‘Cándido’ y el peligro del optimismo ciego
«Todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles». Esta frase, repetida hasta la saciedad por el filósofo Pangloss en ‘Cándido o el optimismo’ (1759), resume la doctrina que Voltaire se propuso demoler con su pluma más afilada.
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En apenas cien páginas de prosa incisiva, François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, construyó una de las críticas más devastadoras al pensamiento optimista, encarnado en la filosofía de Gottfried Wilhelm Leibniz. Porque Cándido no es solo un tratado filosófico disfrazado de novela, es un viaje descarnado por la crueldad del mundo, una carcajada amarga frente al dogma y, sobre todo, una defensa del pragmatismo frente a la ilusión.
Pangloss, mentor de Cándido, es un personaje grotesco que repite como un mantra las ideas leibnizianas: si Dios es perfecto y este mundo es su creación, entonces todo lo que ocurre —incluso el sufrimiento— forma parte de un plan superior inescrutable. Pero Voltaire, testigo de terremotos, guerras y de la brutalidad humana, no podía aceptar esa resignación. En el relato, Pangloss sufre sífilis, es ahorcado, descuartizado y revivido, pero sigue insistiendo en que todo es perfecto. Su ceguera intelectual es tan absurda como peligrosa. Como escribió el propio Voltaire en una carta: «Decir que todo está bien cuando se tiene dolor de muelas o cuando se pierde a un ser querido es una burla a la razón».
El terremoto de Lisboa, que mató a miles de personas en 1755, fue el detonante de la ira de Voltaire. ¿Cómo podía existir el «mejor de los mundos posibles» ante semejante destrucción? Cándido es, en parte, su respuesta literaria a esa pregunta.
El viaje de la inocencia al desengaño
Cándido comienza su periplo como un joven crédulo, educado en el castillo de Thunder-ten-tronckh bajo las enseñanzas de Pangloss, pero pronto es expulsado de ese paraíso artificial (clara referencia a la expulsión del Edén) y arrojado a un mundo donde los conflictos, la esclavitud, la Inquisición y la codicia destrozan cualquier atisbo de armonía predeterminada. En su recorrido, la guerra aparece como una fuerza devastadora y absurda. Cándido es reclutado a la fuerza y obligado a presenciar cómo los ejércitos se aniquilan mutuamente. Las descripciones de los campos de batalla están impregnadas de ironía y brutalidad, dejando claro que la gloria militar es una ilusión.
Voltaire no propone un nihilismo absoluto, sino un pragmatismo ilustrado
La religión, lejos de ser un refugio moral, se muestra como una institución de hipocresía y violencia. La Inquisición persigue y ejecuta herejes con implacable crueldad. Pangloss, pese a sus desgracias, es condenado por sus palabras, demostrando que hasta el dogma optimista puede ser castigado por quienes detentan el poder.
En su viaje, Cándido también descubre la utopía de El Dorado, un paraíso donde la riqueza no tiene valor y la sociedad parece perfecta. Paradójicamente, esta perfección resulta insatisfactoria. La imposibilidad de desear algo en un mundo sin carencia hace que Cándido y su compañero Martín decidan abandonarlo, ilustrando que la perfección no es sinónimo de felicidad.
Finalmente, cuando el protagonista se reencuentra con Pangloss, el filósofo ya no parece convencido de su propia doctrina, pero sigue repitiéndola por inercia. Este es el golpe final de Voltaire: la filosofía optimista, enfrentada a la realidad, se vacía de sentido.
El final de Cándido no ofrece consuelos metafísicos. Tras recorrer medio mundo, el protagonista y sus compañeros –Cunegunda, Pangloss y Martín– se instalan en una granja. Allí, Cándido pronuncia la frase más célebre del libro: «Bien dicho, pero hay que cultivar nuestro jardín». Esta conclusión no es una rendición, sino un llamado a la acción modesta y concreta. Voltaire no propone un nihilismo absoluto, sino un pragmatismo ilustrado: en lugar de buscar respuestas en dogmas, debemos ocuparnos de lo que sí podemos cambiar.
El optimismo tóxico en el siglo XXI
Hoy, el mensaje de Voltaire resuena con fuerza. Vivimos en una época de positividad tóxica. Las redes sociales glorifican el good vibes only, mientras algunos pensadores repiten, como Pangloss, que todo pasa por algo. Pero Cándido nos recuerda que el optimismo sin crítica es complicidad.
Voltaire no era pesimista, sino realista. Su crítica al optimismo no niega la posibilidad de mejorar el mundo, sino que exige enfrentar sus horrores sin autoengaños. Cándido no es un libro desesperanzador sino liberador: nos quita el peso de tener que creer que todo está bien cuando no lo está.
En una era de discursos vacíos y soluciones mágicas, su mensaje sigue vigente: hay que cultivar nuestro jardín. No porque el mundo sea perfecto, sino porque, reconociendo su imperfección, podemos hacerlo un poco menos injusto. «La ilusión es el primer placer; pero el primer deber es la verdad», decía Voltaire.
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