Opinión

Los efectos del porno: ¿de lo inmoral a lo misógino?

Desde que salió de la clandestinidad, la pornografía ha sonrojado a diversos públicos, arrasado con la curiosidad y conquistado una variedad de discursos. Pero en su análisis necesitamos una mirada crítica que nos aleje del fundamentalismo antiporno.

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Tyler Hewitt
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01
junio
2023

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Tyler Hewitt

Desde que salió de la clandestinidad, la pornografía ha sonrojado a diversos públicos, arrasado con la curiosidad y conquistado una variedad de discursos. El porno importa a los tradicionalistas, los libertinos, los prohibicionistas, los liberales, los puritanos, los trasgresores e incluso a aquellos que, sin tener un posicionamiento ideológico concreto, disfrutan del contenido y apenas unos minutos después, cuando todavía tiemblan tras el orgasmo, sienten una pesada culpa. El porno puede repugnar y decepcionar, gratificar y agradar, incomodar y escandalizar. Rara vez la mezcla entre lo vulgar y lo sublime resulta indiferente.

El triunfalismo del porno es indiscutible: evoca sensaciones y representa fantasías en las que nos gusta (o gustaría) sentirnos reflejados. Hasta la publicidad y la cultura popular se alimentan de sus pulsiones, connotaciones y semióticas. Para muestra el anuncio del perfume Decadence de Marc Jacobs o cualquier capítulo de la serie satírica La que se avecina. A excepción de un pequeño grupo de radicales, ya no nos conformamos con tapar el seno, vestir el culo, codificar el coito. Sospecho incluso que la gran mayoría del público es consciente que lo erótico y lo pornográfico son equivalentes aun cuando su lenguaje y estilo puedan ser distintos. El culto a lo erótico en detrimento de lo pornográfico no es más que obstinada moralina.

Queremos mirar con disimulo, disfrutar moralmente de la exhibición erótica y por supuesto, conocer la significación del porno y su influencia social. Somos seres sexuados, deseantes y su vez, ciertamente trascendentales cuando se discute sobre el sexo que se hace y se muestra en imágenes. Hay quien dedica su vida a gozar, otros a prohibir y una pequeña minoría, a pensar. Ante los inquisidores del placer hecho espectáculo, que reclaman la censura de la pornografía como solución a la violencia sexual, el sexismo y la insatisfacción sexual, yo recomiendo pensar. Hay que pensar el porno y hay que pensar también sobre lo que sabemos (empíricamente) hoy del porno.

Hasta la publicidad y la cultura popular se alimentan de sus pulsiones, connotaciones y semióticas del porno

Algunas personas creen que el impulso intelectual acaba por herir de muerte al goce. En mi caso, no estoy tan segura. Quizá porque siempre he pensado que el conocimiento y la inteligencia son muy sexy. Lo que sí creo es que existe un interés común por conocer la retórica pornográfica y a justificar el consecuente voyerismo. Si antes estábamos obsesionados con la censura, en la actualidad los esfuerzos se dirigen a otra dirección: hay que dogmatizar con discreción. A menudo esto se traduce en una domesticación de la industria y una infantilización del espectador (adulto). Se ha popularizado la idea de que lo pornográfico debe ser ético en su producción, uso, distribución y contenido. En suma, parece que el porno ha dejado de ser impúdico. Ahora lo que es obsceno son sus posibles efectos e implicaciones.

Personalmente, creo que es bastante pragmático comprender el alcance de la pornografía en la vivencia de la sexualidad y su posible relación con la cultura sexista, la agresión sexual, los guiones y expectativas sexuales, los comportamientos de riesgo o el descontento sexoafectivo, así como denunciar y perseguir los abusos que existen (y han existido) en la industria. Ahora bien, necesitamos asimismo una mirada crítica que nos aleje del fundamentalismo antiporno. De un tiempo a esta parte, políticos, científicos sociales y grupos activistas vienen insistiendo sobre «los males del porno».

Posiblemente, una de las cuestiones que cuenta con mayor atención sea la (hipotética) relación causal entre la exposición a la pornografía (violenta o no) y la agresión sexual (Wright et al., 2015). Si bien, son varios los estudios que señalan que esta asociación resulta inconsistente (Segal, 1994; Malamuth y Vega, 2007; Dwyer, 2008; Ferguson y Hartleyb, 2009; Malamuth, 2018; Wright et al, 2021).

Algunas investigaciones han puesto de manifiesto las dificultades para cuantificar la naturaleza problemática del consumo de pornografía

Si queremos mantener nuestro escepticismo, cabría no desmerecer otros datos: tanto los estudios correlacionales como experimentales sostienen resultados mixtos en cuanto al efecto del consumo de pornografía como catalizador de la violencia sexual (Ferguson y Hartley, 2009; Ferguson y Hartley, 2010). Es difícil asimismo conceptualizar que pornografía es misógina y violenta: ¿la que representa fantasías de sumisión y dominación? ¿Aquella que priva a las mujeres de estas fantasías y romantiza el coitocentrismo? ¿Solo la que representa relaciones eróticas heterosexuales? Algunas investigaciones han puesto de manifiesto las dificultades para cuantificar la naturaleza problemática del consumo de pornografía, lo cual genera varias limitaciones en sus resultados y modelos teóricos (Shorth et al., 2012; Ley et al., 2014).

Hay hallazgos que parecen contrarios a la mera intuición, al menos, para quienes creen que el porno es sinónimo de sexismo: la mayoría de las personas que buscan pornografía violenta son mujeres (Stephens-Davidowitz, 2019) y los hombres que consumen más porno tienen una visión más igualitaria de las relaciones de género que aquellos que no son usuarios de este tipo de contenidos (Kohut et al., 2016). El porno es fantasía y posiblemente, la mayoría de las personas lo sepa. Quizá por ello solo una pequeña parte de la población adulta imite lo que aparece en el porno, tal y como se puede imitar el comportamiento del protagonista de una película de acción o de un videojuego.

Puede que el consumo de pornografía tenga un impacto en algunos casos de agresión sexual, pero la evidencia empírica publicada hasta ahora no establece que el consumo de pornografía provoque delitos sexuales o no interaccione con otro tipo de factores, ya se de carácter psicobiológico, social o situacional (Bernstein et al., 2023). La violencia sexual es un fenómeno complejo y multifactorial, y por ende, no se debería exagerar la relación entre la pornografía y el comportamiento delictivo violento.

Por otro lado, los datos también revelan las diferentes motivaciones, preferencias y usos que mujeres y hombres tienen en el consumo de pornografía. En ese sentido, la literatura científica especula sobre cómo diferentes motivaciones (por ejemplo, la búsqueda de placer sexual, la autoexploración, la curiosidad sexual, la reducción del estrés o la distracción/supresión emocional ante la ansiedad o un funcionamiento social deficiente) pueden materializarse en distintos resultados (Bőthe et al., 2021; Czajeczny et al., 2023). Sommet y Berent (2022) sostienen que, en el caso de los varones, una mayor frecuencia en el uso de la pornografía se relaciona con una menor autocompetencia sexual, deterioro del funcionamiento sexual y disminución de la satisfacción sexual. En lo que se refiere a las mujeres, el estudio apunta que el consumo de pornografía se asoció con una mayor autocompetencia sexual, mejor funcionamiento sexual y, en algunos aspectos, una mayor satisfacción sexual. Unos resultados que, sin duda, resultan irónicos si consideramos que estamos ante una industria liderada por los varones, que a menudo cosifica a las actrices porno y cuyos contenidos han sido señalados por una parte del movimiento feminista como una amenaza para los derechos de las mujeres.

El consumo de pornografía se asoció con una mayor autocompetencia sexual entre las mujeres

Las discusiones sobre la pornografía, como ya avanzaba anteriormente, también están problematizando sobre la ética de sus contenidos. Algunos autores y grupos de presión defienden que la industria debe producir una «mejor pornografía», entendiendo esta como la comercialización de contenidos que se basan en el consentimiento, el respeto y la ausencia de hostilidad sexista. En cierto sentido, estas voces defienden que la pornografía tiene que ser un modelo de conducta, un recurso educativo. Mi pregunta es: ¿necesitan los adultos un sistema de calificación sobre qué porno es «saludable», «bueno», «placentero», «deseable» o «respetuoso con las teorías feministas»? Las imágenes políticamente correctas pueden entenderse en una cultura sexista como una forma de infantilizar ya no solo a las mujeres sino al común de los mortales adultos. Quizá lo que muchos adultos necesiten y hayan necesitado a lo largo de su vida es educación sexual científica, de calidad, integral e impartida por profesionales de la sexología, no un porno que domestique el deseo y limite la imaginación.

Toda pornografía disciplinaria responde a una expectativa e interés despótico. La pornografía puede ser verosímil y empática en la representación erótica entre los sexos. Ahora bien, exigir este aspecto como única condición para existir y legitimar su consumo es una forma de perseguir la fantasía, la voluptuosidad y las diferentes posibilidades narrativas del goce.

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