad pasmosa. Asimilar el cataclismo cultural de pasar, casi de la noche a la mañana, de jugar a las chapas o a la comba durante horas a conversar con desconocidos en un chat de IRC durante horas. De cómo nos educaron para considerar la privacidad un valor a proteger y de repente salimos a un mundo en el que a la privacidad se le llama «contenido». De crecer idealizando conceptos que no nos incumben en absoluto, como baile de promoción, acción de gracias o el sueño americano. De que, en su afán por pertenecer al primer mundo, nuestras ciudades se hayan convertido en parques temáticos del consumo. De los chavales que usaron sus primeros sueldos en tunear su Citroën Saxo. De cuando Tesis hizo que «no parece española» empezase a utilizarse como alabanza para las películas de nuestro país. De una cultura que pasó de ser hegemónica (todos veíamos, escuchábamos y hablábamos sobre lo mismo) a diversificada en infinitos nichos de consumo: ¿cuánto tiempo hace que un anuncio de televisión no cala en la conversación social como el de «¿Dónde está Curro?», el del primo de Zumosol o la secuela de La cabina que conmemoró el fin del monopolio de Telefónica?

Porque todavía hay gente que cuando compra entradas o billetes de avión por internet se los descarga en el móvil, pero también se los imprime en papel por si acaso. En definitiva, tenemos pendiente asimilar que nuestro proceso de maduración implicó no solo toparnos con que el mundo era mucho más que nuestra experiencia, sino que además habíamos crecido en (y nos habían preparado para) una civilización que ya estaba dejando de existir.


Este es un fragmento de ‘Cómo hemos cambiado‘ (Península), por Juan Sanguino.

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