Internacional

Cómo es ser mujer en un país musulmán

El retorno de los talibanes a Afganistán reabre el debate sobre la realidad –siempre cuestionada por la comunidad internacional– que viven las mujeres en los países árabes y los de mayoría musulmana. Sin embargo, la situación de las mujeres es diferente en cada Estado y, aunque algunos están avanzando en materia de igualdad, otros parecen retroceder.

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22
febrero
2022
Fotograma de ‘Huellas en la arena’, dirigido por Jon Cuesta.

La abogada y activista Zarghona Alokozay se comunica a través de una hoja escrita, fotografiada por partes y enviada a través del correo electrónico. Reside en España, pero la repentina llegada de los talibanes a su país natal, Afganistán, tras la retirada de las tropas estadounidenses el pasado mes de septiembre le obligó a dejarlo todo atrás sin la mínima oportunidad de recoger sus pertenencias. Entre ellas, el ordenador. Se disculpa: fue evacuada de emergencia en uno de los aviones enviados por el Ejército del Aire de un día para otro. La pantalla de su móvil, casi hecha añicos, le recuerda el caos que vivió en el aeropuerto de Kabul. «Antes de que llegasen los talibanes estuve nueve años trabajando como abogada y consultora legal para mujeres afganas. He defendido decenas de casos de violencia machista y de demandas en defensa de sus derechos», relata. Ella es una de las pocas mujeres que consiguieron abandonar un país en el que sus derechos ya estaban limitados por ley. Basta echar la vista atrás para comprobar que, históricamente, las mujeres de Afganistán –categorizado actualmente como el peor país del mundo (musulmán o no) para nacer mujer según el Índice de Paz y Seguridad para las Mujeres elaborado por la Universidad de Georgetown– han tenido que hacer frente a restrictivas normativas en cuanto a sus libertades se refiere.

Es cierto que las mujeres afganas fueron de las primeras del mundo en conseguir el derecho a voto en 1919 –antes incluso que las de Estados Unidos, que lo consiguieron en 1920–. Además, en 1964 participaron en la creación de una Constitución que blindaba el sufragio femenino, la educación obligatoria y la libertad de trabajo en un momento de transformación que se inició con el reinado de Amanulá Khan y en el que la religión, aunque presente, no se entrelazaba en exceso con la cultura.

Tras una desgastadora guerra contra la Unión Soviética durante la segunda mitad del siglo XX, los talibanes se hicieron con el control de Afganistán en 1996, lo que cambió radicalmente la vida del país. A partir de 2001, con la invasión de Estados Unidos y la posterior permanencia del ejército estadounidense en el territorio, las mujeres pudieron acceder a puestos profesionales y formarse como maestras, políticas, médicas o periodistas, aunque sus derechos todavía permanecían limitados: no tenían una cuenta bancaria propia y la mayor parte del tiempo estaban obligadas a ser acompañadas por un hombre al salir de casa. Ya entonces nada había vuelto a ser del todo igual y, ahora, probablemente nada vuelva a ser como antes.

«Lo más probable es que el hombre guardián, la inaccesibilidad a la educación y la eliminación del derecho al trabajo se vayan imponiendo poco a poco, aunque hoy los talibanes digan que es solo parte de la transición», vaticina Florence Eid-Oakden, directora general de Arabia Monitor Research & Strategy, un think tank independiente centrado en la geopolítica de Oriente Medio y el Norte de África. «Veremos medidas mucho más restrictivas», sostiene. Y razón no le falta: solo han pasado unos meses desde que los talibanes se hiciesen con el poder del país y de Kabul ya llegan relatos de mujeres obligadas a cubrirse el rostro, mujeres a las que se les impide la entrada a sus centros de trabajo y cuerpos femeninos borrados de las marquesinas de los autobuses.

Eid-Oakden: «Lo más probable es que la inaccesibilidad a la educación y la eliminación del derecho al trabajo se vayan imponiendo poco a poco»

La actual situación de Afganistán ha devuelto a la esfera pública una pregunta difícil de responder desde la distancia: ¿cómo es la vida de las mujeres en los países de mayoría musulmana? A la hora de dar con la respuesta –compleja en su esencia– los expertos hacen hincapié en que, a pesar de que las mujeres de estos países luchan cada vez más por la igualdad, todavía queda mucho camino por recorrer. Y cada territorio se encuentra en un punto diferente del trayecto, por lo que asumir que todos los Estados son lugares completamente violentos para las mujeres supone caer de cabeza en un peligroso estereotipo.

«La brecha de género no es algo exclusivo para las mujeres de los países árabes que profesan el islam: la desigualdad es universal. Pero sí es cierto que en algunos territorios de mayoría islámica esta cobra más intensidad en ámbitos como la violencia sexual, brechas salariales y la participación en el mercado laboral», aclara Eid-Oakden. «Por ejemplo, la tutela masculina –el control impuesto por el hombre en la vida de su hija, hermana o esposa– continúa siendo muy común, aunque variable entre fronteras: mientras que en Afganistán un hombre debe acompañarte cada vez que salgas de casa, en Arabia Saudí hasta hace poco necesitabas su consentimiento para decisiones legales, como obtener un pasaporte».

En este sentido, el Arab Gender Gap Report, elaborado en 2020 por el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, es uno de los análisis más extensos en materia de desigualdad que, combinado con el Índice de Paz y Seguridad para las Mujeres, arrojan algo de luz a este caleidoscopio socioeconómico y jurídico que representa la realidad de las mujeres en países de mayoría musulmana. Desde los Estados que más han avanzado en igualdad hasta los que imponen las violencias más extremas.

Más allá de Afganistán, países predominantemente musulmanes como Irak, Sudán, Somalia, Mauritania, Yibuti, Siria o Palestina tampoco son nada prometedores en materia de igualdad. Por ejemplo, en Mauritania y Sudán existe la mayor brecha de edad en el matrimonio: mientras que ellas se casan con la veintena recién cumplida, ellos alcanzan (y en numerosas ocasiones superan ampliamente) la treintena. En aquellos lugares en los que la diferencia de edad entre hombres y mujeres casados se hace más evidente es, a la vez, donde la prevalencia del uso de métodos anticonceptivos cae en picado, lo que implica una mayor tasa de natalidad y una menor proyección de la mujeres en el sistema económico. De hecho, según Naciones Unidas, solo el 12% de las mujeres casadas en Sudán recurren a ellos, frente a otros países que se consideran más avanzados en la materia, como Marruecos o Túnez, que triplican el porcentaje.

Según Naciones Unidas, solo el 12% de las mujeres casadas en Sudán recurren a métodos anticonceptivos

Es fundamental dotar a estas cifras de contexto para no dejarse nada en el tintero, advierte Ebbaba Hameida, periodista especializada en mujeres en países musulmanes. La realidad de las mujeres puede ser muy distinta entre un territorio y otro. «Hay una diferencia clara entre las zonas rurales y las ciudades más grandes. Sobre todo en cuanto al grado de acceso a una economía más desarrollada que permita la emancipación y el acceso a la educación. Lo hemos visto en Afganistán, donde aquellas mujeres residentes en Kabul que han podido tener estudios y acceder a un trabajo son más conscientes de su posición con respecto a las mujeres de las zonas rurales. Estos derechos se conquistan gracias a otros básicos como la educación, la sanidad y el empleo».

En otras palabras, el bienestar de las mujeres depende de que el sistema proteja sus derechos más básicos, como la educación o el acceso a la sanidad, y cuando alguno de ellos es vulnerado, sus libertades se constriñen. «Por ejemplo, en Mauritania los matrimonios forzosos son muy comunes en las zonas rurales. Y en Túnez, un país mucho más modernizado donde encontramos mujeres de todo tipo en las grandes ciudades, estas prácticas siguen registrándose en los pueblos, donde sufren la carencia de un contexto legal que refleje el avance en políticas de igualdad», ahonda Hameida.

La ‘sharía’, el epicentro de todo

«Se respetarán los derechos de las mujeres, pero siempre en el marco de la sharía». En las vagas palabras que el portavoz de los talibanes, Zabiullah Mujahid, utilizó para tratar de tranquilizar a la comunidad internacional aparece una de especial importancia: la que hace referencia a ese sistema que constituye un detallado código de conducta en el que se incluyen las normas relativas a los modos de culto, los criterios morales en la esfera pública y privada y el modelo por el que debe regirse la mayoría de creyentes y practicantes del islam.

Incluye las regulaciones escritas en los hadiz –los dichos atribuidos al profeta Mahoma– y lo acordado entre las diferentes escuelas islámicas, lo que quiere decir que no está codificada y que su contenido se define, simple y llanamente, por la propia interpretación que se haga de él. Así, algunos países como Arabia Saudí, Irán, Mauritania o Sudán la aplican a nivel estatal, adoptando la ley islámica en herencias y testamentos, actividades bancarias, el sistema de justicia civil y las esferas sociales. Otros, como Turquía o Kazajistán, no la utilizan como base de su sistema judicial, mientras que países como Marruecos, Nigeria, Indonesia o Algeria, entre muchos otros, recurren a ella a nivel regional o como ley familiar.

Es decir, que, de la misma forma que la profesión del islam en Oriente Medio guarda importantes diferencias con la de África (bebe de tradiciones preislámicas), un país de mayoría musulmana no tiene por qué haber adoptado el islam como religión oficial, ni mucho menos haber aplicado la sharía en su sistema legal de forma completa.

Hameida: «Nacer en Arabia Saudí siendo mujer todavía es nacer como una ciudadana de segundo nivel»

Tradicionalmente, en Arabia Saudí la sharía se aplicaba por completo. Hasta que en 2018 se publicó un manual de principios y precedentes legales que proponía recodificarla, lo que implicó importantes cambios a nivel sociocultural. Según explica Melody Amal, presidenta del Instituto del islam para la Paz, «hasta entonces no se permitía a las mujeres conducir o ir a celebrar el día nacional del país. Ahora empieza a haber una visión más abierta que defiende que las mujeres no tienen por qué vestir necesariamente de negro. En este caso, la influencia de vincularse con un organismo como Naciones Unidas ha supuesto una gran aportación». Amal se refiere a los hechos ocurridos en 2017, cuando el país –originalmente uno de los fundadores de la organización internacional en 1945– fue nombrado miembro de la Comisión de Derechos de las Mujeres de la ONU, decisión que levantó críticas en todo el mundo. Por aquel entonces, Hillel Neuer, director de UN Watch, no dudó en denunciar: «Es como elegir a un pirómano como jefe de bomberos de la ciudad». Pero lo cierto –explica Kabalan– es que el país saudí flexibilizó (aunque no eliminó) su represiva tutela masculina: actualmente, las mujeres pueden viajar al extranjero y solicitar un pasaporte sin la autorización de un hombre, tienen derecho a registrar matrimonios y divorcios y, a efectos prácticos, tanto el padre como la madre pueden ser el sostén de una familia, lo que abre la puerta a nuevas regulaciones laborales. Sin embargo, advierte Hameida, no es oro todo lo que reluce. Las mujeres saudíes aún requieren del consentimiento del tutor para someterse a operaciones, casarse o salir de prisión. «Nacer en Arabia Saudí siendo mujer todavía es nacer como una ciudadana de segundo nivel», matiza.

Por otro lado, Irán establece en su propia constitución que todos los fallos legales deben basarse en fuentes islámicas autorizadas. En este país, el uso del velo es obligatorio y las mujeres pueden hacer muy poco sin la autorización de su tutor o su marido. En Yemen, además, se prevé la aplicación de la pena hadd, una de las más duras dentro de las cuatro categorías de castigos recogidas en el derecho penal islámico –en orden de intensidad, qisas, diyya, hadd y tazir–, que incluyen la lapidación, la amputación y la flagelación por acciones como el consumo de alcohol, el adulterio, las relaciones sexuales consideradas ilegales o la apostasía.

Otros estados con mayoría musulmana, como Azerbaiyán, Bangladés, Argelia, Chad, Libia, Malasia, Senegal, Sudán o Túnez no se definen como repúblicas islámicas, pero eso no significa que la sharía esté ausente, lo que pone aún más en evidencia la subjetividad con la que se pueden interpretar las leyes. «En Libia, la legalidad de las mujeres es absolutamente nula, mientras que, por ejemplo, en Argelia, una mujer se puede comprar una casa pero no tiene permiso para casarse sin la autorización de su tutor legal», indica Hameida.

Una realidad con múltiples aristas

«Si una mujer del Líbano se casa con alguien extranjero, el Estado no reconoce a ese hijo como libanés porque la nacionalidad se transmite patriarcalmente. De la misma forma, las leyes siguen imponiendo que, cuando un matrimonio se divorcia, los niños no deben quedarse con la madre. Es más, hubo una ley –aunque impuesta por el mandato francés de 1923– que marcaba que si una mujer o una niña era abusada debía casarse con el agresor para limpiar su honor hasta que hace poco fue abolida gracias a los organismos de mujeres del país», completa Kabalan. No obstante, añade: «Líbano es un país con una gran parte de la población cristiana (más de un 40%)».

Las expertas coinciden a la hora de señalar el resorte fundamental para ampliar la protección legal de las mujeres: garantizar su participación en la economía. No se trata solo de la emancipación, sino de que sean reconocidas en la sociedad. Como apuntan los datos del Foro Económico Mundial, la mayor parte de la población musulmana vive en una treintena de economías emergentes que componen el 12% del PIB mundial. En la lista se incluyen Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Qatar, Kuwait, Malasia, Irán, Jordania, Túnez, Egipto, Bangladés y Tayikistan. Esto significa que, si todas las mujeres de los países musulmanes estuvieran empleadas, sumarían más de 5.000 millones de dólares a repartir entre las arcas del Estado. De hecho, si todas ellas decidieran fundar su propia nación, esta sería la 16o más rica del mundo.

Según las expertas, el resorte fundamental para ampliar la protección legal de las mujeres es garantizar su participación en la economía

«Llega un punto en el que algunas personas confunden la cultura con la religión. Olvidan la identidad y asumen que es, simplemente, religión. El problema de raíz está en que el islam lo interpretan los hombres», denuncia Hayat Traspas, cofundadora de Save A Girl, una organización que lucha contra cualquier forma de violencia hacia la mujer. De origen somalí, hace ya tiempo que vive en España. Recuerda una particular historia de la última vez que viajó a Somalilandia –un Estado con reconocimiento limitado en el Cuerno de África–: «Me contaron que hace décadas había miles de centros culturales y que, tras la guerra civil en 1991, poco a poco se fue reduciendo la actividad cultural en pos de la religión. Así se empieza, y se sigue prohibiendo todo. Por suerte, existe muchísima gente en la diáspora somalí que intenta reencontrar lo que es culturalmente suyo y discernir entre lo que es cultura y religión».

En 2018, la región secesionista de Somalilandia prohibió la mutilación femenina por ir contra el islam. Fue considerado todo un avance teniendo en cuenta que Somalia, según los datos de Unicef, registra una de las tasas más altas de esta práctica (98%). Aunque todavía queda un largo camino por recorrer en lo que se refiere a la libertad de las mujeres, es la gente joven, según Traspas, la que está intentando provocar el cambio allí, pero también en los otros Estados del Magreb, que avanzan siguiendo a los pioneros en la materia.

Se abren camino a pasos pequeños, pero certeros. Son esas mujeres que se manifiestan y se organizan para crear entornos legislativos, económicos y sanitarios seguros. Fue en Egipto donde se registró uno de los mayores movimientos del #MeToo en Oriente Medio, mientras que, en Marruecos, como explica Kabalan, hay grupos de expertas en el Corán –un espacio reservado históricamente para hombres– que reinterpretan sus páginas para formar a los imanes desde un enfoque más igualitario. «Ningún libro sagrado de las tres religiones monoteístas está a favor de los derechos de las mujeres. Está claro que, en el caso del Corán, la interpretación radical influye, pero dentro de él hay suras (capítulos) que para nada son feministas. Por eso, no debemos tener miedo a señalar textos religiosos machistas», concluye Hameida.

A pesar de esas sociedades que continúan cuestionando a las mujeres, indican las entrevistadas, los grandes avances continúan. ¿Y qué deberes tiene Occidente pendientes? «Abandonar ese relativismo cultural que nos lleva a pensar: “Esa es su cultura y yo no puedo hacer nada”. Esto acaba convirtiéndose en intolerancia y estereotipos. Cuando dejamos de ver a las mujeres musulmanas como mujeres, es cuando nos equivocamos, porque no nos involucramos en la defensa de sus derechos, que son también los nuestros», advierte Hameida. Y concluye: «No podemos abandonarlas»

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