Internacional

Vuelco en China

Xi Jinping ha logrado su ansiado objetivo: saltarse el límite de mandatos presidenciales. Bajo su mando, el país ha dado un giro de 180 grados, convirtiéndose en actor global pero volviendo, también, a técnicas represivas que parecían haberse relajado: la anécdota vivida en el XX Congreso del Partido Comunista, que acabó con el expresidente Hu Jintao expulsado de la sala, sirve de metáfora para comprender hacia donde se dirige (política y económicamente) esta potencia mundial.

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31
octubre
2022

Atentos a la enésima maniobra del Kremlin o a las vicisitudes de la política local, pocos se han dado cuenta en Occidente de que Xi Jinping, el presidente de la República Popular China, cambió la historia de su país hace apenas unos días –si es que no empezó a hacerlo ya cuando asumió el poder– con la mediática expulsión del expresidente Hu Jintao de la ceremonia de clausura del XX Congreso del Partido Comunista en Pekín. ¿Qué relatan estas imágenes? Volvamos atrás en el tiempo.

Xi Jinping ascendió al cargo presidencial en 2012. Hasta entonces, la sucesión de presidentes chinos había sido un asunto ordenado, sistemático e indoloro. Los propios políticos chinos se habían cuidado de que así lo fuera. A finales de los sesenta, la república había temblado hasta los cimientos a causa de una violentísima reyerta faccional desatada dentro del movimiento comunista chino, que llevaba liderando el país como régimen de partido único desde 1949. La causa era que Mao Tse-Tung, histórico líder guerrillero y caudillo de la república, había caído en desgracia dentro del partido, y pasaba sus días planificando el regreso al poder.

Esto lo hizo por el método, algo arriesgado, de agitar a la juventud militante del partido contra sus mayores en lo que llamó una «Revolución Cultural». El resultado fueron cientos de miles de muertos al enfrentar a los jóvenes –organizados como guardias rojos– con otros comunistas y con el ejército que trataba de restaurar el orden. En otras palabras, el regreso al poder de Mao tuvo un coste aterrador en términos de sangre y caos para sus rivales y, a su muerte, en 1976, estos decidieron asegurarse de que aquella experiencia apocalíptica no se volviera a repetir.

Cuando Xi Jinping llegó al poder en 2012, el país salía de aquella era de Jintao que algunos analistas han llamado la ‘década perdida’, debido al estancamiento de las reformas y el aumento de la corrupción

Para lograrlo, lo primero que hicieron fue encarcelar rápidamente a los herederos ideológicos del dictador, la llamada Banda de los Cuatro, el grupo de líderes radicales que incluía a Jiang Qing, la sanguinaria mujer de Mao. De ello se encargó la célebre Unidad 8341 del ejército en un golpe sin sangre; todo un logro dentro de aquel régimen. El siguiente paso, como era de esperar, fue el de asegurarse por ley de que experiencias como la de Mao no se repitieran jamás.

Para ello, había que transformar aquel estado totalitario y dependiente del culto al líder en una dictadura autoritaria pero estable. En otras palabras, el Gobierno chino podía no querer realizar una transición hacia la democracia como la soviética –particularmente cuando se desataron una serie de protestas en este sentido en la histórica Plaza de Tiannamen, que acabaron con los manifestantes siendo masacrados sin contemplaciones en 1989–, pero el régimen iba a asegurarse, al menos, de que la violencia estatal no amenazara la continuidad política de sus líderes.

De este modo, introduciendo reformas en los ochenta, China, aparte de orientar cada vez más la economía hacia el capitalismo, logró la ansiada estabilidad dentro de su cúpula de mando. Ahora, los presidentes solo podrían estar dos mandatos en el poder, de cinco años cada uno. Pasada esta década, el presidente escogería a un sucesor por el método de colocarlo a última hora en un alto cargo para, finalmente, realizar una transición limpia durante el congreso del Partido Comunista chino celebrado para la ocasión: allí, una mayoría casi absoluta aprobaría los nuevos nombramientos (masculinos en su práctica totalidad) que acompañarían el cambio de presidente.

La campaña contra la corrupción articulada por Jinping logró el aplauso popular: a fin de cuentas, la vida de la población se hacía más fácil si no tenía que someterse a los continuos sobornos

Y así ocurrió, década tras década, hasta que Xi Jinping llegó al poder en el 2012. El país, por aquel entonces, salía de aquella era de Jintao que algunos analistas han llamado la década perdida, debido al estancamiento de las reformas políticas y económicas y el aumento de la corrupción como un monstruo lento pero imparable que amenazaba la credibilidad del Partido.

Jintao se quejaría amargamente de esto último, pero sería su sucesor quien se pusiera manos a la obra. Jinping denunció un «descenso hacia un liderazgo del partido débil, hueco y diluido en la práctica» y desató una campaña contra la corrupción que logró el aplauso popular – a fin de cuentas, la vida de la población se hacía más fácil si no tenía que someterse a la necesidad continua de pagar sobornos o a la putrefacción de los lagos y los cielos que resultaba de la dejadez del funcionario corrupto de turno–. La campaña comenzó en 2012 contra el Ministerio de Ferrocarriles y, en este último lustro, llegó a expandirse contra elementos ajenos al partido, contando incluso con su propio programa de televisión: Tolerancia Cero. Para entonces, más de 4 millones de cuadros del Partido habían sido purgados, así como 500 altos cargos.

El problema, en paralelo, fue que Jinping dirigía esta campaña contra sus propios rivales dentro del Partido. Los elementos leales al antiguo presidente Jintao, que aún poblaban los órganos de gobierno, fueron borrados del mapa. Por ejemplo, la facción de la Liga de Juventudes, conocida por ser la cuna política del expresidente (y, en general, de futuros líderes), fue neutralizada en la práctica después de sufrir un aluvión de arrestos.

Jinping aplastó también a los manifestantes de Hong Kong cuando quisieron que la ciudad retuviera ciertos visos de independencia y deportó masivamente a las etnias musulmanas de Xinjiang

Y es que la era del actual presidente iba a quedar marcada por un regreso al autoritarismo más puro: la liberalización por goteo de tiempos de Jintao –que implicaba una mayor tolerancia ante el mundo exterior y con la propia población china– quedó abruptamente clausurada. Dentro del Partido, las voces discordantes no se atrevían a pronunciarse, viendo como podían ser acusadas de corrupción y barridas rápidamente bajo la alfombra. Jinping aplastó también a los manifestantes de Hong Kong cuando quisieron que la ciudad retuviera ciertos visos de independencia y democracia y, a partir de 2017, deportó masivamente y de forma arbitraria a las etnias musulmanas de Xinjiang, tradicionalmente descontentas, a sombríos campos de internamiento.

Asimismo, bajo la presidencia de Jintao, los cargos militares se habían acostumbrado a rivalizar entre sí desde sus taifas corruptas. Ahora, Xi Jinping decidió unificar la Seguridad Nacional en un solo ente poblado, naturalmente, por figuras afines, y cuyo funcionamiento estaba envuelto en secretismo. El organismo pronto llenó el país de comités de vigilancia.

Al mismo tiempo, los medios del régimen empezaron a presentar a Xi como un salvador personalmente implicado en la lucha contra el coronavirus y como el artífice del resurgir agresivo de China en la geopolítica y la economía mundial. En estos dos últimos ámbitos, la imagen era acertada: había inaugurado una política conocida como Iniciativa de la Franja y la Ruta en la que China provee de grandes infraestructuras comerciales a naciones necesitadas de las mismas siempre y cuando estas, a cambio, devuelvan luego el dinero del préstamo, favorezcan sus mercancías en el proceso y muy posiblemente apoyen sus resoluciones diplomáticas a nivel internacional.

Esto ha permitido que China desembarque en medio mundo sin necesidad de disparar un solo tiro (al contrario que sus impetuosos aliados rusos). No quita, por otra parte, que el ejército chino haya crecido y se haya modernizado inmensamente. China no rechaza la guerra porque no se la pueda permitir, sino porque no la considera útil, al menos de momento.

De la China débil a la China implacable

El gran volantazo, en todo caso, llegó en 2018. Fue entonces cuando Jinping reformó la Constitución para eliminar el límite de mandatos presidenciales. No iba a ser un presidente más, iba a ser un líder a la vieja usanza. A fin de allanar el terreno, se aseguró de que el Partido preparara una declaración solemne en noviembre del 2021 en la que se le presentara como un líder histórico, a la altura de los grandes caudillos del siglo anterior. El gran momento sería el XX Congreso del Partido previsto para otoño de 2022: allí, y al contrario de lo que había sucedido en otras ocasiones, no habría sustitución presidencial alguna y el presidente confirmaría el inicio de su tercer mandato (quizás uno de muchos).

Tras las restricciones del coronavirus, el presidente decidió apoyarse en su otra especialidad para parecer un líder exitoso: la actitud desafiante contra Estados Unidos

Para asegurarse los apoyos necesarios, no tuvo reparos en utilizar a su favor las tensiones que ocasionalmente se desataban a cuenta del futuro de Taiwán, la isla cercana que Pekín reclama como suya. Las restricciones contra el coronavirus habían dañado inmensamente la economía china y tenía que apoyarse en su otra especialidad si quería presentarse como un líder exitoso: la actitud desafiante frente a Estados Unidos. Así, los conflictos en torno a Taiwán se vieron acompañados, según se acercaba la fecha del Congreso, de maniobras navales e incluso lanzamientos de misil (más bien anodinos) que impresionarían a los políticos del Partido que habían de poner su rúbrica en los cambios históricos que se avecinaban. Teniendo cuidado, eso sí, de que ningún proyectil se desviara de su trayectoria coreografiada.

Lo cierto es que, por mucho que tertulianos y columnistas clamaran a los cielos en Occidente, la guerra, por el momento, no entraba en los planes del presidente chino. Las guerras, como bien se había podido comprobar en el caso ruso, son impredecibles. Y él necesitaba alejarse de lo impredecible a fin de cerrar su coronación.

Quizás la expulsión de Jintao no se tratara de una purga explícita, pero el hecho de que los mandatarios presentes evitaran ayudar mientras era conducido hacia la salida hacen pensar en una figura caída en desgracia

El Congreso llegó finalmente en octubre. Jinping no solo logró salirse con la suya sino que utilizó el Congreso para sustituir a los hombres de su predecesor, Jintao, por sus propios fieles. No iba a compartir el poder con ninguna otra facción, como había hecho hasta entonces. Fue precisamente algo antes de las votaciones (casi unánimes) que iban a clausurar el Congreso, cuando se produjo esa anécdota, inquietante cuando se analiza en el contexto del momento.

Quizás no se tratara de una purga explícita, dado que se habría presentado la acción como una medida ejemplarizante y no como un problema de salud. Pero el hecho de que los mandatarios presentes evitaran mirar, ayudar o responder al débil Jintao mientras este era conducido hacia la salida hacen pensar en una figura caída en desgracia, y los congresos del Partido suelen estar totalmente guionizados.

Tampoco parecía un golpe de mano: Xi Jinping ya había acaparado todo el poder. Quizás temiera que Jintao, algo senil, fuera a desviarse de la línea oficial y votar en su contra. Puede, también, que Jinping buscara dar una imagen simbólica ante las cámaras de televisión: la nueva y vigorosa China expulsando a la vieja y débil. Será difícil saberlo con precisión. Pero la metáfora, voluntaria o no, ha sido clara: en China, el turnismo ordenado ha llegado a su fin. En su lugar, despunta el caudillaje de Xi Jinping.

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