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Cultura

¿Qué es la baja cultura?

Para ser considerados cultos, es necesario haber adquirido ciertos conocimientos que permiten desarrollar la capacidad crítica. Esos conocimientos, tradicionalmente, se aprenden en la escuela y en los libros, pero también en espacios como el cine, los teatros o los museos. Pero ¿quién decide qué entra en esos libros, qué se exhibe en los museos o quién sube a los escenarios?

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12
septiembre
2025

En estos días en los que se vuelve a hablar de «tamarismo», resulta interesante preguntarse a qué hace referencia más allá de aquel fenómeno mediático de hace ya más de veinte años. El tamarismo fue durante un tiempo en España la máxima expresión de lo friki, lo kitsch, lo trash, lo raro… todo aquello que era motivo de burla. No tenía valor, no servía para nada. No era cultura.

¿O sí? Desde la expansión de los medios de comunicación de masas, las teorías sobre su poder han sido muchas y muy diversas: desde su impacto en nuestras ideologías a su capacidad para inventar personajes o crear modas. Pero los medios de comunicación también representan la diversidad, también fomentan la participación y también pueden educar o ser fuentes de transmisión de la cultura. La pregunta es ¿qué cultura? ¿Quién decide qué es o no es cultura? ¿Quién decide que algo tiene valor para ser considerado arte?

Lo cultural y lo masivo

El término «cultura» ha sido definido y redefinido a lo largo de la historia desde el poder, pero también desde los márgenes. Asociamos la cultura al arte, a la literatura, al cine, a la pintura, a la música y a todo aquello de una calidad suficiente para ser admirado y estudiado. Pero la cultura también habla de pueblos, de folklore, de historia, de identidades.

El término «cultura» engloba muchos significados, pero podemos diferenciar dos acepciones claras. La primera es definida por la RAE como el «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico». La segunda, como el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social». Mientras que el primer significado se centra en los conocimientos adquiridos por una persona, el segundo nos remite a lo colectivo, al pueblo, a lo identitario de un grupo social.

A pesar de que todas las personas pertenecemos a alguna cultura, no todas somos consideradas «cultas». Para serlo, es necesario haber adquirido ciertos conocimientos que permiten desarrollar la capacidad crítica. Esos conocimientos, tradicionalmente, se aprenden en la escuela y en los libros, pero también en espacios como el cine, los teatros o los museos.

Todas las personas pertenecemos a alguna cultura, pero no todas somos consideradas «cultas»

Pero ¿quién decide qué entra en esos libros, qué se exhibe en los museos o quién sube a los escenarios? ¿Y quién ha tenido históricamente acceso a ese saber? Durante siglos, las élites –mayoritariamente masculinas, blancas y con capital económico y simbólico– definieron qué era o no cultura, qué merecía ser estudiado y quién podía formar parte de ese relato. Así, el acceso y la validación cultural quedaron restringidos a una minoría que actuó como guardiana del canon.

Sin embargo, con la expansión de la educación y de los medios de comunicación en el siglo XX, la cultura dejó de ser patrimonio exclusivo de unas élites y comenzó a llegar a un público más amplio. El cine, la televisión o la publicidad –en paralelo al auge del capitalismo global– transformaron la cultura en industria y el conocimiento antes reservado para unos pocos empezó a hacerse más accesible. Pero esta aparente democratización no eliminó las jerarquías: los contenidos, los formatos y los discursos seguían siendo definidos por quienes controlaban los canales de producción. Porque no es lo mismo acceder a la cultura que tener voz, ni tampoco es lo mismo la cultura popular –fruto de las prácticas sociales colectivas– que la cultura de masas, diseñada desde centros de poder para grandes audiencias.

No es lo mismo la cultura popular, fruto de las prácticas sociales colectivas, que la cultura de masas, diseñada para grandes audiencias

Cuando lo marginal se convierte en cultura

Aunque muchas de las primeras teorías sobre la comunicación de masas veían a las audiencias como grupos homogéneos y pasivos, esta visión fue evolucionando con el tiempo. El surgimiento de los estudios culturales trajo una mirada más compleja y crítica: la «masa» dejó de entenderse como un bloque uniforme y comenzó a pensarse como un conjunto diverso de identidades con agencia propia.

Desde esta perspectiva, los medios de comunicación no solo pueden ser herramientas de control, sino también espacios de representación y participación. Se empieza así a revalorizar todo aquello que durante décadas fue considerado inculto, banal o frívolo: expresiones culturales vinculadas a las clases populares, a colectivos marginados y especialmente a las mujeres. Desde las novelas rosas hasta los talk shows, pasando por las telenovelas o las comedias románticas, lo que antes era despreciado como «baja cultura» empieza a ser leído también como espacio de significado, emoción y pertenencia.

Antes de la llegada de las redes sociales, la existencia de pocos medios elevaba a un número reducido de artistas a una fama enorme. En los años noventa y dos mil, la llamada «televisión basura» –esa que se llenó de tamarismo– ocupaba gran parte de la programación. De repente, todo lo que siempre habíamos tratado de esconder se exhibía en prime time. ¿Dónde quedaba la función educativa de los medios de comunicación? ¿Se estaban convirtiendo en simples vitrinas del mercado?

Hoy, con el auge de las plataformas digitales y las redes sociales, el panorama ha cambiado de nuevo. Espacios como YouTube, TikTok o Instagram permiten que la audiencia también sea creadora, lo que desdibuja cada vez más la frontera entre producción y consumo cultural. «Frente al modelo cultural tradicional, heteropatriarcal y blanco, el mundo contemporáneo ha puesto sobre la mesa una diversidad de identidades que no se acomodan a dicho modelo, y que durante mucho tiempo se han visto silenciadas, o bien obligadas a construirse en oposición a él, o en los márgenes que desdeñaba ocupar ―por ejemplo, la literatura infantil o la novela sentimental, en el caso de la literatura escrita por mujeres―», explica Juan Carlos Pueo Domínguez, profesor titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza.

En los últimos años, hemos asistido a una reivindicación colectiva de expresiones culturales que antes fueron despreciadas por ser frívolas, horteras, de baja calidad o, simplemente, no adecuarse al canon. Desde la «música de gasolinera», como Camela, a las Spice Girls, hoy se resignifica lo que en su momento vendía mucho, pero carecía de prestigio para los discursos hegemónicos –por estar asociado a lo femenino, lo popular o lo sentimental–. Recuperar estas manifestaciones va más allá de la nostalgia. Supone reconocer el valor de lo catalogado como «baja cultura» y de lo que conecta con tanta gente diversa. No todo el arte es emancipador, pero el placer y las emociones también forman parte de nuestras culturas. Reivindicar lo que durante décadas fue ridiculizado es también una forma de transformación política.

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