ENTREVISTAS

Fernando Aramburu

«La crítica ideológica no me despeina una ceja»

Artículo

Fotografía

Iván Giménez
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14
julio
2025

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Iván Giménez

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) estaba a punto de publicar el libro de relatos ‘Hombre caído’ (Tusquets) cuando perpetramos esta entrevista. Él, en Alemania; yo, en Madrid. Hablamos de su anterior novela ‘El niño‘, la tremenda historia de una familia de Ortuella (Vizcaya) desmembrada por la muerte de su chiquillo en la explosión de gas ocurrida en la escuela de ese pueblo. Era octubre de 1980.


Lo primero, darte las gracias por escribir El niño. Me ha gustado muchísimo y, como me encantan las serendipias, te cuento dos relacionadas con su trama. Nací en marzo del 80. En agosto del 80, mi madre fue a comprar a un comercio de Oviedo que se llamaba Villa de Tineo. Como es muy aplicada, abrió la tienda donde trabajaba, dejó a las compañeras allí y se fue a comprar semillas de zanahoria para que mi abuelo las plantara y yo comiera verde. Y como fue la primera clienta del Villa de Tineo, al encender y teclear en una de esas máquinas registradoras de antiguo, soltó una chispa y hubo una explosión de gas. Esa es la primera coincidencia lateral. A diferencia de tu novela, a mi madre no le pasó nada grave. Y la segunda es que mi padre y mi abuelo se llaman Nicasio. En mi familia, como ocurre con el niño de la novela, también se consideró que no deberían ponerme Nicasio porque era un nombre horrible.

¡No me digas!

Aparte de seguir tu serie de novelas sobre eventos vascos, El niño me recordó también aquella película de El dulce porvenir de Atom Egoyan que tenía mucho que ver con El flautista de Hamelín. La tuya me recuerda al Quijote. ¿Cómo llegaste a este suceso?

Este suceso lo viví cuando tenía 21 años, era estudiante en Zaragoza, y recuerdo con precisión el momento en que me enteré de la noticia, por medio de la radio, el mismo día que ocurrió. Me golpeó muy fuerte, como a tantos españoles. Quizá no esté de más añadir que fue una época de principios de la Transición y principios de los años 80 en que se sucedieron accidentes con numerosos muertos en España. Ya un año antes, por poner un ejemplo, cayó un autobús lleno de colegiales a un río, al río Órbigo, también con muchos muertos. A mí este suceso quizá me resultó algo más significativo desde un punto de vista sentimental, porque ocurrió en mi tierra, y eso quizá lo hizo más cercano. Probablemente lo habría olvidado si no fuera porque me dedico a la literatura y me considero una especie de cronista, no de sucesos, ni mucho menos de hechos históricos, sino de la condición humana, particularmente de ciudadanos normales y corrientes de mi tierra natal. Aquí se unieron dos factores: el recuerdo de un hecho doloroso, reavivado por la circunstancia de que durante 24 años fui docente de niños en la República Federal de Alemania de la edad de los que fallecieron en el accidente de Ortuella; y el otro factor es que estoy implicado en la escritura de una serie de novelas breves y de cuentos llamada Gentes vascas, que ya anuncia de qué va. Es decir, son protagonistas comunes y corrientes, de mi tierra natal, en una época que también ha sido la mía.

«No soy un experto en comportamiento humano, pero quizá sí un observador»

El abuelo Nicasio recrea la habitación del niño muerto y el padre, sin revelar nada, José Miguel, la desmonta. 

No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que la novela, en realidad, va sobre las distintas estrategias vitales que adoptan unos personajes para afrontar una tragedia enorme. Y cada uno, conforme a sus sustancias psicológicas, su formación cultural, sus datos personales, adopta una postura u otra. Y aquí es donde se ven las diferencias, los contrastes. No soy un experto en comportamiento humano, pero quizá sí un observador. Esto viene conmigo desde la niñez, y tiene que ver con una especie de fascinación que yo siento por el prójimo, por las distintas historias que cada uno arrastra, por su aspecto físico, por sus manías, por sus preferencias… El hecho de observar a los demás ha sido para mí un entretenimiento continuo desde la niñez y creo que está en la base de mi dedicación a la narrativa. La harina con la que yo hago mis novelas y mis cuentos es la condición humana, la distinta manera de estar en la vida. De ser hombre, mujer, de ser nervioso, tranquilo, etcétera. Y a partir de esta experiencia que yo tengo en el conocimiento del alma humana, que no es un conocimiento científico, compongo mis narraciones y procuro llenar a los personajes de algo que podríamos llamar el volumen humano.

Me dio mucha alegría ver El niño plagado de construcciones gramaticales que a mí me recuerdan a los 80, a mi niñez. 

Esto es uno de los atractivos que supone para mí el trabajo literario, que es de tipo lingüístico. No pierdo de vista la lengua, me gusta jugar con ella. Y dentro del trabajo de documentación es posible que haga un pequeño estudio de campo de los usos lingüísticos de la época. Siempre de una manera dosificada. Fíjate que he estado leyendo últimamente alguna cosa de Pereda, novelista muy conservador, despreciado, pero del cual creo que todavía se puede aprender algo. Una de las cosas que he aprendido es a no exagerar el naturalismo lingüístico, a no poner demasiados ingredientes que deriven el sabor del texto hacia lo que ya no es necesario. Y hay lectores que tienen antenas para captar esto y si te lo captan, es posible que te dé un placer, gustillo, añadirlo.

«Procuro llenar a los personajes de algo que podríamos llamar el volumen humano»

Haces que el propio texto hable en cursiva sobre el autor y las circunstancias del libro. 

El hecho de que el texto es consciente de que es un texto que está sosteniendo una narración y se le da baza para que intervenga a su manera… Y eso tiene consecuencias muy directas sobre lo que se está contando. A mí me pareció oportuno hacerlo así, sobre todo para rebajar la temperatura emocional de un texto que está lleno de una tragedia que, por fuerza, lleva a quien la está contando por senderos de una intensidad emocional muy alta. Y esto puede caer rápidamente en un melodrama, en una historia lacrimosa, y no quería incurrir en eso de ninguna manera.

El texto es como el sherpa del autor y a veces se queja de que le cargas demasiado.

Claro, el texto tiene su orgullo. Además, sabe que será juzgado por reseñistas, por críticos, por lectores exigentes. Y, claro, desea que el autor se esfuerce un poco y que no cometa ciertos errores o ciertos abusos.

¿Cómo es tu relación con la crítica? 

Para mí hay una crítica que es indispensable, que es la anterior a la publicación del libro. Esta crítica me la busco en el plano privado. Dispongo de unos confidentes literarios muy severos, de lo contrario no me ayudarían. Y yo soy receptivo a sus admoniciones o a sus sugerencias. Después hay una intervención de la editorial, que también considero parte de la crítica. Y luego está la tasación del producto ya hecho, que llega tarde, y entonces ya no se puede solucionar lo que esté mal hecho. Al principio estaba muy pendiente de lo que se dijera de mis libros pero con el tiempo tengo una relación más o menos distante. Me considero un afortunado en el sentido de que la crítica ha sido, por regla general, bastante compasiva con mis libros. Por otro lado, estoy bastante curado de salud: lo de que a un crítico no le convenza el desenlace o que me suelten los tópicos de siempre (que la novela es maniquea, que los personajes son planos) esto yo ya lo tengo digerido hace mucho tiempo. Luego mis obras más conocidas tratan asuntos del País Vasco y, por tanto, inciden en áreas directamente políticas e ideológicas. La crítica ideológica no me despeina una ceja. Ahora bien, si un lector anónimo en una red social expone un gazapo de la novela mía o me encuentra una incoherencia, pues ya me ha roto la noche. Por ese lado sí que soy frágil. Y entonces espero que el libro se reedite para poder solucionar el fallo. Ese tipo de críticas sí me duelen. Donde veo el fallo artesanal, vamos a decir. El descuido.

«El texto tiene su orgullo»

¿Y cómo te llevas con las mutaciones de tus textos al audiovisual? 

Tengo una norma y es la de no intervenir en la creatividad de los demás. Por eso solamente acepto por contrato la adaptación de mis libros a otros formatos, audiovisuales o cualquier otro tipo, si tengo confianza en quien va a llevar a cabo el proyecto. De ahí que sea indispensable una reunión previa donde se me explique el proyecto. Necesito ver entusiasmo, ganas. Y después, dejo hacer.

¿Y tú te reconoces? 

Depende. Me pasó con la serie Patria, que tuve que ver dosificadamente porque hacía que me emocionara mucho. Tuve la impresión, por momentos, de que los actores no actuaban, sino que yo estaba mirando directamente la realidad. Y ahora mismo soy incapaz de pensar en los personajes de mi novela sin ponerles las caras de los actores. Creo que se hicieron las cosas francamente bien. Ahora, tampoco caigo en la tentación de buscar mi novela en las pantallas.

«La realidad actual, a la edad que yo tengo, va demasiado deprisa»

Tu despedida de El País, donde resuena Fray Luis… ¿De verdad que te crees, digamos, desplazado para comentar la actualidad de este mundo? 

Hice un ejercicio de sinceridad. Tengo que decir que el periódico se comportaba muy bien conmigo y, por supuesto, ellos me dejan las puertas abiertas. No descarto la posibilidad de colaborar esporádicamente en el futuro, pero vamos a decir que la realidad actual, a la edad que yo tengo, va demasiado deprisa. Entonces, para captarla, tengo que estar continuamente pendiente de ella. Y esto ya me fatiga, porque además tengo otras actividades que son más gozosas para mí y más serenas, como la creación literaria. Y, claro, mi reacción frente a la realidad actual, política, cultural, sociológica, es mediante opiniones. Y ahí es donde yo no estoy a gusto. Ahí me noto superficial, ahí me noto flojo. No estoy hecho para eso. Yo no estoy hecho para el periodista. Yo necesito reflexión. Yo no redacto en cinco minutos un artículo, mucho menos lo dicto por teléfono, como he visto a otros compañeros admirables. Mis artículos son sonetos camuflados. Y así no se puede. Y como ya llevaba unas semanas no a gusto, buscando temas, de cualquier manera, ojeando periódicos sin otro estímulo que encontrar un asunto, pensé que era momento de parar. Aludías a Fray Luis de León, pues porque es lo que he hecho. Es decir, retirarme a leer, a escribir, quizá puedo aportar algo mínimamente valioso a los demás por vía de la literatura. Una novelita, de vez en cuando unos cuentos trabajados, cincelados, con esmero… Y es así como yo quiero entrar en este tramo de mi vida, de hombre ya jubilado, de abuelo, además, y, sobre todo, de alguien que viene de una sociedad convulsa, que era muy nervioso, muy inquieto, de niño y que, a fuerza de libros, de reflexiones, ha conseguido convertirse en un hombre sereno, un hombre que acepta la caducidad de la vida. No quiero perder esta especie de serenidad que consiste pura y simplemente en que estoy en condiciones de mirarme al espejo sin hacerme grandes reproches, y de estar a buenas conmigo y de llevar una vida sencilla.

¿Echas de menos alguna etapa anterior de tu vida?

Me gustaría, naturalmente, con la experiencia vital que tengo ahora, volver a los 22 años. Claro, entonces me faltaba la experiencia vital que tengo ahora. No soy un unamuniano, o sea, no tengo el sentimiento trágico de la vida. No creo que si Dios no existe haya que inventarlo. En absoluto. Tengo una idea de la vida como de carrusel: te montan de pequeño en un tiovivo, das unas vueltas, y te bajas. Esa es mi idea, una idea un poco estoica de la vida. Lo cual no me priva, en absoluto, de ser un hombre moral: a mí me parece que el respeto a los demás está por encima de todo y creo que uno debe jugar las cartas de la vida de la mejor manera posible sin hacer daño a los demás. Y esto me vacuna contra la nostalgia. De vez en cuando tengo algunas rachas, quizá de pena, no lo sé. No me quedé en mi tierra natal: vivo en un lugar en el que no transcurrió mi infancia, entonces vuelvo a mi ciudad y está tan cambiada que ya no la leo, ya no la entiendo, falta mucha gente y los que quedan son ya tan viejos como yo… No echo en falta nada porque tengo un presente muy lleno. Yo tengo hijas, una nieta… Y, sobre todo, mi vida tiene un sentido: me lo da la familia y la literatura.

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