PornografIA: la digitalización del deseo
El porno, ese espejo donde se han asomado generaciones con vergüenza o fascinación, se está convirtiendo en otra cosa: un territorio donde la imaginación y la inteligencia artificial se entrelazan hasta borrar la frontera entre lo real y lo fabricado.
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Una mujer sonríe en la pantalla. Habla, ríe, invita, dice tu nombre. No existe. Su nombre —o lo que se presenta como tal— encabeza un perfil en una plataforma de suscripción. Miles de usuarios deslumbrados por sus pantallas pagan por verla, por recibir mensajes que fingen intimidad. No hay carne al otro lado, solo algoritmos que aprenden a desear como nosotros. Su temperatura es un código binario. Su voz, una secuencia reproducible de ondas. Su existencia es una ficción rentable. Hubo un tiempo en el que el deseo era indómito, íntimo, apenas traducible. La llegada de la industria pornográfica lo empaquetó, lo reprodujo y lo hizo global. Pero ahora estamos ante un salto diferente: no se trata solo de distribuir imágenes, sino de fabricar digitalmente el objeto del deseo. Se trata de la llamada «pornografIA».
Las herramientas de deepfake permiten incrustar el rostro de una famosa —o de una compañera de trabajo, o de una expareja— sobre el cuerpo de una actriz porno, y hacerlo con un realismo escalofriante. El consentimiento, ese acuerdo silencioso que separaba la fantasía de la agresión, se diluye. Lo que antes requería producción, cámaras y cuerpos, ahora se fabrica en ordenadores.
Pero el fenómeno no se limita a la imitación perversa. También están las modelos que no existen: creaciones enteramente sintéticas que posan, chatean, incluso negocian tarifas por contenido «exclusivo». Cuerpos hechos de píxeles, optimizados para la excitación, sin cansancio ni contrato.
La economía del deseo en plataformas como OnlyFans ha creado todo un ecosistema de intimidad a cambio pago. Lo sorprendente ahora es que no todos esos cuerpos son humanos. Existen cuentas enteras gestionadas por estudios creativos que diseñan personajes, les dan una historia, un tono de voz, una personalidad calculada para maximizar la atención. Los suscriptores saben, o prefieren no saber, que se relacionan con una ilusión.
En OnlyFans existen cuentas gestionadas por estudios creativos que diseñan personajes para crear deseo
Es un juego de espejos curioso: en el porno tradicional, los intérpretes eran reales pero su afecto era fingido. En la pornografía artificial, la ficción es total y, sin embargo, para algunos, la sensación de cercanía es más intensa, quizá porque no hay límites, ni pausas, ni contradicciones humanas que interrumpan la fantasía. ¿Es esto menos engañoso o más inquietante? ¿Qué importa que esta carne sin mácula nunca sude si la respuesta emocional se activa igual?
El negocio del deseo sintético
Detrás de estas figuras fantasmales se mueve mucho dinero. Startups crean agencias virtuales, venden paquetes de fotos, producen «novias digitales» a medida. Hay creadores que ya han dejado de contratar a modelos reales: la IA produce más rápido, más barato y con más obediencia.
Este modelo reconfigura la economía del porno: desplaza la producción tradicional, evita sindicatos y negociaciones, pero también abre preguntas sobre la sustitución de cuerpos reales por cuerpos imposibles. Si el deseo se habitúa a la perfección generada por algoritmos, ¿qué lugar queda para la imperfección de la piel viva?
Y la moral plantea otra pregunta: la del consentimiento. Los deepfakes pornográficos no consensuados han sido ya calificados como violencia digital. Actrices, políticas o creadoras de contenido, por ejemplo, han denunciado la proliferación de vídeos donde su imagen es utilizada para fines sexuales sin su aprobación. No es solo la invasión de la intimidad, es la imposición de un relato erótico sobre alguien que no lo eligió.
Si el deseo se habitúa a la perfección generada por algoritmos, ¿qué lugar queda para la imperfección de la piel viva?
Frente a esto, los defensores de la pornografía artificial consensuada argumentan que los personajes sintéticos pueden ser una alternativa «ética»: nadie sufre, nadie es explotado, nadie es presionado a actuar. Pero ¿qué sucede cuando la tecnología difumina ambas realidades? ¿Cuándo la misma herramienta sirve para proteger y para vulnerar?
El arte y la cultura siempre han fantaseado con cuerpos ideales que no existen: las esculturas griegas, las pin-ups de los años 50, los avatares de los videojuegos. La diferencia ahora es que esos cuerpos no solo se ven, también interactúan con nosotros: contestan mensajes, nos piden fotos, construyen la ilusión de una relación entre dos personas. Igual que un niño habla con su muñeco, un adulto puede hablar con su modelo hecha con IA. El deseo no necesita que la carne exista, necesita una narrativa que lo sostenga.
Algunos ven en esta evolución una salida: pornografía sin explotación, sin tráfico de personas, sin riesgo para las intérpretes. Otros advierten de un riesgo de alienación, de convertir la intimidad en un intercambio con fantasmas que nunca responden de verdad, porque no son reales.
Quizá la pregunta no sea si la pornografía artificial sustituirá a la real, sino qué nos dirá de nosotros mismos cuando miremos atrás. Cuando descubramos que nos excitaba no el cuerpo, sino la promesa de atención. Que el deseo puede ser digitalizado, empaquetado, suscrito por mensualidades. La pornografía siempre ha sido un espejo deformado de lo que deseamos. Ahora ese espejo ya no devuelve la imagen real, sino una versión mejorada, imposible. Una promesa que nunca se cansa, nunca envejece, nunca se resiste.
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