Lo legal y lo ético
Tanto el Gobierno como la oposición se han apresurado a valorar las conductas de las personas próximas al presidente desde una perspectiva estrictamente legalista, defendiendo inocencias o culpabilidades que solo un tribunal puede dirimir.
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Desde hace siglos, viejos tratadistas defendieron la importancia de que todos los actores políticos estuvieran sujetos a la ley. Desde Aristóteles hasta Cicerón, pasando por la tradición liberal heredera del republicanismo, el derecho se concibió como un marco compartido que debía establecer límites a nuestras acciones. En el contexto de las democracias constitucionales, no solo los individuos, sino también los propios poderes del Estado, deberían respetar las restricciones que impone la norma jurídica.
Que la ley juzgue con igual severidad al hijo de un labriego o al yerno de un rey es una exigencia democrática. Del mismo modo, que existan tribunales capaces de frenar las decisiones del poder ejecutivo o legislativo resulta deseable para quienes defendemos la limitación de cualquier autoridad. Es incoherente celebrar cuando los jueces ponen coto a la acción de Gobiernos como los de Trump o Meloni y, en cambio, escandalizarse cuando en España la política también se encuentra condicionada por el marco legal. Ninguna cámara, sea el Parlamento de Cataluña o el Congreso de los Diputados, debería adoptar resoluciones que vulneren la frontera que marca nuestro ordenamiento.
Que algo se ajuste a derecho no lo convierte en deseable
Quienes critican la judicialización de la política, de forma consciente o no, proponen abrir espacios de impunidad o excepcionalidad frente al imperio de la ley. Una tentación, por cierto, habitual en cualquier tirano. Sin embargo, reducir nuestras aspiraciones políticas a la mera legalidad supondría destruir las grandes preguntas que deberían orientar la conversación pública. Que algo se ajuste a derecho no lo convierte en deseable, y que una medida encaje en el marco normativo tampoco la hace idónea. Todos podemos imaginar conductas reprobables o inmorales que, sin embargo, son legales.
Tanto el Gobierno como la oposición se han apresurado a valorar las conductas de las personas próximas al presidente desde una perspectiva estrictamente legalista, defendiendo inocencias o culpabilidades que solo un tribunal puede dirimir. Con todo, en muchos casos lo relevante no es si algo es lícito, legal o permisible, sino si es ejemplar o razonable. De lo contrario, siempre podremos reducir la exigencia política hasta el límite invocado por Ana Redondo, quien cuestionó su reprobación en el Congreso alegando que, al menos, no había muerto ninguna mujer por su culpa. Difícil no añorar aquellos días en que los utopistas imaginaron mundos ideales.
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