Salud

Las múltiples caras de la ansiedad

Hablamos de ansiedad como un constructo homogéneo y patológico cuando, sin embargo, esta emoción básica es mucho más compleja de lo que pensamos. Para conocer sus cientos de versiones y aprender a convivir con ellas necesitamos entender su historia y la influencia del contexto, desde la Segunda Revolución Industrial hasta la actualidad.

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04
agosto
2022

Aunque la ansiedad ha acompañado a la humanidad desde sus albores, lo cierto es que no ha sido hasta el último siglo cuando hemos roto el tabú de la salud mental. El término forma parte de cualquier conversación entre amigos, familiares o incluso compañeros de trabajo. Es el resultado de un proceso lento pero firme de desestigmatización en el que las nuevas generaciones no solo han sido partícipes, sino las grandes protagonistas. De la mano de la normalización ha llegado la patologización de lo cotidiano: la ansiedad es habitualmente considerada algo problemático cuando, en realidad, se trata de una emoción básica, una respuesta biopsicosocial de nuestro cuerpo ante un peligro futuro.

Igual que los primeros homínidos almacenaban la comida porque sabían que de no hacerlo se expondrían a hambrunas, la sociedad actual ha desarrollado sus propias preocupaciones en base a los avances tecnológicos, económicos y sociales que se han ido sucediendo; ya no nos angustia cazar un mamut, pero sí las oscilaciones en el precio de la gasolina. Es ahí donde entra en juego el sufijo que asignamos a la ansiedad. ¿Cuándo pasa a ser patológica y cuándo podemos considerarla una respuesta adaptativa a las circunstancias?

Las caras de la ansiedad han sido estudiadas desde que, por primera vez en 1866, el médico francés Bénédict Morel definiese la neurosis como una perturbación de la emotividad, es decir, una alteración psicopatológica que derivaba en crisis de pánico, obsesiones o fobias. El término neurosis como sinónimo de ansiedad no era casual: etimológicamente significaba una enfermedad de los nervios, y es que, durante décadas, los médicos más punteros de Europa y Norteamérica afirmaron que este tipo de cuadros derivaban de una irregularidad biológica, hipótesis que a día de hoy se ha demostrado como falsa.

Fueron las revolucionarias aportaciones de George Beard las que dieron pie a una ruptura en el paradigma biologicista imperante respecto a la ansiedad. En 1880, este neurólogo estadounidense definió el constructo más cercano a lo que hoy en día conocemos como ansiedad. Se trata de la neurastenia, una alteración con sintomatología como falta de apetito, insomnio, dolor de cabeza, agotamiento físico y nerviosismo, provocada por la ajetreada vida moderna y el auge de nuevas tecnologías.

En el siglo XX, la ansiedad se diversifica y empieza a reconocerse como una entidad independiente, apostando por terapias más humanistas

A finales del siglo XIX no existían los smartphones, pero la Segunda Revolución Industrial había llevado a la mayoría de países occidentales una serie de cambios que repercutieron, para bien y para mal, en la salud mental de los ciudadanos. Por ejemplo, en Estados Unidos, cuna de Beard, se encontraban inmersos en la Edad Dorada: descomunales rascacielos, una producción masiva de ferrocarriles y un desarrollo tecnológico nunca visto –entre 1860 y 1890 se concedieron medio millón de patentes para nuevos inventos, diez veces más respecto a los setenta años previos– forzaron a la población norteamericana a enfrentarse a nuevos retos psicosociales como la ansiedad.

Lo cierto es que las aportaciones de Beard son desconocidas para la mayoría de la población, salvo para los estudiosos de la psicología. A quien sí recordamos con claridad es a uno de sus grandes seguidores y críticos: el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, que en 1895 decidió dividir la neurastenia en dos categorías. Por un lado, la neurosis de angustia, un cuadro ansioso con origen en el presente; es decir, que no se remonta a conflictos latentes de la infancia y que podía manifestarse con preocupación extrema, pero también con síntomas físicos tan diversos como la diarrea, las palpitaciones, la sensación de ahogo o la eyaculación precoz.

Por otro lado, reservó la etiqueta de «neurastenia» para cuadros muy concretos caracterizados por el cansancio y causados por una vida sexual, según Freud, «anormal» –concretamente, con exceso de masturbación o poluciones espontáneas–. Como bien es sabido, las primeras teorías del padre de psicoanálisis estaban excesivamente centradas en los condicionantes sexuales, una visión que con los años el propio Freud moderó. Aunque en la actualidad nos resultan descabelladas, sentó la base para que los expertos en medicina y psiquiatría dejasen atrás las explicaciones biológicas de la ansiedad y analizasen (con mayor o menor atino) los condicionantes psicosociales, una aproximación que se acrecentó con la aparición de la psicología propiamente dicha.

En el siglo XX, el concepto de ansiedad se estudia hasta la saciedad y, progresivamente, se diversifica. Problemáticas como la ansiedad generalizada, la fobia social, la hipocondría o el estrés postraumático empiezan a reconocerse como entidades independientes sin necesidad de englobarlas bajo el paraguas generalista de la neurosis. También se dejan atrás los tratamientos puramente médicos, como la electroterapia o la cura del sueño, en pro de técnicas como el psicoanálisis, las terapias humanistas, la terapia conductual y la terapia cognitiva.

Hay cuadros de ansiedad fácilmente abordables, pero ¿qué puede hacer la terapia cuando el detonante es la precariedad económica o el cambio climático?

Sin embargo, el legado del biologicismo sigue presente en la actualidad. Muestra de ello es que España es líder mundial en consumo de benzodiacepinas, psicofármacos destinados a tratar la sintomatología ansiosa. Si se ha demostrado el origen psicosocial de la ansiedad, ¿por qué seguimos buscando una solución en la medicina?

Responder a esta cuestión implica un trabajo de autocrítica y deconstrucción por parte de todos los profesionales de la salud mental. Hay cuadros de ansiedad con un origen delimitado y fácilmente abordables desde la psicología: una persona con insomnio que usa el móvil hasta quedarse dormida puede mejorar con pautas de higiene del sueño. Lo mismo ocurre con una fobia a los ascensores por una experiencia traumática, con un cuadro de ansiedad que surge tras una ruptura amorosa, o con una hipocondría en un superviviente de cáncer. Se identifica la causa más probable y se trabaja sobre ella.

Pero ¿qué puede hacer la terapia cuando lo que genera la ansiedad es la precariedad económica o los efectos del cambio climático? La estrategia más obvia y utilizada es enseñar a la persona a relativizar, ofreciéndole pautas para que los condicionantes sociales no generen tanto impacto en su psyché. Desgraciadamente, este acercamiento terapéutico es un parche en una presa que corre el riesgo de romperse en mil pedazos al leer un titular sobre la inflación de los precios tras la guerra en Ucrania o una infografía sobre las 60.000 hectáreas que se han convertido en ceniza en Zamora.

Cualquier esfuerzo por minimizar la ansiedad puede ser inútil si se convierte una problemática de nivel macro en una patología individual

Quizá uno de los grandes errores es prestar atención a estas formas de ansiedad cuando la presa ya se ha roto y el agua ha arrasado con todo a su paso. Aunque el cambio climático nos acecha desde hace siglos, no ha sido hasta la última década cuando se ha popularizado el término de ecoansiedad, un estado de preocupación crónica y grave ante el futuro de La Tierra.

Por otro lado, hemos ensalzado la cultura del esfuerzo anteponiendo el rendimiento laboral a la salud mental durante años, pero es ahora cuando hablamos del síndrome del burnout, caracterizado por agotamiento físico y psicológico provocado por el trabajo, o la dismorfia de la productividad, un estado de culpabilidad y frustración derivado del exceso de trabajo y la sensación de que nunca es suficiente. Poner nombre a estas formas de ansiedad ayuda a entenderlas, pero cualquier esfuerzo es inútil si convertimos una problemática económica, política y social en una patología individual.

Las caras de la ansiedad son cuasinfinitas, al igual que lo son las crisis socioeconómicas que nos acechan y las preocupaciones cotidianas que experimentamos día tras día. Pero es importante tener en cuenta que no todas son patológicas ni responsabilidad exclusiva de una distorsionada visión de la realidad. Y así como el origen no se ubica exclusivamente en nuestra cabeza, la solución también depende de factores muy alejados del querer es poder. A veces, y solo a veces, la cura está en los despachos de quienes legislan, y no en las consultas de psicólogos o psiquiatras.

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