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El jardín de la vida

«Tanto si nos inclinamos hacia el optimismo como al pesimismo, debemos hacer lo mejor que podamos en las medias horas que podamos dedicar a nuestro pequeño jardín», afirma Violet Paget.

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29
octubre
2025

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«Cela est bien dit,» répondit Candide; «mais il faut cultiver notre jardin» (Voltaire). La cita, de ninguna manera, implica que la totalidad de la vida sea un jardín o que pueda convertirse en uno. Ni siquiera estoy segura de que debamos intentarlo. De hecho, pensándolo bien, estoy bastante segura de que no deberíamos hacerlo. Solo es nuestro jardín aquella porción de nuestra vida que yace, por así decirlo, cerca de nuestra morada más íntima, vista a través de las ventanas de nuestra alma y rodeada por sus muros. Una porción de la vida que es exclusivamente nuestra, aunque ocasionalmente prestemos su llave a algunos pocos amigos íntimos. Es nuestra para cultivarla como nos plazca, según nuestro antojo, haciendo crecer en ella ya sean pistachos o limones enanos para poner en conserva, como el inmortal héroe de Voltaire, o las flores más espirituales, «albahaca dulce y reseda», como las que la dama de Epipsychidion envió a Shelley; o el amable romero y bálsamo; o, como bien podría ser, una fina selección de hierbas de bruja, infalibles para convertirnos en gatos y sapos o para envenenar a nuestros vecinos molestos.

Pero sea lo que sea lo que elijamos plantar en la porción de nuestra vida y nuestro pensamiento, nos pertenece, y sea cual sea su fertilidad y aspecto natural, algo es seguro: necesita ser arada, regada, plantada y, quizás, más que nada, desmalezada. «Cela est bien dit, répondit Candide; mais il faut cultiver notre jardin». Como recordaréis, él respondía al Dr. Pangloss. Una tarde, mientras descansaban de sus muchas tribulaciones y comían diversas frutas y dulces en el Bósforo, el eminente filósofo optimista había señalado, con considerable extensión, que el delicioso momento que disfrutaban estaba conectado por una cadena leibniziana de causa y efecto con otros varios momentos de carácter menos evidentemente deseable en las primeras etapas de sus respectivas vidas.

«Porque, después de todo, mi querido Cándido», dijo el Dr. Pangloss, «suponed que no hubieras sido echado de un castillo tan notablemente espléndido, magnis ac cogentissimis cum argumentis a posteriori. Suponed también que —etc., etc.—, no hubiera ocurrido tampoco, —etc., etc., etc., pues está bastante claro que no estarías en este lugar en particular, videlicet, a orillas del Bósfo- ro, comiendo cáscara de limón en conserva y pistachos».

«Lo que decís es cierto,» respondió Cándido, «pero debemos cultivar nuestro jardín».

Y aquí me apresuro a señalar que, aunque he citado y traducido estas siete palabras inmortales, de ningún modo respondería por su significado original y exacto, no más que por el significado de textos oficialmente más graves y reverendos, aunque quizás no más sabios ni más nobles.

Sea lo que sea lo que elijamos plantar en la porción de nuestra vida y nuestro pensamiento algo es seguro: necesita ser arada

¿Acaso el sufrido héroe del sabio de Ferney aceptó la cadena de causa y efecto, y admitió que, sin las patadas, el terremoto, el auto-da-fè y todos los demás episodios de su agitada carrera, le habría sido imposible estar comiendo pistachos y cáscara de limón en conserva aquel día? Y, considerando el amargo dulzor de aquellos manjares, ¿estaba dispuesto a recibir (retrospectivamente) los dolorosos preliminares como bendiciones disfrazadas? ¿O acaso, elevándose a alturas estoicas o místicas, identificó estos fenómenos superficialmente distintos y reconoció que su aparente contradicción era en realidad una verdadera igualdad?

¿O deberíamos más bien suponer que, absteniéndose de tales cuestiones esenciales y dejando de lado la satisfacción de su amigo filósofo con el nexo causal, el pobre Cándido se contentó con señalar la única lección práctica que podía extraerse de todo el asunto, a saber, que para disfrutar de dichos manjares caseros, había sido necesario, y muy probablemente seguirá siéndolo, invertir una considerable cantidad de esfuerzo en cualquier porción del suelo de la vida que no hubiera sido devastado por aquellos poderes leibnizianos que promueven la felicidad del hombre de una manera tan enérgica y circunstancial?

Todos estos puntos permanecen oscuros. Pero así como se dice que una obra de teatro es tanto mejor cuanto más interpretaciones ofrece, así también me parece que los dichos más sabios son a menudo aquellos que enuncian algún principio en términos generales, dejando a los individuos la tarea de aplicarlo en la práctica según su naturaleza y circunstancias propias. Así pues, tanto si nos inclinamos hacia el optimismo como al pesimismo, debemos hacer lo mejor que podamos en las medias horas que podamos dedicar a nuestro pequeño jardín.

Hablo deliberadamente de medias horas e insistiría repetidamente en que el jardín debe ser pequeño, pues el jardín, sea cual sea su tamaño real, y aun si fuera tan extenso como el del Edén o aquel que las Hespérides cuidaban desde la lejanía, no proporciona el ejercicio necesario para la salud y el vigor espiritual. Y sea lo que sea que logremos cultivar para nuestro deleite o (como una virtuosa díctamo) para curar nuestras heridas, lo cierto es que el poder de gozar debe venir desde más allá de sus límites.

La felicidad, queridos compañeros jardineros, no es una planta de jardín.

En lenguaje llano, la felicidad no es el propósito de la vida, aunque sí su impulso y, a largo plazo, su sine qua non. Y al no ser el propósito de la vida, la vida, a menudo, pasa por alto a quienes la persiguen en sí misma. No soy, como el Dr. Pangloss, una filósofa profesional, y la filosofía que profeso no pertenece a ninguna escuela en particular, ni estoica ni mística. No me siento llamada a justificar los Caminos de la Providencia, y, en general, me parece algo ingenuo y maleducado insistir en lo inalcanzable o en pretender que aquello que no podemos tener no puede ser bueno para nosotros. La felicidad es buena para nosotros, excelente para nosotros, necesaria para nosotros, indispensable para nosotros, pero… ¿cómo expresar tales hechos tan trascendentales en un lenguaje común y corriente o en términos de jardinería (pues es de jardines de lo que hablamos)? Mas nosotros, es decir, los pobres seres humanos, somos una cosa, y la vida otra muy distinta. Y como la vida tiene su propio programa, independiente al nuestro, es decir, aparentemente su propia duración e intensidad a lo largo de todos los cambios, es completamente natural que nosotros, sus pequeñas criaturas de tan solo un segundo, recibamos aquello que pedimos, a saber, la felicidad, como una recompensa por estar plenamente vivos.


Este texto es un fragmento de ‘Hortus vitae. Una invitación a cultivar el jardín interior’ (Rosamerón, 2025), de Violet Paget (Vernon Lee).

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