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Pensamiento

Emil Cioran

Vivir sin esperanza

Nacionalizado en el nihilismo, Cioran no creyó en el progreso, ni en dios, ni en el alma, ni en ningún sentido de la existencia.

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06
octubre
2025

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Emil Cioran (1911-1995) no fue, lo que se dice, un filósofo tradicional. Desde luego, tampoco un ensayista al uso. Sin ningún interés aparente, escribió como quien sangra, pero sin preocuparse excesivamente por la pérdida. Pensar, para él, fue una forma de vaciarse, de soportarse a sí mismo. El fruto de ese pensamiento, su obra, no proporciona ningún consuelo ni promete una salida. Absténganse los adictos al happy end. Esta es pura lucidez sin anestesia. Por eso incomoda. Y por eso a unos cuantos fascina con morbosidad.

Nació en 1911 en Rășinari, un pueblo de Rumanía, hijo de Elvira Cioran y de Emiliano Cioran, un sacerdote. Como él mismo escribió, desde joven sintió el peso del mundo como una carga insoportable. Nacionalizado en el nihilismo, no creyó en el progreso, ni en dios, ni en el alma, ni en ningún sentido de la existencia. En su Del inconveniente de haber nacido, deja a las claras que no debe ningún agradecimiento a sus padres: «No haber nacido, de solo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!».

Estudió filosofía en Bucarest, donde se empapó de Nietzsche y Schopenhauer. Como el primero, su escritura no fue académica. Se decantó por el aforismo, por la frase cortante, el destello que te abofetea sin titubeos. Publicó su primer libro con apenas 22 años y lo llamó En las cumbres de la desesperación. El título ya anunciaba el tono que mantendría toda su vida.

Pasó por Berlín. Se interesó fugazmente por el fascismo. Admiró a Hitler durante un breve periodo, algo que siempre pesó como una losa en su biografía. Más tarde renegaría de esas ideas, aunque no lo expresó con discursos. Prefirió el silencio. La distancia. No pidió perdón. Lo que hizo fue cambiar de idioma y de paisaje.

En 1937 se instaló en París, lugar donde se quedó hasta morir. Aprendió francés con una obsesión casi religiosa (aseguró que cambiar de lengua lo salvó). Desde entonces, escribió solo en francés. Poco a poco, se convirtió en un autor maldito, solitario, marginal. No dio conferencias y rechazó homenajes. Vivió en pensiones baratas. Caminaba por las calles con la mirada baja. Leía, escribía y escuchaba a Bach.

Su obra gravita en torno a una sola obsesión: la inutilidad del ser

¿Qué decir de su obra para quien no esté familiarizado? Pues que gravita en torno a una sola obsesión: la inutilidad del ser. El autor rumano no cree en ningún propósito último. No hay sentido. No hay destino. No hay redención. Ni pasado, ni presente ni futuro. La existencia es un accidente biológico que no debería haber ocurrido. Cada nacimiento es un error. Sin embargo, no defendió el suicidio –algo que muchos no entienden–. De hecho, escribió para no matarse, aunque, como reconoce en su Adiós a la filosofía, «lo que es repele el abrazo verbal». Con un toque wittgensteniano, las palabras son incapaces de expresar lo inefable.

No tuvo fe en nada. Ni en la política, ni en la filosofía, ni en el amor. Veía en todo esto una forma de autoengaño. Las ideologías le daban asco. Las religiones le parecían delirios. Aun así, hablaba de dios con una gran familiaridad. Lo insultó y lo provocó. Pero no hizo lo peor que se puede hacer, no lo ignoró. El vacío de dios era demasiado grande como para fingir que su ficticia sombra no le importaba.

En Breviario de podredumbre, uno de sus libros más conocidos, lanza ataques contra toda forma de esperanza. Desnuda la impostura de las certezas cartesianas. Celebra la duda quietista como modus vivendi. Escribe sin odio; más bien, como el amante engañado, como un aventurero sin tesoro, como el niño que recibe carbón por Navidad.

Mayormente, sus textos no están organizados en capítulos. Como se ha dicho, no construyen argumentos académicos. Son fragmentos. Cachos de pensamiento. Hay una lógica, pero es interna. Al lector solamente se le permite entrever lo que ahí se oculta.

Fue un hombre contradictorio, que detestaba la fama pero leía obsesivamente las críticas que le hacían

En paralelo con su indiferencia hacia todo (política, religión, etcétera), a Cioran no le interesó cambiar el mundo. Tampoco explicarlo, ¿cómo explicar el absurdo? Por decirlo con pocas palabras, pasó por el mundo. Le sobrevivió. Sin afán por convencer de nada, sin ego. Eligió pasar por el mundo, por este somero centelleo que es cada vida, como pudo. Algunos eligen la búsqueda de los placeres, del dinero, de lo sensual, de los afectos familiares, de las aventuras, del conocimiento, del ocio, del poder o de la fama. Cioran se contentó con escribir.

Sin duda, fue un hombre contradictorio. Detestaba la fama, pero leía obsesivamente las críticas que le hacían. Rechazaba premios, pero aceptaba los cheques. No creía en el valor de la escritura, pero seguía escribiendo. Tenía amigos, pero vivía como un ermitaño. Amaba París, pero odiaba el mundo moderno.

Nunca se casó ni tuvo hijos. Vivió con lo justo. Caminaba durante horas. No tenía teléfono. Ni televisión. Su única distracción era la música. Ya hemos nombrado a Bach. Murió en 1995, en París, después de años de deterioro mental. Al final, ya no recordaba sus libros. Ni su nombre. Se apagó como una vela. Igual que su obra, su vida fue cruda. No hay adornos en ella. Tampoco dejó testamento, ¿para qué?

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