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¿Puedo tener una ruptura con una amistad?

Vivimos en un contexto donde la gestión del tiempo, las emociones y las prioridades personales se ha vuelto más líquida. A eso se suma una sobrecarga de estímulos, agendas saturadas y una cultura digital que facilita el contacto superficial, pero no siempre favorece la constancia. El resultado: relaciones frágiles, donde el compromiso se diluye y el afecto se da por supuesto sin ser sostenido.

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29
septiembre
2025

Hay personas que entran y salen de nuestras vidas sin previo aviso. A veces, con meses de silencio entre medio. A veces, cuando ya habíamos hecho el esfuerzo de pasar página. Amistades que un día están disponibles, entusiastas, afectuosas, y al siguiente desaparecen sin dejar rastro.

No se trata de un distanciamiento gradual o una pérdida natural de contacto. Es más bien un patrón repetido de ausencias sin explicación, de vínculos que se apagan y encienden como una luz intermitente.

Este tipo de relación no es nueva, pero sí es cada vez más común. Vivimos en un contexto donde la gestión del tiempo, las emociones y las prioridades personales se ha vuelto más líquida. A eso se suma una sobrecarga de estímulos, agendas saturadas y una cultura digital que facilita el contacto superficial, pero no siempre favorece la constancia.

El resultado: relaciones frágiles, donde el compromiso se diluye y el afecto se da por supuesto sin ser sostenido.

Ahora bien, ¿qué impacto tiene esto a nivel psicológico?

Lo que más daño produce no es necesariamente la ausencia del otro, sino la ambigüedad

Desde la perspectiva de la terapia cognitivo-conductual, lo que más daño produce no es necesariamente la ausencia del otro, sino la ambigüedad. Cuando alguien desaparece sin explicaciones y luego vuelve a aparecer como si nada, se activa en nosotros un sistema de alerta. No es solo tristeza por no tener a esa persona cerca: es confusión, es inseguridad, es la sensación de estar constantemente haciendo conjeturas.

¿He hecho algo mal? ¿Está bien? ¿Ya no le intereso? ¿Tengo derecho a preguntar?

Esta incertidumbre mina la autoestima y agota emocionalmente. Y no porque tengamos un problema de dependencia, como a veces se nos hace creer, sino porque nuestro sistema de apego necesita señales claras para regularse. Las relaciones, especialmente las que implican afecto, requieren cierta previsibilidad. Si no sabemos qué esperar del otro, nos resulta difícil relajarnos, confiar o sentirnos seguros en ese vínculo.

En muchos casos, quien desaparece no lo hace con mala intención. Simplemente evita el conflicto, no sabe gestionar la intimidad o prioriza otras áreas de su vida. Pero que no haya mala intención no significa que no haya impacto. Y aquí es importante dejar de romantizar la «libertad» emocional como una virtud cuando lo que está ocurriendo, en realidad, es una falta de responsabilidad afectiva.

Porque sí, también en la amistad existe la responsabilidad emocional. No se trata de estar disponibles todo el tiempo, ni de forzar relaciones que ya no fluyen. Se trata de comunicar, de cuidar los cierres, de no dejar a la otra persona con preguntas abiertas que nunca se responden. La amistad, como cualquier otro vínculo, merece claridad.

¿Qué hacer entonces cuando una amistad nos genera más incertidumbre que bienestar?

La primera recomendación es detenernos a observar cómo nos afecta realmente. ¿Nos sentimos cuestionados cada vez que esa persona se aleja? ¿Invertimos energía en interpretar sus silencios? ¿Cada mensaje suyo nos reactiva emocionalmente? Si la respuesta es sí, conviene revisar si ese vínculo es saludable para nosotros tal y como está planteado.

No siempre hay que romper. A veces basta con recolocar. Esto significa ajustar las expectativas, redefinir el lugar que esa persona ocupa en nuestra vida. Tal vez no es una amistad cercana, sino un conocido con quien tenemos afinidad. Tal vez es alguien a quien podemos ver de vez en cuando, pero sin esperar disponibilidad emocional constante. Colocar bien a las personas en nuestro «mapa afectivo» es una forma de autocuidado.

Pero si la relación nos duele de forma reiterada, si cada reaparición nos deja peor que la anterior, también es legítimo tomar distancia. Y, si hace falta, poner un límite claro. Sin dramatismos, sin reproches. Simplemente, desde la decisión de proteger nuestro bienestar.

Algo que suele pasar en estos casos es que nos cuesta dar el paso porque tememos parecer exagerados. Nos decimos que «tampoco es para tanto», que «todo el mundo va a lo suyo», que «igual soy yo que me lo tomo demasiado en serio». Pero sentir malestar no es exagerar. Es percibir que algo no encaja. Y cuando lo emocional no encaja, hay que escucharlo, no minimizarlo.

Conviene visibilizar el duelo por una amistad: muchas veces no lo validamos por no ser una ruptura romántica

Además, hay un fenómeno que conviene visibilizar: el duelo por una amistad. Muchas veces no lo validamos, como si solo las rupturas románticas justificaran tristeza o dolor. Pero perder una amistad o aceptar que ya no es lo que era también duele. También descoloca. Y también requiere tiempo para ser procesado.

Aceptar que una relación ya no puede sostenerse tal como la conocíamos no es un fracaso. Es un acto de madurez. Significa reconocer que nuestros vínculos deben estar al servicio de nuestro equilibrio emocional, no convertirse en una fuente constante de frustración.

Por supuesto, cada historia es única. Hay amistades que, tras un parón largo, se reactivan de forma sana. Otras que, con una conversación pendiente, encuentran una nueva forma de vincularse. Pero eso requiere voluntad mutua, no solo un mensaje de vez en cuando. El afecto es libre, pero la conexión requiere cuidado.

En un mundo donde todo parece ir demasiado deprisa, donde la atención se dispersa y los vínculos se desdibujan, detenernos a pensar en cómo nos relacionamos es casi un acto de resistencia. No para exigir más de los demás, sino para exigirnos más claridad a nosotros mismos. Para aprender a distinguir entre lo que está vivo y lo que solo lo parece.

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