TENDENCIAS
Opinión

Kirk, Riefenstahl, la cultura y la barbarie

¿No nos había prevenido ya Goethe de la relación entre intelecto, poder y violencia? Hay que ser muy ingenuo o muy iletrado —o ambas cosas— para tragarse la milonga de que el reino de las palabras no es de este mundo.

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
02
octubre
2025
Leni Riefenstahl en el rodaje de ‘Tierra baja’ en 1940.

Una de las muchas virtudes del documental Riefenstahl, de Andres Veiel (mejor documental en Venecia el año pasado, se puede ver en Filmin), es que araña la zona más oscura de la directora de El triunfo de la voluntad. En 1939, recién empezada la guerra, Leni Riefenstahl acompañó al ejército alemán en la invasión de Polonia. Llegó a Konskie, un pueblito a mitad de camino entre Varsovia y Cracovia, y desde allí se volvió a Berlín, abandonó su proyecto de reportera de guerra, se puso a hacer óperas y se desentendió de la propaganda y del cine el resto de la guerra. El documental sobre el glorioso avance nazi en Polonia lo terminó Fritz Hippler, y el nombre de Riefenstahl desapareció de los créditos.

¿Qué sucedió en Konskie? ¿Qué apagó el ardor guerrero y el entusiasmo nacionalsocialista de la cineasta más famosa del régimen? En el documental de Veiel se habla de una carta, fechada en 1952, en la que un ayudante de su marido acusaba a la directora de haber asistido a —e incluso instigado— una matanza de veintidós judíos. El relato sería cómico si la tragedia no quitase de antemano las ganas de reír. Según esta versión, Riefenstahl estaba filmando a unos soldados que dirigían los trabajos forzados de unos prisioneros judíos. Como la escena no parecía muy edificante ni ilustraba la heroicidad de los militares arios, sino que más bien los mostraba como unos sádicos que se cebaban con unas personas desgraciadas e indefensas, pidió que quitaran de ahí a los judíos. Los oficiales entendieron la orden a la manera nazi, y en lugar de apartar unos metros a los prisioneros para sacarlos del tiro de cámara, los llevaron a un paredón y los mataron. Esto fue lo que horrorizó a Riefenstahl, quien se subió al coche y regresó a Berlín a escape.

Hay que aclarar que esta carta es la única prueba acusatoria contra la cineasta: es un testimonio de segunda mano, el autor del texto no presenció la escena, y la recordaba trece años después y en un clima de acusaciones y presunta desnazificación. En un juicio, Riefenstahl quedaría absuelta al no poder demostrarse su participación en los hechos. Su interés no es penal, sino ético, pues demuestra algo más relevante que un crimen concreto: la relación de la cultura con la barbarie. El episodio conecta a la directora de cine con la abyección, pringando de sangre sus coartadas intelectuales.

Si a Riefenstahl no le hubieran preguntado qué diablos hizo en Polonia y por qué se fue corriendo, las excusas con las que justificó su nazismo en los largos años que vivió después podrían haber tenido alguna consistencia. Pero aquella película abortada no deja dudas de que supo y vio. Fuera lo que fuese lo que sucedió en Konskie, no podía negar que comprendió la naturaleza cruda y crudelísima del sistema político que enaltecía como artista.

Riefenstahl no podía negar que comprendió la naturaleza cruda y crudelísima del sistema político que enaltecía como artista

En el documental se recogen partes de las muchas entrevistas que concedió y de los debates televisivos en los que participó. En muchos salía airosa de las acusaciones, sobre todo cuando la confrontaban con víctimas del Holocausto o militantes de la resistencia, siempre más torpes y exaltados que ella, que sabía mantener la calma y ganarse la simpatía de un público al que no le gustaba que unos radicales resentidos acosasen a una dama alemana tan culta que les recordaba a su madre o su abuela.

Riefenstahl no sabía. Por supuesto, decía, que le horrorizaba Auschwitz. Como a cualquiera. Si lo hubiera sabido, claro que sí, pero ¿cómo podía saberlo? Ella vivía en una burbuja de políticos e intelectuales. Hitler era un amigo refinado y en las veladas de Berlín no se hablaba de crímenes ni de exterminios. Ella trabajaba para el poder, y el poder en Alemania era ese. Los nazis eran sus clientes, nada más. Y ella se limitaba a documentar sus desfiles y sus espectáculos, en los que participan cientos de miles de personas, alemanes normales y corrientes, personas decentes e incapaces de matar o de no dar los buenos días a nadie.

Ante las acusaciones de que El triunfo de la voluntad y Olimpia exaltaban los ideales de pureza racial y supremacía aria del nazismo, demostrando que su autora comulgaba con lo más execrable del ideario, Riefenstahl se reía: ¿acaso la belleza es nazi? A ella le interesaban el cuerpo, la masa, las formas, lo sublime de la estética. Eso no era ideológico, tan solo artístico. Sonaba convincente. Si no fuera por Konskie.

Entonces como ahora, abundan quienes creen que pueden salvarse de su complicidad con la barbarie alegando pureza intelectual. No se manchan las manos ni el traje. Ni siquiera se les escapa un gallo en un grito agresivo. No han ido con el ejército a un pueblo de Polonia. En Estados Unidos, no han metido a inmigrantes en campos de concentración, no han participado en hechos violentos, no hacen más que debatir en libertad. Y las palabras, como las imágenes de las películas de Riefenstahl, no matan. Son civilizadas. O eso parecen.

Tras el asesinato y martirologio de Charlie Kirk, no solo se destacó que una bala había silenciado a una voz dialogante —alguien que «practicaba la política de la forma correcta», al decir del periodista Ezra Klein en The New York Times—, sino que se señaló a todo aquel que criticase sus ideas y sus intervenciones como un cómplice del asesino. En el delirio de caza de brujas desatado desde la Casa Blanca, cuestionar la santidad del nuevo santo equivalía a justificar su muerte o incluso a celebrarla. Y bien es cierto que no han faltado miserables que la han festejado, como ocurre siempre, pues los miserables abundan y hoy tienen altavoces de 5G que les permiten llegar hasta los ojos y oídos de las viudas de los muertos que denigran, pero usar esa morralla de las redes sociales como argumento para perseguir a quienes, con todo el derecho del mundo, dicen que Charlie Kirk no era la figura dialogante y democrática que muchos venden y no pocos se han tragado, es infame.

Detrás de esta infamia está la estrategia Riefenstahl: mi reino es el de las ideas, y la civilización exige respeto al oponente. La premisa es falaz, pues ni Kirk ni Riefenstahl fueron intelectuales a resguardo de una torre de marfil y, al igual que Trump en el funeral del mártir, despreciaban a sus enemigos hasta el punto de propiciar su exterminio.

Se puede repudiar la violencia y el atentado con todo el asco moral que merecen y, al mismo tiempo, decir que Kirk, lejos de ser un actor intelectual inocuo, fue un activista y un actor político de primer orden en un movimiento que aboga por la represión totalitaria y ha empezado a ejercerla con vigor siniestro. Un movimiento que cada vez cuesta más distinguir del que encargaba en Alemania a Riefenstahl sus documentales.

Gracias a Walter Benjamin entendemos que no hace falta mancharse de sangre o tirar del gatillo para participar del horror

Otro alemán, un filósofo judío que se suicidó en Portbou el mismo año en que Riefenstahl hacía quién sabe qué en Konskie, escribió que todo acto de cultura es también un acto de barbarie. Walter Benjamin ejercía una hermenéutica de la sospecha y desconfiaba de la pureza inane de las palabras y las obras artísticas. Gracias a él entendemos que no hace falta mancharse de sangre o tirar del gatillo para participar del horror. Como expresó su compatriota Thomas Mann unos años después en Doktor Faustus, lo sublime del arte no puede ignorar lo humano. Hay una correlación directa entre la violencia y los buenos modales, el refinamiento, las convenciones y el diálogo. De eso va buena parte el cine y de la literatura occidentales después de 1945, de exponer el horror que se esconde tras las sonrisas. Que figuras como Kirk nos engañen tan fácilmente es muy frustrante para algunos de los escritores y cineastas que más celebramos y leemos, de Pasolini a Bernhard, pasando por Calvino o Haneke: ¿acaso no hemos entendido una sola de sus páginas o planos? Y si no les entendimos a ellos, ¿no nos había prevenido ya Goethe con su Fausto de la relación entre intelecto, poder y violencia? Hay que ser muy ingenuo o muy iletrado —o ambas cosas— para tragarse la milonga de que el reino de las palabras no es de este mundo.

El escritor negro Ta-Nehisi Coates (National Book Award de Estados Unidos por Entre el mundo y yo, y señalo que es negro porque es relevante en su literatura y sus puntos de vista, del mismo modo que ser blanco era relevante para Kirk) ha hecho en Vanity Fair un resumen de las propuestas dialogantes que defendía Kirk y su organización política Turning Point. La lista es larga, apenas enseño una muestra en esta enumeración: alertaba, como un asustaviejas, de que los trans quieren secuestrar a tu hijo; abogaba por retirar la «basura lésbica, gay y transgénero de la escuela»; estaba obsesionado con que los islamistas iban a gobernar Estados Unidos, y sostenía que los haitianos infestaban los pueblos con su vudú e iban a violar a tu mujer (se dirigía, por lo visto, a hombres casados). Sus seguidores y los dirigentes de Turning Point se han reído de víctimas de crímenes racistas sin cortarse un pelo rubio. En 2022, cuando tres futbolistas negros fueron asesinados en un tiroteo en Virginia, una delegada de la organización dijo: «Si hubieran matado a cuatro negros más (niggers, puso), habríamos tenido toda la semana libre».

La cuestión no es el alcance de estas declaraciones, ni si incurren en delitos de incitación a la violencia o merecen respeto en el marco de la libertad de expresión, sino que no son en ningún caso expresiones libres de un ciudadano en un contexto democrático. Son acciones políticas de un líder destacado e influyente de un movimiento que controla el gobierno del país más poderoso del mundo y, desde hace casi un año, está implantando un régimen de terror, con razias y pogromos a inmigrantes, represión de disidentes, censura e incitación a la violencia política de organizaciones radicales armadas.

Los periodistas de The New York Times Ken Bensinger y Charlie Smart se dedicaron a analizar con pormenor la retórica, estructura, puesta en escena y contenido de los debates de Kirk en los campus desde 2017 hasta su asesinato, para poner a prueba la premisa, ya echada a correr como lugar común, de que el asesinado era un «campeón de la libertad de expresión y un cuestionador de los puntos de vista de todo el espectro político». Las conclusiones —publicadas el 27 de septiembre con el título «The Debate Style That Propelled Charlie Kirk’s Movement»— son demoledoras y explican que «Kirk se sirvió del formato de debate para difundir un mensaje contundente de línea dura». En resumen: la conversación y la controversia eran instrumentales. No escenificaba un disenso entre iguales ni la confrontación de puntos de vista opuestos en un contexto de libertad civilizada. Cuando alguien se enfrentaba dialécticamente a Kirk no participaba en un debate, sino que servía a la estrategia propagandística de un líder político autoritario cuyo movimiento propugna precisamente la eliminación del debate y la libre expresión para sus detractores.

Ver a Charlie Kirk como una especie de intelectual que debate con gracejo y tolerancia en contextos de libre expresión equivale a ver a Leni Riefenstahl como una cineasta entregada al arte que no solo no participó en forma alguna en la barbarie, sino que ni siquiera tuvo conocimiento de ella.

Aceptar ese cuadro idílico de un muchacho que defendía sus ideas con persuasión y soltura, obviando que formaba parte de un movimiento que exalta la violencia y el odio y posee un poder formidable para conseguir sus objetivos, mucho más allá de la sonrisa y el ingenio de un foro de debate universitario, aceptar eso, digo, implica no solo renunciar a batallar contra la barbarie que Charlie Kirk lideraba, sino ser cómplice de ella. Y hoy como ayer, por desgracia, no faltan tontos útiles ni agentes entusiastas. Cuando el humo se disperse y nos reencontremos entre las ruinas, dirán que ellos no sabían nada, que solo venían aquí a debatir o a rodar bellísimos planos de las masas con el brazo en alto.

Alguien se acordará entonces de Konskie y les dirá: pero tú sabías.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

Trump y el triunfo de la antipolítica

Pablo Blázquez

Un multimillonario populista, impredecible y demagogo controlará durante los próximos cuatro años la sala de mandos más potente del...

COMENTARIOS

(adsbygoogle = window.adsbygoogle || []).push({});
SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME