Internacional
¿Por qué China no es una democracia?
Observado con tanto asombro como temor, el país asiático se alza ya como una de las potencias mundiales que está llamada a moldear tanto su futuro como el nuestro: muy lejos de ser una democracia liberal, el autoritarismo, la vigilancia social y el enorme crecimiento económico ponen en la mesa enormes debates sobre la opacidad de su sistema.
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En medio de una recaudación de fondos en la mansión hispana de Mar-A-Lago, situada en Florida, Donald Trump halagaba efusivamente al presidente chino en 2018. «Quizás es algo que tenemos que probar», afirmaba el ex-mandatario estadounidense acerca de la posibilidad que, ya entonces, había abierto Xi Jinping para perpetuarse en el poder. En medio de una aduladora algarabía recalcaba sus palabras: «Presidente de por vida, es fantástico», aseguraba el magnate. Hoy China no es solo el cuarto país del mundo en términos territoriales –sus fronteras limitan con más de diez países–, sino que también es el más poblado y uno de los que mayor crecimiento económico consigue alcanzar. Pero, ¿qué es lo que caracteriza a este sistema aparte de su potencia y su enorme opacidad?
La República Popular China construye sus primeros cimientos en un modelo socialista cuya inspiración recae directamente sobre su líder y principal ideólogo, Mao Zedong. Marcado por la existencia de un partido-Estado único que monopolizaba toda vida política, esta primera etapa maoísta puede parecer estática y monolítica a simple vista, pero es apenas untrampantojo. «Esta etapa no es única, en parte por las disidencias internas y en parte porque a partir de la década de 1960 la figura de Mao va por un lado y el partido, por así decirlo, va por otro», explica Antonio Ortegas, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Granada. «Se produce una especie de ruptura porque Mao, principalmente, siempre apelaba a los campesinos como los sujetos políticos a los que era capaz de movilizar y sobre los que sostenía su imagen. Mientras tanto, el partido estaba ya más burocratizado, contando con una creciente burguesía de partido que casi veía a Mao como una figura de contrapoder en algunos momentos», prosigue.
Hoy continúa siendo, no obstante, una suerte de moderno padre de la patria. Esto es algo que se percibe con especial claridad en el comportamiento político actual, más que en el propio funcionamiento de un sistema que, al menos en su origen, llevaba su marca personal. Es por esto que Ortegas arguye que Xi Jinping, el actual presidente de China, «supone una vuelta a la figura de Mao Zedong: es la figura del padre, del líder, con un giro muy ultraconservador y muy controlador». Afirma, además, que esto es algo que se puede observar con nitidez a través del regreso de los procesos de reeducación en los que, por ejemplo, se sanciona a los decanos de las facultades si se observa algún desvío de las políticas del partido. «Esta es la clase de cosas que ocurría durante las purgas de la década de 1970», sostiene. Esto también deriva en situaciones como la de los uighures, un grupo étnico de religión musulmana originario de la región de Xinjiang –un territorio que cuenta con ricos recursos naturales– que se halla en medio de una violenta persecución religiosa. Eso es, al menos, lo que apuntan diversas informaciones occidentales: la última acusación de este corte proviene de la saliente administración estadounidense, que acusó a China de estar cometiendo un genocidio. No obstante, esto no es exclusivo de fuentes políticas, ya que según The New York Times, a través de una filtración de documentos oficiales, el acoso se traduciría, efectivamente, en una represión a gran escala que incluiría la existencia de enormes campos de internamiento.
«Evidentemente, no podemos hablar de una democracia al estilo occidental porque no hay una pluralidad de partidos ni una acción política como nosotros la entendemos, pero tampoco creo que sea exactamente correcto hablar de una dictadura férrea», señala Ortegas. Por su parte, Mario Esteban, investigador del Real Instituto Elcano, discrepa y no duda en definirlo directamente como un régimen de carácter autoritario. «Durante las últimas décadas del régimen maoísta la República Popular China era un régimen totalitario porque el Estado monopolizaba todo el ámbito de la esfera privada. Se trataba de una autocracia con un poder muy concentrado y muy centralizado», apunta.
Las únicas elecciones que se dan en China son aquellas concebidas en los municipios que cuentan con menos de 100.000 habitantes
Hoy, el Estado, más abierto tras las reformas de Deng Xiaoping a finales de la década de 1970, ya no monopoliza la vida privada de sus ciudadanos y no pide, por tanto, que se movilicen a favor del régimen. Sí impide, no obstante, su movilización en contra. Es decir, que no permite la disidencia política. «Aunque la Constitución de China permita la existencia de otros partidos además del Partido Comunista Chino, su única función es consultiva. Es decir, solo sirven para asesorar al PCC y dar una falsa imagen de pluralismo político, ya que el poder real lo ostenta un solo partido», explica Esteban. Tal y como afirma, las únicas elecciones que se dan en China son aquellas concebidas en los municipios que cuentan con menos de 100.000 habitantes. Aquí sí se producen elecciones pero, recalca, «no es porque el régimen crea en una serie de valores democráticos, sino porque entiende que estas elecciones son útiles para controlar a las élites locales, que a veces podían escaparse un poco del partido, provocando descontento popular por temas como la corrupción».
No hay, así, un respeto a unos derechos y libertades que en los sistemas democráticos occidentales se dan por supuestos. Human Rights Watch centra su crítica, principalmente, en la libertad de expresión y en una vigilancia masiva que con las nuevas tecnologías es cada vez más difícil de evadir. En sus comunicados, la organización no duda en calificar a China como una amenaza global a los derechos humanos, algo derivado de un «gobierno de la represión y no del consenso popular». A ello responden, por ejemplo, las construcciones de cortafuegos informáticos y buscadores propios por parte de las autoridades asiáticas, así como el control de los principales medios de comunicación y el flujo general de información.
Una de las cuestiones que más embrollo causa a la hora de comprender la estructura china es la del papel que se otorga al marxismo actualmente. ¿Es un rol meramente nominal o aún mantiene su influencia? «El partido sigue utilizando un tipo de retórica de carácter marxista, pero la principal fuente de legitimación del partido no pasa por ahí», explica Esteban. La legitimidad con que se sostiene el Partido Comunista Chino, de hecho, contaría con dos patas principales. Una sería la perspectiva de desarrollo socioeconómico: una visión paternalista del Estado —«una especie de monarquía ilustrada», según el experto— que lleva a constituir un país en el que el propio partido sostiene conocer mejor las necesidades de la ciudadanía que sus propios habitantes. Otra, sin embargo, respondería a un creciente nacionalismo: el PCC como la única fuerza política capaz de devolver a China al concierto internacional de las grandes potencias.
El secreto del neocapitalismo de China
El país, eso sí, tampoco posee un sistema económico de corte marxista, sino todo lo contrario. Según Ortegas, el modelo económico responde, sin ninguna duda, a las demandas del mercado. Ningún paraíso socialista espera en el horizonte. «Creo que están atrapados en una dualidad que se complementa, pero que también genera tensiones. Ideológicamente están anclados en un modelo comunista, pero su estructura económica es, sin duda, ultra-capitalista», asevera. Llega a hablar, incluso, de una especie de neocapitalismo, algo así como un extraño tipo de capitalismo de Estado (autoritario): un híbrido de economía liberal en la que el papel estatal, sin embargo, sería fundamental. Es por esto que en las grandes empresas del país el 51% de las acciones pertenecen al Estado, no solo como vía de supervisión económica, sino también como posición de poder: si algún miembro de una potencial y emergente élite económica comenzase a cuestionar la posición estatal, este sería automáticamente cesado de su puesto y, por tanto, desnudado de toda capacidad de acción. Esto evita, al menos en parte, la aparición de un contrapoder al mandato del partido. Hoy podemos afirmar que China es, cada vez en mayor medida, un país más autoritario: Xi Jinping concentra en sus manos mucho más poder que el que tuvieron sus antecesores más cercanos.
Para el investigador de la Universitat Pompeu Fabra, Pablo Pareja, el país asiático contiene unas características profundamente eclécticas. Unas peculiaridades que, en ocasiones, lleva a los propios líderes del partido a hablar de una «democracia con características chinas», un eufemismo que, sin embargo, no lleva aparejado ninguna pretensión de alcanzar los estándares que sí cumpliría, por ejemplo, una democracia europea. «Uno podría entender que parte de la pulsión colectivista que tiene hoy la sociedad china bebe, en parte, de la larga tradición ideológica confuciana del país, una tradición que ponía más el acento en la colectividad que en el individuo, en la jerarquía respecto a la horizontalidad, al orden respecto a las libertades» explica. Y añade: «No obstante, yo no limitaría el comportamiento de la sociedad china hoy tan solo al confucianismo. Es cierto que hay una cierta inercia y que no ha desaparecido, pero creo que también ha habido una cultura política alimentada por el PCC que de alguna manera ha conseguido trasladar a la población la imagen de que el partido y el sistema que ha articulado es el menor de todos los males posibles. Y esto se da porque garantiza la unidad nacional y porque es capaz de promover un fuerte desarrollo económico».
Xi Jinping concentra en sus manos mucho más poder que el que tuvieron sus antecesores más cercanos
La mayor dificultad a la que deberá enfrentarse el país será la futura e hipotética ralentización del crecimiento económico, que parece ir reduciéndose poco a poco a medida que pasan los años –si bien posee, aún hoy, un crecimiento enorme–. «La posición del PCC solo será cuestionada en la medida en que no consiga mantener activas las cartas del crecimiento económico, la unidad territorial y el hecho de poder presentar a China como una superpotencia», señala Pareja.
El horizonte se presenta incierto en la medida en que China adquiere cada vez más presencia internacional y disputa el actual orden hegemónico. Se trata de una posición alternativa a un poder establecido, principalmente, desde Washington. «China lo que defiende, en teoría, es que el hecho de que uno se relacione con otros países no depende tanto de que estos hayan abrazado el modelo político que a mí me parezca mejor como del hecho de que nuestra relación pueda ser más o menos productiva. Esto, de alguna manera, se contrapone con la que durante mucho tiempo ha sido la gran estrategia de EEUU y la UE de la democracia liberal, que era sostener que cuantas más democracias liberales haya en el mundo, más podremos colaborar. Esto hace menos atractivo el modelo occidental para algunos países que, durante algún tiempo, aceptaron sus condiciones porque no tenían alternativas», explica el investigador.
Así, las condiciones occidentales –que en muchos casos suponían, en teoría, la defensa de los derechos humanos y el inicio de una transición democrática– se vuelven débiles ante el mero pragmatismo económico de Pekín, en cierto modo amoral: cualquier exigencia de similitud en la adopción de las organizaciones políticas parece desvanecerse con la llegada de China. Al llegar un gran inversor con unas condiciones más laxas, es probable que los terceros países interesados en inversiones extranjeras escojan la laxa vía asiática. Sin embargo, también cabe hacer notar que otros como Mario Esteban no ven con la confianza habitual la prematura victoria de la nación asiática. «Una cosa es ser la economía más grande del mundo y otra es ser, por ejemplo, la economía más avanzada del mundo. No tiene por qué ser necesariamente lo mismo. Es cierto que China es el único país que puede plantar cara de forma verosímil a la hegemonía estadounidense, pero normalmente se sobredimensionan las capacidades del país. Históricamente, a los países tan grandes siempre les ha ido peor de lo que se pensaba que les iba a ir y esto es porque son naciones con mucha población, mucho coste de seguridad… Su capacidad de proyectar esto es mucho menor de lo que suele parecer. China es un país mucho más débil de lo que cree la gente fuera del país», concluye.
China no ofrece, a pesar de todo, ninguna alternativa ideológica real al sistema democrático liberal. Tal como señala el politólogo Ivan Krastev, el autoritarismo no es una ideología de carácter transfronterizo: se trata de un estilo de gobernanza opresivo, no consultivo y arbitrario, pero no conforma una ideología antiliberal. Es en el plano ideológico donde de momento, y con la mayor evidencia, China pierde su partida.
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