
Un momento...
Mentoring, yoga, coaching, textos de autoayuda (ahora llamados «libros de inspiran»), mindfulness, meditación, jogging… Las propuestas para mejorar nuestra calidad de vida son tan numerosas que terminan provocando estrés. Los profesionales de la salud insisten en una epidemia de malestar generalizado al que no somos capaces de ponerle palabras. La vida que llevamos nos deja extenuados, y recurrimos a la recompensa fácil del consumismo, una tregua hija bastarda del sosiego, tan efímera que apenas la sentimos.
Nos preocupan los valores, pero olvidamos que esta es una palabra bursátil. Los valores son cambiantes, y no obligan a quienes los enarbolan a nada. Por eso los filósofos hablan de virtudes. Las virtudes convierten a quien las practica en virtuoso. Lo transforman. Una virtud urge a ejercerla. Una virtud no es otra que obrar bien. Y ser virtuoso conduce a una buena vida que, a la postre, es el deseo más codiciado.
El buen vivir es uno de los asuntos centrales de la historia de la filosofía. Tanto que constituye una disciplina: la ética. Frente a los desafíos contemporáneos (emergencia climática, migratoria, transhumanismo, polarización, violencia, posverdad…), la filosofía es un legado cuya práctica tiene implicaciones individuales, sociales y políticas. La felicidad, beneficio de una buena vida, no significa ser complacientes con la realidad, sino saber encarar la frustración, la limitación, la contingencia. Pero ¿cómo se vive una buena vida?
Desde Sócrates (que hace del oráculo de Delfos, «conócete a ti mismo», regla indispensable) a Nietzsche (y su idea de que cada hombre ha de buscar la ejemplaridad, algo que retoma, más cercano en el tiempo, Javier Gomá), pasando por el humanismo dialéctico de Erich Fromm, la estética de la existencia de Foucault (hacer de la vida una obra de arte) o la liberalización del cuerpo propuesta por Butler, son numerosas las escuelas encaminadas a evitar lo que Agamben llama «nuda vida», es decir, una vida desperdiciada.
La tradición filosófica de Occidente son notas a pie de página de la obra de Platón. Tal es su influencia en el decir del pensador inglés Alfred North Whitehead (padre de la «filosofía del proceso», basada en el cambio como progreso). Para Platón, lo más valioso es la educación, no entendida como la escuela o la universidad, sino como un cultivo personal en el que uno va practicando las virtudes: la justicia, la sabiduría, la moderación. El cultivo de sí mismo, esa educación platónica, acerca el alma a su origen divino. Y de entre todas las virtudes que uno debe practicar, el pensamiento indie, es decir, independiente, propio, un consejo que, en tiempos de paparruchas y polarizaciones de toda ralea, supone una enseñanza inestimable. Aquí emparenta con los escépticos, que rechazan todo dogma y se abstienen de juzgar. Disponer de tiempo para reflexionar qué es lo correcto y por qué, en vez de dejarnos conducir por líderes de opinión o charlatanes con predicamento. «El objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano», aseguró el maestro.
Si hay una corriente filosófica con enfoque práctico es el estoicismo. Fundada por Zenon de Citio en el siglo III a. C., considera que nada propicia mejor una buena vida que mantener la mente serena y el ánimo inalterable.
Los estoicos nos enseñan a apreciar lo que tenemos antes de que sea tarde, a cultivar la templanza frente a la adversidad, a vivir en armonía con la naturaleza, nos invitan a ver las cosas como son, con independencia de que contradigan aquello que pensamos, porque solo de esa manera encontraremos la verdad. Proponen un control sobre los deseos y frenar los arrebatos. Estos consejos invitan a vivir con integridad contribuyendo a una vida en común más dichosa y próspera. Encontramos la huella de los estoicos en Montaigne, Pascal, Schopenhauer o Deleuze.
Zenon perdió cuanto tenía en un naufragio, no hablaba de prestado. Este buen vivir también lo practicaron Séneca, para quien la filosofía se fundamenta en las obras y no en las palabras (y reivindica la alegría y separarse de la masa), Epícteto (que insiste en que no debemos frustrarnos por aquello que no está en nuestra mano) y Marco Aurelio (en cuyas Meditaciones encontramos hallazgos que tonifican: «La mejor venganza es ser diferente a quien causó el daño», «Lo que no es útil para la colmena, no es útil para la abeja» o «Realiza cada una de tus acciones como si fuera la última de tu vida»). Un último hallazgo de los estoicos, su memento mori, recordar que un día moriremos, lo que somete al ego y reduce lo importante a lo exacto. Menos selfies y más escucha al otro. A los otros. Un todo en el que cada parte es solidaria con las otras.
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, nos habla de que todas las acciones humanas tienden a un fin, que es la felicidad. Lo demás (placeres, fama, enriquecimiento, buena imagen) son sucedáneos. La felicidad es el fin último de la buena vida, entendida como plenitud, bienestar. Él lo denominada eudaimonía, que podría traducirse como «florecimiento humano». El propósito no puede ser, según el Estagirita, la gloria, o la riqueza. Son caminos que malversan la felicidad.
A la felicidad conducen nuestras acciones cuando son guiadas por la razón y apuntan a la excelencia. Importa «actuar rectamente»: quien lo hace «alcanza las cosas buenas y hermosas, y la vida entonces es por sí misma agradable». Como instrumento, desarrolla su doctrina «del justo medio», que consiste en situarse en el territorio intermedio entre el exceso y el defecto. Un exceso de valentía se convierte en temeridad; aplicada escasamente, en cobardía. Para Aristóteles, las grandes virtudes son la sinceridad, la paciencia, el ingenio, la generosidad y la justicia. Todo lo contrario a la sociedad del espectáculo que nos ha tocado en suertes, en la que uno es capaz de no reconocer lo indiscutible con tal de que su imagen no quede dañada y pueda conservar su yo idealizado.
A sabiendas de que el justo medio no es una ciencia exacta, Aristóteles propone el hábito, de manera que cada cual pueda calibrar dónde situarse para encontrarlo. «El hombre ha nacido para dos cosas: para comprender y para actuar, como si fuera una especie de dios mortal». No se olvida de la importancia de la vida contemplativa, de la belleza, que calma el alma y enseña qué es lo bueno. Contemplar, excelente aviso para tiempos en los que se nos expropia la atención.
El cinismo de Diógenes mal entendido pareciera haberse apropiado de los modos de vida de la posmodernidad. Desvergüenza, provocación e indolencia ante la moralidad son usos de moneda corriente, pero los cínicos, por encima de todo, exigían franqueza en la conversación y la renuncia a lo superfluo, más próximos a lo espartano que a lo epicúreo. Epicuro, por cierto, se rige por cuatro normas (el «tetrafármaco», que llamaban sus discípulos): no temas a los dioses, no temas a la muerte, el bien es fácil de conseguir y el mal, fácil de soportar. Cuatro pautas que, a su juicio, garantizan un buen vivir.
El vaso comunicante entre el mundo antiguo y moderno en la tradición filosófica es san Agustín. A él le debemos la síntesis de una buena vida que llamó ordo amoris; teniendo el amor bien ordenado nos aseguramos la felicidad. Pareciera un trabalenguas, pero intentemos comprender sus palabras: «Vive justa y santamente el que tiene el amor ordenado, de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni no ame lo que debe amarse, ni ame más lo que ha de amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse igual». El amor es el camino, podría decirse. Conviene meditarlo en tiempos de hipertrofia emocional.
En el siglo XV, los humanistas rescatan las tradiciones filosóficas para poner en práctica una buena vida. Encontramos platónicos (Pico della Mirandola), epicúreos (Tomás Moro), escépticos (Montaigne), estoicos (Bruni) y cínicos (Erasmo). Vivir de modo adecuado es uno de los grandes desvelos del humanismo.
En el Barroco, acaso Baltasar Gracián sea uno de los grandes ejemplos filosóficos. Predica huir de la apariencia («Son muchos los que se pagan de lo aparente»), actuar con prudencia, voluntad, inteligencia y contención, lo cual, para una época convulsa como la nuestra, es todo un desafío. Insiste, Gracián, como los clásicos, en la importancia de tener criterio propio. No en vano así tituló su más célebre ensayo, El criterio.
Pese a lo heterogéneo de sus matices, los moralistas (Pascal, La Fontaine, La Bruyère, La Rochefoucauld, Castiglione, Stendhal, Adam Smith) observaron las costumbres de la época, los modos de vivir y de relacionarse. La atención era uno de sus ejes; atención a cómo vive el hombre, qué le mueve, qué persigue para, a partir de las observaciones, distinguir el bien del mal, procurando que cada momento de la vida sea el mejor posible.
Pero distinguir el bien del mal no es tan fácil como pareciera, en ocasiones es toda una hazaña. De ahí que Kant expusiera una manera de hacerlo, su «imperativo categórico», esa acción que se vuelve necesaria, absoluta, incondicional, sea cual sea la circunstancia en la que se produce. Una suerte de ley ecuménica: «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal». Este es el más conocido, pero hay otros no menos significativos: «Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio». Esta virtud, que procura una buena vida, no es un imposible, sino cuestión de voluntad, «una promesa que la persona se hace a sí misma».
La voluntad aquí emparenta con el sacrificio, que tiene una prensa nefasta en nuestros días por el tiempo que requiere, como si hubiéramos olvidado que lo que de veras importa (el amor, el conocimiento, la amistad…) requiere de toda una vida. Un deber perfecto y kantiano es no mentir. Otro, rechazar los dogmas por cuanto destruyen la razón. Uno más, pensar por sí mismo.
La atención («principal cualidad del alma», según Malebranche) permite la escucha, de uno mismo, de lo otro, del otro. Y la escucha y la atención nos libran del mal, a saber: el presentismo, la fragmentación, la superficialidad, el descenso del umbral de la empatía, la atrofia de la capacidad de narrar y de la fantasía de la invulnerabilidad.
Mientras la tradición europea se centraba en la dialéctica entre el idealismo (con sus derivadas marxistas y románticas) y el protoexistencialismo, encontramos a Freud, retomado décadas después por Foucault, para quien la buena vida consiste en la satisfacción de las necesidades, lo que nos condena a una felicidad fugaz.
El siglo XX es acaso el más pesimista en cuestión de poder llevar una buena vida en un mundo donde imperan las desigualdades, la explotación y el conflicto. Por fortuna, nos queda Russell, para quien la felicidad no es un don divino, pero se puede perseverar para conseguirla: «Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad». Esta confesión bien podría ser una fórmula para conseguirla.
Russell detecta algunas de las causas que socavan una buena vida, el «éxito competitivo», que nos conduce a preferir el poder a la inteligencia (lo que nos convierte, a su juicio, en dinosaurios) y nos causa tristeza; y el replegarnos en exceso en nosotros mismos, desatendiendo al mundo. El antídoto, abrirse a los otros, perder el miedo, que está siempre allí donde encontramos lo malo, que nos hace ir por la vida de puntillas. Que el yo no ignore su circunstancia, aquello que lo rodea y que le permite ser él mismo, propuesto por Ortega. «El secreto de la felicidad es que tus intereses sean lo más amplios posibles y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles», nos dice Russell.
Más novedosa resulta la propuesta de Hannah Arendt. Para ella, la buena vida ha de tener acción y discurso (eso que, según los expertos, están carcomiendo las nuevas tecnologías); sin ellos, está muerta. A través de la acción y el discurso nos insertamos en el mundo y somos para los otros. La vida política es la vida verdadera, ya que «solo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre; ni una bestia ni un dios son capaces de ella, y solo esta depende por entero de la constante presencia de los demás».
Vida política que exige, de nuevo, una vieja contraseña: conocerse mejor a uno mismo. En ese sentido, destaca el esfuerzo de Alfred Schmidt, quien propone retomar la exigencia ilustrada de aprender a conducirse a sí mismo y de no abandonar en manos de otros el propio cuidado de sí. Esta es la enjundia. El quid de la buena vida. El viejo adagio latino vindica te tibi, reivindica para ti la posesión de ti mismo.
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