Cultura

Oppenheimer: el científico hereje que luchó contra la bomba atómica… después de crearla

El «padre de la bomba atómica», atormentado por el devastador uso que Estados Unidos dio a sus investigaciones en fisión nuclear, luchó durante años contra la proliferación de su propia creación para frenar la carrera armamentística entre este país y la Unión Soviética.

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28
mayo
2021

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El 16 de julio de 1945, en un laboratorio del Los Álamos (Estados Unidos), tres hombres hicieron una apuesta que cambiaría el mundo para siempre: «O la explosión incinera todo el planeta, o es un fracaso total». Eran los físicos Julius Robert Oppenheimer y Edward Teller, acompañados por el ingeniero Enrico Fermi, creador del primer reactor nuclear. Y aquella era la culminación del proyecto Manhattan llevado a cabo durante la Segunda Guerra Mundial bajo la batuta del general Leslie Groves para producir el arma más devastadora de la historia. El director del proyecto era el propio Robert Oppenheimer, o como se le conoce más comúnmente, «el padre de la bomba atómica».

Había llegado el momento de la verdad. Con una hora de retraso, a las 5:29 de la madrugada, las autoridades detonaron la bomba con un intenso destello de luz y olas de calor que se extendieron por el árido paisaje del desierto de Nuevo México hasta donde alcanzaba la vista a decenas de kilómetros, retumbando en las paredes volcánicas de la cuenca La Jornada del Muerto. Los conquistadores españoles habían llamado así a esta zona porque carece de agua, pasto y vegetación. Y fue una denominación premonitoria. Oppenheimer, Teller y Fermi confirmaron con aquella prueba que una bomba atómica tiene efectos que van mucho más allá de los destructivos de cualquier detonación: arrasa con cualquier forma de vida. Un par de décadas más tarde, Oppenheimer recordó aquel momento preciso: «Algunas personas se rieron, algunas personas lloraron. La mayoría de la gente guardó silencio. Pero todos sabíamos que el mundo no sería el mismo». Y confirmó la frase que soltó minutos después de la detonación: «Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos».

Oppenheimer nunca había imaginado que jugaría un papel fundamental en la capacidad destructiva del ser humano

Muchos biógrafos la han analizado como una expresión eufórica, puesto que el físico había sido un arduo estudioso del Bhagavad-gītā, un importante texto sagrado hinduista en el que aparece dicha sentencia. En aquel momento Oppenheimer no sospechaba que el ejército de Estados Unidos fabricaría dos bombas nucleares para lanzarlas sin piedad sobre las poblaciones indefensas de Hiroshima y Nagasaki y terminar con la guerra de un plumazo: Japón no fue capaz de responder con nada que se aproximara mínimamente a semejante acto de inhumanidad. A partir de ese momento Oppenheimer se convirtió en un héroe nacional con un fuerte peso político, pero en realidad fue el comienzo de su pesadilla. Tal y como aparece en el documental de 1965 The Decision to Drop the Bomb, se describió ante el presidente Harry Truman (quien había ordenado los bombardeos) como «una persona con sangre en las manos».

Oppenheimer nunca había imaginado que acabaría jugando un papel fundamental en la capacidad destructiva del ser humano. Ni siquiera había sentido nunca la mínima atracción por el ámbito castrense. Nacido en Nueva York y de ascendencia alemana, entró en Harvard en 1922 con la intención de convertirse en químico, pero la física lo atrajo rápidamente. Se graduó summa cum laude en 1925 y fue a Inglaterra para realizar una investigación en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. En 1926, fue a la Universidad de Göttingen, donde se doctoró con solo 22 años, y publicó muchas contribuciones importantes a la entonces recién desarrollada teoría cuántica,

En 1927 regresó a Harvard para estudiar física matemática y como miembro del Consejo Nacional de Investigación, ya principios de 1928, estudió en el Instituto de Tecnología de California. Realizó importantes investigaciones en astrofísica, física nuclear, espectroscopia y teoría cuántica de campos. Hizo importantes contribuciones a la teoría de las lluvias de rayos cósmicos y culminó un estudio permitió las descripciones de los túneles cuánticos. En la década de los treinta fue el primero en escribir artículos que sugerían la existencia de lo que hoy llamamos agujeros negros.

El científico utilizó su cargo en la Comisión de Energía Atómica para frenar la proliferación de armamento nuclear

Como todo científico, y como él repitió después varias veces, lo que le movía era aportar conocimiento a la humanidad para que siguiera evolucionando, pero en ningún caso un conocimiento para que fuera capaz de autodestruirse como especie: «Mientras los hombres sean libres para preguntar lo que deben; libres para decir lo que piensan; libres para pensar lo que quieran; la libertad nunca se perderá y la ciencia nunca retrocederá». Incluso cuando le propusieron dirigir el proyecto Manhattan, como reconocería tiempo después, no sospechaba que sus avances en fisión nuclear iban a tener un final puramente armamentístico. «Al utilizar por primera vez este tipo de armas nos alineamos con los bárbaros de las primeras edades», declararía en otra comparecencia pública.

No fueron meras excusas para sacudirse el sentimiento de culpa. Confirmó con hechos su frontal desacuerdo con el uso de que se le había dado a sus investigaciones. Después de la guerra lo nombraron asesor jefe de la recién nacida Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, cargo que utilizó, inesperadamente, para defender el control de la proliferación de armamento nuclear y frenar la carrera armamentística entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Esto le costó su posición privilegiada, y le puso en el punto de mira del  Macarthismo, una caza de brujas impulsada por el Gobierno que perseguía a todas aquellas personas sospechosas de simpatizar con el comunismo o simplemente de ser disidentes. Nueve años después de ser desterrado de la vida pública, el presidente John F. Kennedy le concedió el Premio Enrico Fermi en un intento de rehabilitar su figura.

Eso no evitó que el físico, antes de fallecer en 1967, mostrara en público su pérdida de fe en la condición humana con una frase demoledora: «Es perfectamente obvio que el mundo entero se va al infierno. La única oportunidad posible es que procuremos que no sea así».

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