Darwin y Tierra del Fuego
Huesos sin descanso
Cristobal Marín reconstruye los viajes de varios ingleses célebres como Charles Darwin o Bruce Chatwin a Tierra del Fuego en el ensayo ‘Huesos sin descanso’ (Debate, 2024).
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En junio de 1831, FitzRoy y los fueguinos fueron invitados al palacio de Saint James por el rey Guillermo IV y la reina Adelaida, quienes tenían gran curiosidad por ellos, pues, entre otras excentricidades, se había corrido la voz de que eran caníbales. Los reyes quedaron encantados. Les hicieron muchas preguntas sobre su tierra y luego les proporcionaron diversos presentes. Incluso –cuenta FitzRoy en su diario– la reina se quitó un anillo de su dedo y se lo puso a Fuegia, además de entregarle uno de sus sombreros y dinero para que se comprara ropa. Esta visita, que apareció en los periódicos, acrecentó la celebridad de los fueguinos y los convirtió por algunos meses en un acontecimiento de la vida social londinense. FitzRoy era invitado por sus amigos aristócratas a tomar el té con sus fueguinos, vestidos con los mejores trajes británicos (como aparecen en el famoso retrato publicado en el libro de los viajes del Beagle), o él mismo llevaba a sus amigos y a algunos misioneros a observar los progresos de los fueguinos en la escuela.
FitzRoy tenía el proyecto de educar durante dos o tres años a los fueguinos y luego devolverlos a Tierra del Fuego para que civilizaran y evangelizaran a sus congéneres y ayudaran a las expediciones inglesas. Creía que estaban de acuerdo con sus propósitos y nunca pensó que los había raptado contra su voluntad. Como escribió en su diario: «Ellos comprenden por qué fueron traídos y esperan con placer conocer nuestro país, así como retornar luego al de ellos». Sin embargo, pasados alrededor de once meses, algo lo hizo decidirse a partir lo antes posible. Se especula que pueden haber sido los acercamientos sexuales que York Minster habría tenido hacia la niña Fuegia y las desastrosas consecuencias que ello, con un eventual embarazo, podría haber generado en la fama y la carrera de FitzRoy (de hecho, tan pronto regresaron a Tierra del Fuego, los casaron). A tal punto estaba preocupado FitzRoy que, dada la inicial negativa del Almirantazgo a una nueva expedición, decidió arrendar con su dinero un pequeño navío mercante. Sin embargo, gracias a la ayuda de su influyente tío, el duque de Grafton, el Almirantazgo cambió de opinión y al final autorizó la segunda y más famosa expedición del Beagle.
FitzRoy tenía el proyecto de educar durante dos o tres años a los fueguinos y luego devolverlos a Tierra del Fuego
Esta vez, FitzRoy quería viajar con un acompañante de su nivel social y cultural, con quien pudiera conversar en su cabina y que hiciera labores de naturalista. Luego de varias vicisitudes, en el último momento eligió al joven Charles Darwin. Con veintidós años, era cuatro años menor que FitzRoy, medía un metro ochenta y tres centímetros, tenía ojos azul-grisáceos y una prominente nariz, que casi lo deja fuera del Beagle porque FitzRoy, seguidor de la pseudociencia de la fisiognomía, creía que era un signo de debilidad que no le permitiría resistir los rigores del viaje.
Para Darwin y la ciencia moderna este viaje fue decisivo. Como señala en su Autobiografía: «El viaje del Beagle ha sido por lejos el acontecimiento más importante de mi vida y determinó toda mi carrera». Incluso cuarenta años más tarde, en su libro Descent of Man, de 1871, aún recordaba el profundo impacto que le provocó el primer avistamiento de un grupo de fueguinos salvajes en la punta de una roca al entrar en la bahía del Buen Suceso y lo crucial que fue para su teoría sobre el origen del hombre y su evolución desde formas inferiores. En la penúltima página de su libro, escribe: «La principal conclusión a la que llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos. Pero difícilmente habrá la menor duda en reconocer que descendemos de bárbaros. El asombro que experimenté en presencia de la primera partida de fueguinos que vi en mi vida en una ribera silvestre y árida nunca lo olvidaré, por la reflexión que inmediatamente cruzó mi imaginación: tales eran nuestros ancestros».
Para Darwin, los fueguinos representaban lo más bajo en la escala evolutiva. Según él, era «casi increíble» que estos fueran «habitantes del mismo mundo», y no podía imaginarse «cuán enorme» era «la diferencia que separa al hombre salvaje del civilizado, diferencia ciertamente mayor que la que existe entre el animal salvaje y el domesticado». Además, Darwin, al igual que FitzRoy, creía que practicaban alguna forma de canibalismo, que para ellos estaba asociado con las prácticas morales más depravadas. En su diario, escribió que, de acuerdo al testimonio de un niño fueguino, recogido por el lobero y piloto Mr. Low, y a los relatos del mismo Jemmy Button, los fueguinos «presionados en el invierno por el hambre, matan y devoran a sus mujeres viejas antes de matar a sus perros». Para Darwin, los fueguinos con su fealdad moral y física no serían capaces de ser civilizados y terminarían extinguiéndose.
Sin embargo, la percepción de Darwin respecto a los tres fueguinos que viajaban con él en el Beagle era bastante singular y diferente a la negativa opinión que le merecían los que se encontraban en estado salvaje. Con los primeros tenía un trato más cercano, en especial con Jemmy, con quien incluso intercambiaba bromas. En su diario, lo describe con cierta condescendencia: «Era bajo, grueso y en extremo presuntuoso; solía usar siempre guantes, su pelo estaba bien cortado y se molestaba si se le ensuciaban sus muy lustradas botas. Le encantaba admirarse a sí mismo cuando pasaba por algún espejo».
Jemmy, por su parte, se divertía mucho con los mareos que Darwin experimentaba en altamar. A Fuegia la retrataba como «una agradable, modesta y reservada jovencita, con una placentera pero a veces triste expresión, y muy rápida en aprender cualquier cosa». Darwin estaba sorprendido con lo parecidas que eran sus mentes a las de los europeos más modestos. Curiosamente, nunca los relacionó con los indígenas que vio más tarde en Tierra del Fuego. Es probable que los asimilara, más que a «salvajes», a deferentes campesinos ingleses o a negros libertos, como el taxidermista del Museo de Historia Natural de la Universidad de Edimburgo, John Edmonston, un antiguo esclavo procedente de las Indias occidentales, que le había enseñado a disecar aves.
Este texto es un fragmento de ‘Huesos sin descanso’ (Debate, 2024), de Cristóbal Marín.
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