
Un momento...
Al cerebro le encantan los atajos. Dado que debe tomar decisiones constantemente —a veces con información incompleta o bajo presión—, nuestro cerebro utiliza heurísticas, es decir, formas de razonamiento rápido y práctico que le ayudan a resolver problemas sin que tenga que analizar toda la información disponible.
Según el psicólogo Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía en 2002, los seres humanos creemos que tomamos decisiones porque tenemos buenas razones para hacerlo, pero lo cierto es que es al revés: creemos en nuestras razones porque ya hemos tomado la decisión. El pensamiento heurístico es útil y ágil, pero también puede llevar a distorsiones o a errores sistemáticos de juicio. Eso son los sesgos cognitivos.
Cuanto menos sabes, más confiado eres. Esa es la base de este sesgo cognitivo al que, de forma coloquial, algunos han denominado «el síndrome del cuñado». Los investigadores David Dunning y Justin Kruger descubrieron que las personas incompetentes sobreestiman sus capacidades, al tiempo que las más competentes tienden a subestimar sus conocimientos. Así, quienes tienen un conocimiento limitado sobre un tema no solo llegan constantemente a conclusiones equivocadas, sino que, además, se consideran superiores a personas más inteligentes y preparadas que ellos. El problema es que su propia incompetencia les impide darse cuenta de que están en el error.
Seguir al rebaño. También conocido como efecto bandwagon, este sesgo hace que las personas opinen o hagan algo solamente porque esa es la opinión o el comportamiento de la mayoría. Se basa en la idea de que si algo es popular es porque debe ser bueno. Así, se forma una especie de comportamiento gregario en el que no se cuestiona de forma racional una determinada idea o conducta, sino que simplemente se apoya porque muchos más lo están haciendo.
En época de redes sociales, uno de los sesgos cognitivos más extendidos es el sesgo de confirmación, también conocido como cherry picking. Debido a este, el cerebro separa de forma selectiva las evidencias y confía solo en la información que reafirma sus creencias, ignorando o incluso rechazando aquella que las contradice. De esta manera, se generan cámaras de eco, en las que las personas solo se exponen a los datos y argumentos que retroalimentan sus propias creencias y opiniones. Los expertos afirman que esto está contribuyendo significativamente a la polarización y que puede incrementar el extremismo.
A nuestros cerebros no les gusta quedarse a medias. Este fenómeno cognitivo recibe su nombre de Bluma Zeigarnik, la primera psicóloga que observó que es más fácil para el cerebro recordar lo incompleto. Las tareas inconclusas o que han sido interrumpidas en su proceso tienden a prevalecer en la memoria, a diferencia de las tareas que sí han sido finalizadas. Esto genera tensión cognitiva y favorece la memorización. El efecto Zeigarnik es ampliamente utilizado en marketing y comercio electrónico, por ejemplo cuando se recuerda a los usuarios que tienen artículos en su carrito de compras o presentándoles ofertas «por tiempo limitado».
Describe la tendencia a dejarse influenciar por las opiniones de figuras que se consideran de autoridad —como personajes públicos o superiores jerárquicos— sin cuestionar si la información que están dando es correcta. Este sesgo hace que los individuos deleguen la responsabilidad de la toma de decisiones en otra persona, y puede llevar a que se sigan consejos e instrucciones equivocadas solamente porque las ha dicho alguien que se percibe como «autoridad» sin importar si es realmente experto en la materia.
Este sesgo cognitivo lleva a que las personas atribuyan cualidades positivas a alguien o algo basándose simplemente en primeras impresiones. El cerebro tiende a inferir destrezas y atributos en personas que considera atractivas, como pensar que son inteligentes, amables o bondadosas, por el mero hecho de su apariencia física y sin que esas otras cualidades se hayan demostrado. Puede surgir fácilmente en relación con personajes de la farándula o incluso con marcas célebres.
«Compré un coche azul y ahora veo coches azules en todos lados», «ahora todo el mundo habla del libro que me recomendaste»… No necesariamente. Pero así es como funciona el efecto Baader-Meinhof, también denominado «ilusión de frecuencia». Se trata de un sesgo cognitivo que provoca que nos hagamos más conscientes de algo después de conocerlo o verlo por primera vez, lo cual nos hace pensar que sucede con más frecuencia de la que realmente tiene.
Esta falacia hace que sigamos adelante con algo solo porque ya hemos invertido tiempo, dinero o esfuerzo en ello —incluso cuando ya se ha hecho evidente que los costes superan los beneficios—. Lleva, por ejemplo, a seguir invirtiendo dinero en una empresa que no despega solo porque se han empleado muchos recursos en ella, o a permanecer en una relación que no funciona porque ya se le ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo.
«Si ese número no ha salido en el último sorteo, ahora ya le toca». O, por el contrario, «si ya salió antes, lo más seguro es que ahora no se repita». Estas son dos de las creencias base de la también llamada «falacia de Montecarlo». El sesgo del apostador lleva a pensar que los resultados aleatorios están influenciados por sucesos pasados. Así, se tiende a descartar el hecho de que en los juegos de azar cada sorteo es independiente y la probabilidad de que salga un número seguirá siendo la misma.
Investigadores de las universidades de Harvard, Yale y Duke encontraron que tendemos a valorar más las cosas que hemos hecho nosotros mismos —sin importar si quedaron bien hechas o no—. Los consumidores les otorgan valor de forma desproporcionada a los productos que ellos mismos han armado. Este efecto está relacionado con la «justificación del esfuerzo», que hace que se valoren mucho más las cosas que ha costado lograr o conseguir.
También llamado «sesgo de correspondencia», es la tendencia a atribuir el comportamiento de los demás a rasgos de su personalidad o a su carácter, mientras que lo propio se atribuye a factores o circunstancias externas. De esta manera, si una persona comete un error, se tenderá a pensar que se debe a motivos personales —por ejemplo, que no sabe hacer las cosas o que es imprudente—. Sin embargo, si uno mismo comete el mismo error, la tendencia se achaca a motivos externos —por ejemplo, «la herramienta está fallando», «había mucho tráfico», «me explicaron mal», etcétera—.
Cuantas más personas haya en una situación de emergencia, menor será la probabilidad de que alguien intervenga. El efecto del espectador hace que la gente sea menos propensa a ayudar a alguien en una situación crítica cuando hay más personas alrededor. Debido a la «difusión de responsabilidad», se tiende a pensar que alguien más saldrá al rescate.
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