Turismo de otras épocas
Mucho antes de que existieran las compañías ‘low cost’ o las guías de viaje, ya había quien recorría largas distancias para admirar monumentos, asistir a competiciones, buscar remedios a enfermedades o, simplemente, divertirse y descansar.
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Viajamos por trabajo, por estudios, para visitar a alguien o simplemente para descubrir nuevos paisajes. Los viajes han acompañado a la humanidad desde siempre, pero el turismo —viajar por placer— suele parecernos una invención moderna. Solemos pensar en rutas comerciales, como la Ruta de la Seda, o en centros de estudios, como la biblioteca de Alejandría, como lugares transitados por estudios o negocios. Sin embargo, ya en la Antigüedad existían destinos que atraían visitantes por su belleza, sus monumentos o sus propiedades curativas. Viajar, entonces como ahora, era una forma de explorar el mundo y de encontrar a otras gentes.
Séneca, por ejemplo, reflexionó en varias ocasiones sobre los viajes, que solo encontraba valiosos cuando se emprendían sin peso emocional: «Una vez te deshagas de ese mal, todo cambio de sitio te resultará placentero; así se trate del rincón más apartado del mundo o de un punto cualquiera en una tierra salvaje, encontrarás que cualquier lugar será acogedor. A donde vas importa menos que la persona que eres cuando vas».
«Si bien es cierto que el turismo de masas como lo entendemos hoy en día es un invento del siglo XX, con el precedente del Grand Tour que las élites europeas hacían en los siglos XVII y XVIII, los romanos eran un pueblo inquieto amante de los desplazamientos», explica Fernando Lillo Redonet en Hotel Roma: Turismo en el Imperio romano. Como en la actualidad, los motivos podían ser muchos: desde visitar nuevos lugares a descansar, buscar remedios para enfermedades o asistir a un evento deportivo. Sin embargo, no es fácil distinguir a veces cuándo un viaje se hacía por unas causas u otras, ya que en la mayoría de las ocasiones existía una combinación de todas ellas.
Un ejemplo podría ser Epidauro, en el valle del Peloponeso. Allí, se encontraba el santuario de Asclepio (o Esculapio, en Roma), el dios griego de la medicina. El lugar combinaba espacios de culto y de tratamiento médico, pero también contaba con un teatro, aún en pie, considerado una obra maestra de la arquitectura griega. Así, como explica Lillo Redonet, «quien acudía a un santuario de curación lo hacía movido por los beneficios que obtendría, pero también por las obras de arte que podría admirar o por los espectáculos deportivos o teatrales que en él se desarrollaban».
Fernando Lillo Redonet: «Los romanos eran un pueblo inquieto amante de los desplazamientos»
En este contexto, los Juegos Olímpicos representaban algo más que una competición deportiva. Eran un acontecimiento cultural, social y religioso que, desde el 776 a.C. hasta el 550 d.C., se celebraba cada cuatro años en el santuario de Olimpia. Miles de visitantes acudían para presenciar las pruebas, admirar esculturas y templos y participar en celebraciones en honor a Zeus. Algo similar ocurría en Delfos, sede del célebre oráculo de Apolo, al que se llegaba por una red de caminos sagrados. Allí, llegaban delegaciones de diversas ciudades para consultar asuntos públicos y acompañantes que aprovechaban para pedir consejo divino sobre cuestiones personales.
Pero no todos los viajes estaban marcados por la devoción, el arte o la búsqueda de salud o respuestas: también existían destinos asociados al lujo y a los excesos. Uno de los más conocidos es Baia, una ciudad cercana a Nápoles, en el golfo de Pozzuoli, que hoy se encuentra sumergida a 8 metros bajo el nivel del mar. Entre el siglo II a. C. y el siglo III d. C., este lugar fue un exclusivo centro vacacional para la élite romana y la familia imperial. Conocida por sus termas, su clima suave y sus paisajes, esta costa albergaba las villas de figuras como Julio César, Cicerón o Marco Antonio y un palacio imperial donde se alojaron, entre otros, Augusto, Tiberio, Claudio o Nerón. Allí, aún se conservan también los restos de termas, conocidas como los templos de Mercurio, Diana y Venus. A partir del siglo IV, el hundimiento progresivo de la costa provocó que muchas construcciones quedaran sumergidas. En 1969, se hallaron estatuas de mármol que escenificaban la famosa escena de la ceguera de Polifemo, aunque solo se conservan las figuras de Ulises y de un compañero que ofrece un odre de vino.
Esa curiosidad por ver qué había más allá de lo conocido se plasma en infinitas historias que han llegado hasta nuestros días, desde las historias de Ulises en la Odisea, hasta Heródoto, considerado el padre de la historiografía, que viajó por Grecia, Egipto y diferentes países de Asia para documentar y contar las guerras entre Grecia y Persia.
Un ejemplo menos difundido, pero de enorme valor, es el de Egeria, peregrina y autora de un libro de viajes del siglo IV. Aunque no es el primer escrito sobre una peregrinación ni es la primera mujer viajera de la que tengamos noticia, su caso destaca, como explica la historiadora Rosa María Cid López, por «ser la primera peregrina escritora, de lo que tampoco después disponemos de muchos ejemplos, ni siquiera de etapas más modernas; de ahí la importancia de su texto, sin olvidar que su obra constituye el primer libro de viajes escrito en la Península Ibérica».
El ‘Itinerarium de Egeria’ es el primer libro de viajes escrito en la Península Ibérica
En la Antigüedad, el viaje formaba parte de la vida mediterránea, pero era un ámbito dominado por hombres, ya fuera por motivos militares, comerciales, administrativos o por el deseo de conocimiento. La experiencia de Egeria, que recorrió el largo camino desde Galicia hasta Tierra Santa para visitar los lugares sagrados, rompe con esta idea. Su obra, conocida como Itinerarium o Peregrinatio de Egeria, se conservó de forma fragmentaria y no fue redescubierta hasta finales del siglo XIX, por lo que nunca tuvo una difusión constante a lo largo de los siglos.
Quizá la forma de viajar haya cambiado. También las razones que nos incitan a viajar parezcan otras. Hoy, nos mueven los destinos que vemos en fotos de otra gente, en cuentas de Instagram y en publicaciones pensadas para el clickbait. Ir para contarlo o para exponerse puede ser uno de los motivos más generalizados —y problemáticos— del turismo de hoy. Sin embargo, también hay una parte que no ha cambiado tanto. Esa curiosidad por conocer, por descubrir el mundo, por aprender, sigue ahí. También esas ganas de cambiar de aires, de poner en pausa el estrés y vivir otras vidas.
Sin embargo, volviendo a Séneca, viajar no garantiza el sosiego que buscamos si no estamos ya en calma: «¿Quieres que te diga por qué estos viajes no te reconfortan? Porque escapaste contigo mismo. Debes dejar atrás el peso de tu alma; hasta que no lo hagas, ningún lugar te resultará agradable».
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